El machismo, en el fondo, es el miedo a la mujer. El macho la siente como alteridad, por eso busca cautivarla o, en su defecto, violarla. Tiene que poseerla para confirmar lo macho que es. Sin embargo, esta exageración denuncia, más bien, que teme no ser tan macho, teme ser mujer. El problema del macho […]
El machismo, en el fondo, es el miedo a la mujer. El macho la siente como alteridad, por eso busca cautivarla o, en su defecto, violarla. Tiene que poseerla para confirmar lo macho que es. Sin embargo, esta exageración denuncia, más bien, que teme no ser tan macho, teme ser mujer. El problema del macho con la homosexualidad es eso, miedo a la mujer, miedo a ser mujer. Se pueden explicar, de esta manera, el uso abierto de esos términos comunes despectivos: no seas maricón, no seas mujercita. Aunque se exprese en tono de broma o, incluso, en tono de reproche, connota también la trascendencia del miedo a ser la otra, la otredad. La violencia sobre la mujer se explica también por este miedo; de la misma manera, la violencia en contra de los homosexuales – usando la jerga del lenguaje cotidiano – se explica por el miedo a la mujer, a ser mujer.
Se dan incluso conductas paradójicas, acompañadas por expresiones paradójicas; algunos pretendidamente muy machos llegan a decir «ese hombre ha sido mi mujer», como pretendiendo descalificar y estigmatizar a ese hombre-hembra. Olvidan que la homosexualidad requiere de, por lo menos, dos, el hombre-hembra y el hombre-hombre; ambos son cómplices del acto homosexual, usando los términos de la jerga en boga. Ambos son homosexuales, hombre-hebra y el hombre-hombre. Este exacerbado machismo no solo denota, lo que dijimos, el miedo a la mujer, el miedo de ser mujer, sino también connota la homosexualidad oculta y luego practicada, aunque sea como hombre-hombre.
Esto pasa no solamente con los muy machos, sino en todos los juegos de las fraternidades. Los «viernes de soltero», las «despedidas de casado», incluso los juegos torpes, donde se explaya violencia, las competencias masculinas, las agrupaciones, los club, de puro hombres; todas estas formas de fraternidad marcada, todos estos comportamientos masculinos, expresan, en el fondo, la homosexualidad escondida, reprimida, oculta; develan esa sombra temida. Por eso, también, aunque parezca paradójico, la violencia desatada entre hombres, en el fondo es la descarga sobre el otro por el miedo a la mujer, por el miedo de ser mujer. Ciertos fundamentalismos, ciertos «radicalismos» exacerbados derivan de este miedo; la excesiva violencia con la que se quiere demostrar el «radicalismo», en el fondo es el miedo a la mujer, el miedo a ser mujer.
No se equivocan las feministas de-coloniales en interpelar a izquierdistas, a de-coloniales, también a feministas – los conservadores, los derechistas, no cuentan, pues ellos asumen como verdad ineludible la diferencia natural entre hombre y mujer; en cambio, desde la izquierda y las otras posiciones críticas se pretende una cierta apertura a estos temas tabú -, con que la dominación colonial se estructura sobre la dominación del cuerpo de la mujer. No entender esto es ser un inconsecuente de-colonial o descolonizador.
Este es un tema ciertamente crucial. Si la multiplicidad de las dominaciones se construye sobre la matriz de las estructuras y relaciones patriarcales, entonces, no se puede pretender la emancipación plena, no se puede pretender la liberación, sino se destruye la dominación patriarcal. Si se pretende mantener esta dominación a nombre de las tradiciones no se hace otra cosa que justificar las dominaciones presentes con un pretendido recurso a las costumbres, olvidando que el colonialismo se afincó precisamente en ciertas tradiciones fragmentadas y des-contextuadas para edificar el poder colonial y la dominación capitalista. Si estas tradiciones se mantuvieron, supuestamente, bajo una interpretación improvisada y discutible, obviamente no sustentada, es porque fueron funcionales a la dominación colonial y capitalista. En cambio, desaparecieron las tradiciones resistentes, alterativas del orden colonial y de la hegemonía capitalista.
