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Mientras dure el sol

El Mercosur a la deriva

Fuentes: Rebelión

A Silvina, por tanta risa Y alegría. Esta vez estuvo cerca. Al conocer con alivio los gestos mutuos de entendimiento entre los presidentes de la Argentina y de Uruguay hechos públicos el 2 de marzo, comencé, sin embargo, a preguntarme qué había sucedido. Y no me refiero a la cronología de los acontecimientos, es decir, […]

A Silvina, por tanta risa

Y alegría.

Esta vez estuvo cerca. Al conocer con alivio los gestos mutuos de entendimiento entre los presidentes de la Argentina y de Uruguay hechos públicos el 2 de marzo, comencé, sin embargo, a preguntarme qué había sucedido.

Y no me refiero a la cronología de los acontecimientos, es decir, al conflicto entre ambos países desatado por la instalación, en territorio uruguayo, de dos papeleras que utilizan materiales altamente contaminantes sobre la orilla oriental del río Uruguay. Ni tampoco a la posterior protesta de los vecinos argentinos de la orilla occidental, que en algún momento incluyó muy irritantes cortes de casi todas las rutas de acceso al país vecino. Quisiera, en cambio, reflexionar acerca de su sentido, de cara a un porvenir amparado bajo el signo de una seguramente muy difícil integración.

La intervención del jefe de Estado argentino detuvo lo que parecía una escalada sin solución, y demostró que no le será tan fácil al capital foráneo desarmar el prometedor bloque de poder regional cuyo bautismo de fuego fuera la Cumbre de las Américas de Mar del Plata en 2005.

Pero la unidad y la fuerza de ese bloque encarnan, por ahora, en sus presidentes -esto es, Lula, Kirchner, Vázquez, etc.- y no en un panorama de reformas tendientes a generar horizontes comunes con calendarios definidos.

El MERCOSUR no avanza ni retrocede: se podría decir que está detenido en su trayectoria, pese a que tuvo la fuerza, meses atrás, para enterrar al ALCA de George W. Bush. Todo el impulso vital de este conglomerado proviene de la iniciativa política de los mandatarios que lo componen, lo cual, de más está decirlo, vuelve endebles sus estructuras, sabrosos los botines para los buitres que vuelan en círculos desde el firmamento.

En algún momento de la protesta, se dijo que en el Cono Sur había renacido la «cuestión nacional», entendida ésta como la defensa de un interés colectivo y del derecho a la autodeterminación por parte del Gobierno del Uruguay, frente a la avasallante omnipotencia de la Argentina.

Personalmente, no creo que haya sucedido nada ni siquiera semejante: desde mi punto de vista, la supuesta «cuestión nacional» no era otra cosa que una operación política destinada a debilitar los vínculos entre los dos países, y acercar así -aún más- al Uruguay a un entendimiento con los Estados Unidos, en un futuro más realista que los tiempos muertos del MERCOSUR. Y ese peligro me pareció -diría aún que me parece- mucho más tangible que la aparición repentina de una supuesta virulencia nacionalista allí donde no la había.

Por otra parte, aquellos intereses colectivos no eran tales: el pueblo uruguayo vería bastante poco de esta inversión, si es que finalmente -como creo que sucederá- se produce. La apelación al «interés nacional» bajo el capitalismo, no hace falta recordarlo, es siempre una defensa del beneficio, no de los amplios sectores sociales que componen un país, sino de las relaciones de explotación por las cuales un grupo económico con hegemonía propia construye su dominio, reproduce su existencia, y -en el caso de los países antes llamados «dependientes»- enhebra su relación con los poderes mundiales de turno. Esa búsqueda de legitimidad -disfrazada de interés colectivo- en la obtención de altas tasas de ganancia no tiene nada de legítima, ni tampoco de nacional[i].

Sólo cuando nuestros pueblos obtengan -si es que lo hacen-, mediante la lucha social, y eventualmente, el ejercicio del poder, las atribuciones políticas referidas a la administración de sus propios bienes en provecho colectivo, habrá nacido una genuina «cuestión nacional». Sólo espero que, si ese día de madurez que no he de ver llega, estén a disposición de los pueblos en cuestión los medios para resolver dichos dilemas.

Entretanto -y retornando al mundo real, bastante menos romántico- sí ha quedado claro que el ritmo cansino del MERCOSUR acabará, como no sea modificado por el impulso político de sus referentes máximos, por destruirlo. El bloque regional, para subsistir, deberá, como señaló otro analista trasnochado, ser efectivamente más que un subproducto colateral de la relación bilateral entre Argentina y Brasil, de sus vaivenes e intereses. Deberá mirar hacia el naciente eje andino entre Bolivia y Perú, hacia el MERCONORTE, hacia la consolidación de la presencia venezolana y chilena… Pues no hay equilibrio verdadero sin policentrismo. Y eso nos viene faltando: equilibrio.

Deberá también dar pasos claros que superen los lindes de «un mero acuerdo tarifario», como lo había calificado, años atrás, en el raudo declive del neoliberalismo argentino, el ministro aliancista Machinea. Una moneda común, la equiparación de nuestras economías, políticas comunes en materia de energía y alimentos, son algunos de los frentes en donde mayor impulso necesitamos.

Todas estas medidas, así como muchas otras que no he mencionado, llevarán años y gobiernos enteros, como muestra el hoy robusto andar de la UE -aquejada, en todo caso, por problemas de otra índole-. Por eso es necesario fijar ya Políticas de Estado que todos los ciudadanos sientan como propias, como algo en cotidiano avance, inexorable, inevitable, natural. Esas políticas no pueden depender de un puñado de nombres propios: deben ser parte del patrimonio de nuestros países.

Al fin y al cabo, la era del progresismo sudamericano actualmente en boga en la mayor parte de la región -Chávez, Kirchner, Evo, Lula, Vázquez, etc.- no durará necesariamente para siempre. Su consolidación, su perdurabilidad, e incluso su legado dependen de las acciones presentes, que deben ser firmes y decididas. En caso contrario, la omisión negligente será casi un equivalente de la firma definitiva del acta de defunción de nuestra asociación regional. El sueño bolivariano, como lo demostró el conflicto de las papeleras, pende de un hilo. Si no queremos un nuevo fiasco para nuestros pueblos, aún no repuestos de tanto neoliberalismo, debemos actuar de inmediato.

Hoy varios jefes de Estado festejan, mientras que algunos inversores y otros operadores de medios y mandatarios sienten en carne propia la derrota táctica. No dejemos que se invierta la situación. La Cumbre de Mar del Plata ya pasó, y otros son los desafíos -más bien de orden estratégico- que nos enfrentan. No podemos dormir por siempre en los laureles del ayer, pues el mañana ya se acerca, veloz, luminoso y radiante.

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[i] Sin embargo, para los uruguayos podía y puede verse de otro modo, pues no es sólo la clase, sino también el Estado, el marco territorial, objetivo y subjetivo, en que se conforma la identidad social. La coexistencia de identidades nacionales y sociales en la conciencia popular, por ende, no implica una contradicción. La conciencia nacional y la consciencia de clase coexisten de hecho, sin que una sea menos real o más ficcional que la otra, debido a la forma particular que adopta la vida social al interior de los Estados capitalistas. Incluso si la realidad económica resulta cada vez menos subsumible al tamaño de una economía nacional, es aún la realidad palpable de dichas economías la que define el marco de la ideología proletaria. Al respecto, véase Meler, Ezequiel: «Itinerario de un problema: La cuestión nacional en la actualidad», en www.rebelion.org, 27 de febrero de 2006.