Este tipo de posiciones fundamentalistas, que son sustancialistas y esencialistas, es decir, metafísicas, estas conductas exageradas, estas expresiones exacerbadas, muestran un profundo conservadurismo, mas bien, afín a las perduración de las dominaciones, tanto coloniales como capitalistas.
Ya lo dijimos antes, una de las paradojas de los «revolucionarios» es que en los pretendidos libertadores se anidan los tiranos[1]. Esta clase de hombres en el poder descargan su furia no solamente contra las mujeres, a quienes les dictan normas estrictas de conducta, sino también contra los hombres, a quienes los reduce a una gradación minuciosa de feminización. En el caso de los que consideré enemigos, que incluso pueden ser antiguos compañeros, los convierte en monstruos, en anormales, para así mejor, no solo estigmatizarlos, sino justificar toda clase de violencia demoledora contra ellos.
Estas conductas machistas, que no solamente vienen de los hombres, sino también de las mujeres asumidas como mujeres plenas, son indicaciones de desgarramientos profundos en la subjetividad constituida. Son estos sujetos desgarrados los que buscan compulsivamente compensar su carencia con el poder. Se legitime esta búsqueda con un discurso «revolucionario» o con un discurso conservador no hace una distinción; el poder es la utopía anhelada para resarcirse de todos los males, de todos los sufrimientos; en el fondo, para vengarse. Hay quienes confunden la revolución con la venganza.
Esta es una de las razones por lo que las revoluciones se han entrampado en círculos viciosos, que no son otra cosa, que el retorno a las viejas dominaciones por otros caminos y con otros discursos. Por más que se invistan con símbolos de anteriores revoluciones, por más que sus discursos imiten a los de los anteriores «revolucionarios», eso no los convierte en sujetos de la emancipación y de la liberación, sino, irónicamente sus cuerpos son usados como significantes vacíos para llenarlos con los significados de la simulación. La máscara del «revolucionario» esconde el rostro del déspota.
La descolonización no puede ser otra cosa que el desmontaje, el desmantelamiento, la de-construcción y la destrucción de todos los mecanismos de dominación, llegando a su matriz inaugural, la dominación patriarcal. No hacerlo, es no solamente quedarse en el discurso, sino usar el discurso de-colonial y anti-colonial como dispositivo para encubrir el deseo de poder; que no es otra cosa que el deseo del deseo, pues le poder no es más que deseo; por lo tanto imposible de cumplirlo.
No es pues casual que los que se conducen de esta manera, que los que se posicionan así, los que se expresan de ese modo, exijan desesperadamente reconocimiento, además de suponer que conllevan una verdad indiscutible; por eso, también conllevan el autoritarismo manifiesto y practicado. Hay como un chantaje; yo soy, yo encarno, la verdad de mi pueblo, por eso, por lo que yo soy, por lo que encarno, reclamo reconocimiento, exijo aceptar lo que digo como verdad. Sobre este sentimiento descomunal generalmente se construyen discursos débiles, reiterativos, repetitivos, recurrentes, muy parecidos a los discursos «ideológicos» de la dominación que se pretende interpelar. Lo único nuevo es el referente, quién lo dice; ha cambiado el locus. Por lo tanto, discursos conservadores pretenden pasar como discursos de vanguardia solo por el hecho del quién lo emite es otro.
Como el mundo moderno se ha convertido en el mundo de la simulación, también el de la impostura, las confusiones se dan recurrentemente. Se toma a los caudillos por lo que dicen, por lo que creen que son, también se toma a los caudillos por la imagen construida de ellos, por los propios interlocutores. Es la expectativa y esperanza la que les juega una trampa a estos interlocutores, al pueblo prometido, prefieren creer que el que les habla era al que esperaban. Este es el mesianismo inherente en movimientos que se parecen más al milenarismo que a una guerra anti-colonial.
Pareciera que la historia efectiva se jugara con los personajes y protagonistas del drama; enemigos jurados, conservadores y liberales, burgueses y «revolucionarios», patrones y subalternos, colonialistas y «anti-coloniales», terminan formando parte de la trama del poder. Al ejercerlo se parecen, a pesar de los métodos, de los discursos, del quién. El poder hace que el lugar sea ocupado por cualquiera, no importa si son enemigos; lo que importa es se preserve el poder, por lo tanto, la estructura inmanente de las dominaciones. Por eso, debido a la experiencia política acumulada por las sociedades, la lección es que no se puede tomar el poder, pues es el poder el que te toma. Lo que hay que hacer es destruir el poder.
La destrucción del poder requiere de una condición de posibilidad subjetiva; requiere que se de- construya la internalización del poder en nosotros mismos, que se des-constituyan las relaciones y estructuras de dominación cristalizadas en los huesos, entre estas y fundamentalmente, las de las estructuras de dominación patriarcal.
En este sentido, es indispensable no delegar ni otorgar la voluntad a las representaciones; es urgente romper con delegaciones y representaciones, con formas de organización jerárquicas, que usurpan la voz, la voluntad, el pensamiento. Es imprescindible recuperar la autonomía de cada quien, de cada asociación, de cada comunidad; es primordial recuperar la capacidad creativa, liberar la potencia social.
Descolonización y despatriarcalizacion
A propósito del miedo a la mujer, de la dominación masculina, del Estado patriarcal, en Acontecimiento político[2] escribimos:
La política, más allá del amigo y enemigo
El concepto de lo político se ha estructurado a partir de esa dicotomía del amigo y enemigo, primordialmente a partir de la identificación del enemigo. Como si se hubiera hecho política contra el enemigo, de la misma manera como se le ha hecho la guerra. Desde esta perspectiva habría pues un continuo entre guerra y política, política y guerra. Izquierdas y derechas parecen compartir este arquetipo. Empero, este modelo es el único posible para la política, en todas sus versiones, incluyendo a la política en sentido pleno, lo que comprende la lucha de clases y las luchas por las emancipaciones. Jacques Derrida pone en cuestión esta estructura en Políticas de la amistad, hace una interpretación crítica, deconstructiva, de los sedimentos discursivos que sostienen la historia de la política pensada a partir de la diferenciación amigo/enemigo. En esta deconstrucción se abre a otras posibilidades de concebir la política, ya no desde la dicotomía amigo/enemigo, poniendo en consideración también la interpretación crítica de las políticas de la amistad. Ahí aparece la figura alterativa de la mujer como absoluta alteridad, también aparecen consideraciones criticas de las éticas, alumbrando otras posibilidades de las experiencias humanas, afectivas, lúdicas, estéticas, éticas y lúcidas. Es conveniente un repaso por estas perspectivas que posibilitan la comprensión de la política ya no como la continuación de la guerra por otros medios, ya no como identificación del enemigo, sino en términos de las políticas de la amistad[3].
El primer capítulo lleva el sugestivo título de Oligarquías: Nombrar, enumerar, contar. Comienza con una frase, atribuida a Aristóteles, que la recoge Montaigne, la frase dice:
Oh, amigos míos, no hay ningún amigo.
A lo largo del texto, para no entrar en la discusión del origen de esta frase, pues se convierte en rumor, que atraviesa los tiempos, Derrida figura un cuadro donde el sabio moribundo reúne a los amigos para decirles eso, que no hay ningún amigo. La discusión sobre los significados de esta frase forma parte de las reflexiones del texto. Esta frase es contrastada con la de Nietzsche, quien se expresa de manera opuesta, empero, con la misma lógica:
Oh, enemigos, no hay ningún enemigo.
Esta frase también tiene su cuadro y su personaje, se trata del loco viviente. Ambas frases nos dicen que no hay amigo, que no hay enemigo. Haciendo con esto desaparecer la política como confrontación. Las significaciones de las implicaciones de que no haya enemigo también son expuestas y reflexionadas a lo largo de la interpretación crítica. En ambos casos lo que llama la atención es que no se tenga en cuenta a la mujer, en las consideraciones de la amistad. ¿Es que la mujer no puede ser amigo? ¿Tampoco enemigo? Lo que pone en juego las estrategias de la fraternidad, las formas de la amistad entre hombres. ¿Por qué la mujer es tan difícil de asumir por la filosofía?
Este es el tema, ¿cuáles son los límites de la amistad? Cuando entra la mujer, más allá del erotismo y la religión, ¿qué espacio abre? ¿Qué clase de relación? No hablamos sólo de la amistan entre mujeres, la sororidad, sino lo que políticamente propone su presencia activa, su interpelación. ¿Qué forma de política se libera? ¿Más allá del amigo y enemigo? ¿Más allá de la confrontación? No parece tratarse del retorno al matriarcado, como utopía buscada en el pasado más remoto, sino otra forma de relación, construida como contrapoder. ¿Más allá de los constructos histórico-culturales de género, de sexo? ¿A qué clase de subjetividades ingresaríamos? Al respecto, también debemos preguntarnos sobre los alcances demoledores de la des-patriarcalización, demoledores en cuanto a la historia de la institucionalidad, la institucionalidad como agenciamientos concretos de poder. Entra también en juego la familia, las figuras de la familia, la escuela, las formas instituidas de escuela.
La liberación femenina da lugar a otro comienzo, pues demuele no sólo las estructuras institucionales, sino los arquetipos sobre los que se han basado estas estructuras y estas instituciones. Hablamos de la posibilidad de la construcción de otras relaciones, prácticas y concepciones de la política, hablamos de la política no patriarcal, tampoco conformada en base a la identificación del enemigo y la dicotomía amigo/enemigo. Esta posibilidad, la posibilidad de esta experiencia también tiene que ver con otra atmósfera de sensaciones y sensibilidades, también otra ética. La pregunta es pertinente: ¿Cómo sería el mundo sin las instituciones patriarcales, fundadas en esta matriz y arquetipo del poder que es el patriarcalismo? Esta pregunta induce a otra: ¿Cómo serían los sujetos y las intersubjetividades en este mundo des-patriarcalizado? Estos temas son fuertes e importantes en lo que respecta al horizonte abierto por el debate de la descolonización, por las exigencias políticas de la descolonización. Las formas de la dominación colonial, formas múltiples, son relaciones de poder que atraviesan los cuerpos e inscriben en ellos historias políticas, también modelaciones e identidades, constructos culturales. La dominación masculina sobre las mujeres, el cuerpo de las mujeres, pasa por estas construcciones culturales y modelaciones. ¿Qué pasa cuando las mujeres se liberen de estas representaciones sociales, de estos constructos culturales, de estas identidades, qué potencialidades se liberan, no sólo en las mujeres sino también en los hombres?
Estos problemas nos llevan a volver a la cuestión de la genealogía del Estado. Esta institución macro-política, que también corresponde al imaginario del poder, que es el gran cartógrafo y la instrumentalización compleja de las tecnologías de poder que atraviesan los cuerpos. No sólo entendido como un instrumento separado de la lucha de clases, para mejor servir a la burguesía dominante. Sino una maquinaria fabulosa construida sobre la experiencia política de la modulación y modelación de los cuerpos, podríamos decir colonización de los cuerpos. Con estos tópicos la problemática de la colonización se agranda enormemente, pues se encuentra íntimamente vinculada con la expansión y proliferación de las tecnologías de poder, tecnologías de poder que tenían que atender a las tareas de domesticación de los cuerpos en los extensos territorios conquistados y colonizados. Ya no se trata solamente de disciplinar los cuerpos, sino inscribir en ellos formas de comportamiento de subordinación, sometimiento, supeditación, convertirlos en cuerpos marcados, pero también aptos no solo para el trabajo y la producción sino también como flujos de energía, como recursos biológicos, de los que se puede absorber información genética y prácticas útiles a la acumulación y concentración del poder.
Entonces se trata de pensar la posibilidad de una práctica y concepción política sobre la base de la descolonización radical, que pone en suspenso los múltiples mecanismos de dominación que atraviesen los cuerpos. La liberación entonces de las potencialidades corporales, estéticas, éticas, creativas, de nuevos ámbitos de relación, de nuevos espacios de prácticas, de nuevos imaginarios, universos simbólicos, lingüísticos y figurativos. Un nuevo horizonte político, de la política y de lo político, de las prácticas, de las fuerzas y de las relaciones, un mundo alternativo, otra alternativa civilizatoria y cultural, ya no estructurados en la dicotomía amigo/enemigo, sino más allá. ¿Qué es el más allá del amigo/enemigo? Esta es una pregunta primordial cuando nos preguntamos sobre los umbrales y horizontes de la política. Será una pregunta latente a lo largo del análisis[4].
El mensaje de Políticas de la amistad es ir más allá del poder, más allá de la política, más allá del dualismo estructurante de amigo/enemigo, más allá de la dominación patriarcal. Asumir la alteridad absoluta de la mujer, que recuerda la absoluta alteridad de los cuerpos, de la vida, de la potencia social. Asumir el constante devenir de los cuerpos. La alteridad y alternativa civilizatoria a la modernidad radica en la posibilidad de atravesar estos límites, estos horizontes de la civilización universal de las dominaciones, del poder, de las clasificaciones fijadas, de las formas patriarcales, desde las más explícitas hasta las más implícitas y disimuladas. Civilización que se pretende ser el fin de la historia, la culminación de la evolución y el «desarrollo».
La mujer es parte del constructo cultural de género, constructo cuya historia es ciertamente antigua, diferida, geográficamente y culturalmente diferenciada, particular y singular; empero, es en la modernidad, es con la conformación del sistema-mundo capitalista, cuando este constructo cultural adquiere institucionalidad universal. Es la «ideología» del sistema patriarcal o, por lo menos, el eje vertebral de este sistema de dominación masculina. Sistema de dominación que no solamente se ejerce sobre las mujeres sino también sobre los otros, los hombres, subalternados, interpretados desde una gama minuciosa y detallada de clasificaciones, que vienen desde el muy macho hasta el menos macho, donde las características del macho desaparecen.
La jerarquía piramidal del poder, que se manifiesta en la jerarquía piramidal de la sociedad institucionalizada, es, por así decirlo, jugando con la metáfora psicoanalítica, fálica. Como decía Derrida, el falo-centrismo, el logo-centrismo, el fono-centrismo, son los centros gravitantes de la civilización moderna; centros simbólicos, pero, también efectivos, de la estructuración de las dominaciones[5]. El centro antropológico es el hombre, cuya pretendida dominación sexual se ejerce sobre el cuerpo dócil de la mujer o, en su caso, el cuerpo dispuesto ofertado de la mujer, tal como las publicidades comerciales la presentan. El centro es la lógica y el lenguaje hegemónicos; la lógica identitaria, como la denominaba Cornelius Castoriadis[6]; el lenguaje institucionalizado como tal. El centro es la fonación, por lo tanto, las lenguas construidas a partir de estas unidades empíricas fonológicas, parecidas al soplo, por lo tanto al espíritu[7]. Las dominaciones sobre los cuerpos se estructuran sobre estos campos gravitatorios, el símbolo fálico, el símbolo de la razón, el símbolo oral, que en la contemporaneidad se ha convertido en el símbolo virtual.
En esta episteme moderna, la mujer, los cuerpos, están descalificados de entrada; la mujer, en tanto es la ausencia del falo; los cuerpos en tanto aparecen en su desmesura erótica, en su plasticidad, en su devenir lúdico. La mujer tiene que ser dominada, domesticada, subordinada, convertirla en la entrega, en la predisposición constante. De esta manera se puede explicar la descarnada violencia sobre las mujeres, a quienes no solamente se las viola sino incluso se las asesina. Si se puede hablar así, todo esto esta inconscientemente justificado, pues cuando la mujer no obedece a las determinaciones desnudas de la civilización patriarcal, la consecuencia inmediata en los actos de los machos es la violencia desatada. Los cuerpos tienen que ser marcados, moldeados, domesticados, disciplinados, controlados, simulados, pues los cuerpos son las resistencias, los espesores, que contienen la energías a capturar, que requiere la civilización de la producción interminable.
Volviendo a la «ideología» de género, una de las «ideologías» de la cultura moderna, a lo que podemos llamar, consecuentes con la crítica de la economía política generalizada, economía política de los cuerpos, sobre todo en el sentido de la economía política de género, podemos decir, como ya lo dijimos, que el hombre, la figura del hombre, la imagen del hombre, es el valor abstracto de la relación dual hombre/mujer, donde la mujer es el cuerpo concreto[8]. Mediante esta economía política de género se valoriza abstractamente la figura del hombre, que es convertido en la imagen ideal, en tanto que se desvaloriza el cuerpo concreto de la mujer. La mujer no es exactamente concebida como ideal, al contrario, es mas bien, el símbolo del cuerpo, de las desmesura del cuerpo. La imagen que se ventila de la mujer es la modelación sofisticada del cuerpo; no hay ninguna valorización abstracta; la imagen de la mujer en el imaginario machistas aparece como la imagen acompañante del valor abstracto, del ideal civilizatorio, el hombre moderno, hombre de mundo, cosmopolita, individuo pleno.
Para las iglesias la mujer era el demonio, la seducción, la invitación al pecado. Las iglesias monoteístas y trascendentales fueron, de las instituciones iniciales, los más poderosos despliegues represivos de la edificación temprana del Estado patriarcal, los más poderosos despliegues de la inscripción de los dispositivos de poder masculinos sobre el cuerpo de las mujeres. En el caso del mal llamado «occidente», no es pues casual que se haya desatado una guerra contra las mujeres durante tres siglos, el largo periodo de la «caza» de brujas. Tampoco es casual que en las sociedades de hegemonía de las religiones monoteístas y trascendentales se despliegue sobre el cuerpo de las mujeres toda una indumentaria que busca ocultar sus encantos. Son religiones atormentadas por la mujer, el cuerpo de la mujer; en el fondo manifiestan el deseo de la mujer, deseo imposible de cumplirlo, pues, otra vez, se trata del deseo del deseo. Incumplimiento absoluto que se encubre con la más descarnada violencia masculina.
Nuevamente, los fundamentalismos desorbitados muestran el miedo a la mujer, el miedo a ser mujer, el terror del valor abstracto civilizatorio, hombre, a los cuerpos, a la exuberancia de los cuerpos, que en el fondo es la angustia por la vida, a la que se teme.
[1] Ver de Raúl Prada Crítica de la economía política generalizada. Ediciones Rincón; La Paz 2014. Dinámicas moleculares; La Paz 2014.
[2] Ver de Raul Prada Alcoreza Acontecimiento político. Ediciones Rincón; La Paz 2014. Dinámicas moleculares; La Paz 2014.
[3]Jacques Derrida: Políticas de la amistad. Trotta 1998; Madrid.
[4] Acontecimiento político. Ob. Cit.
[5] Ver de Jacques Derrida De la gramatología. Siglo XXI; México.
[6] Ver de Cornelius Castoriadis La institución imaginaria de la sociedad; tomo I y II. Anthropos; Barcelona.
[7] Ver de Jacques Derrida La voz y el fenómeno. Pre-Textos.
[8] Ver de Raúl Prada Alcoreza Crítica de la economía política generalizada. Ediciones Rincón; La Paz 2014. Dinámicas moleculares; La Paz 2014.
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