Es incorrecto analizar la caída de los precios internacionales del petróleo únicamente como el resultado de una «guerra económica» entre países exportadores de crudo; ello supondría asignar a la explotación que realiza Estados Unidos de petróleo ligero de roca compacta mediante fracking (fracturación hidráulica) la capacidad de generar por sí sola una sobreoferta petrolera, cuando […]
Es incorrecto analizar la caída de los precios internacionales del petróleo únicamente como el resultado de una «guerra económica» entre países exportadores de crudo; ello supondría asignar a la explotación que realiza Estados Unidos de petróleo ligero de roca compacta mediante fracking (fracturación hidráulica) la capacidad de generar por sí sola una sobreoferta petrolera, cuando en realidad su participación en el conjunto de la producción mundial no llega a ser tan decisiva. El comportamiento a la baja de los precios, no sólo del petróleo sino también de los minerales y de los bienes primarios alimenticios (como la soya o la quinua en el caso boliviano), es un indicador del agravamiento de la crisis internacional del capitalismo, que se expresa en una caída mundial de la demanda de materias primas, lo que a su vez parece anunciar una nueva recesión global.
Son evidentes y severas las consecuencias en los países latinoamericanos, no sólo en los casos de México, Brasil o Venezuela (productores de petróleo), sino también en Argentina, Chile o Colombia. Y no sólo son impactos fiscales (caída de sus ingresos por exportaciones) sino también impactos en la disminución de sus reservas internacionales y en la ampliación de la brecha cambiaria entre sus monedas y el dólar estadounidense. Recordemos que la caída del petróleo y los problemas económicos por los que atraviesan Europa y varios países asiáticos, están fortaleciendo al dólar, lo que a su vez erosiona los parámetros del comercio internacional de los mencionados países sudamericanos, y ha obligado a la devaluación del real brasileño o del peso colombiano, por citar dos ejemplos.
Todo esto se va a sentir en Bolivia, donde paulatinamente se está configurando un nuevo escenario económico con menos ingresos por exportaciones gasíferas, mineras y agroalimentarias, y más recursos destinados al pago de nuestras importaciones de bienes de consumo y bienes de capital, ¿Cuáles serán los efectos macroeconómicos y microeconómicos de este shock externo? He aquí el verdadero debate, cuya perspectiva no puede ser meramente académica, ya que debe servir al objetivo de elaborar un programa económico que, a tiempo de preservar lo hasta aquí avanzado, profundice el proceso de transformaciones en un sentido revolucionario.
Dicho programa debe preparar las condiciones para nuevas nacionalizaciones en sectores económicos estratégicos, mejorar el régimen impositivo asumiendo medidas tributarias de carácter progresivo y redistributivo, fortalecer nuestra soberanía alimentaria apoyando al sector campesino que produce para el consumo interno sin realizar nuevas concesiones a la burguesía agroexportadora, generar un nuevo pacto fiscal participativo y en función del modelo económico social y comunitario, garantizar el flujo programado de inversiones públicas en industrialización, infraestructura productiva y energética, así como la inversión social en salud, vivienda y educación.
Esa elaboración programática no es tarea que se deba confiar sólo a la tecnoburocracia, menos cuando quienes la representan han repetido en las últimas semanas, a propósito de los elevados niveles salariales en los cargos jerárquicos de la nueva Gestora Estatal de Pensiones, los mismos argumentos con que los neoliberales justificaban -allá por los años noventa- las altas remuneraciones que percibían los jerarcas de las viejas superintendencias.
Las definiciones programáticas deben tomarse conjuntamente entre el Gobierno y los movimientos sociales que, desde hace más de una década, vienen constituyendo un bloque social revolucionario y que en los dos últimos años han revitalizado a la Coordinadora Nacional por el Cambio (Conalcam) como el espacio de articulación orgánica entre las dos vertientes esenciales que han gestado y sostienen el proceso político boliviano: 1) la del Pacto de Unidad campesino indígena originario, y 2) la de los proletarios y trabajadores sindicalizados en la Central Obrera Boliviana. Es cierto que la Coordinadora incorpora también a los transportistas, cooperativistas mineros, microempresarios, gremialistas, juntas vecinales y juntas escolares, pero la conducción político-estratégica tiene carácter obrero e indígena. Al hablar de la Conalcam estamos hablando de la mayor plataforma de movimientos sociales conformada desde la recuperación de la democracia en 1982, lo que explica la importancia de defenderla de cualquier ataque externo de las fuerzas conservadoras y del peligro del envilecimiento interno.
Y acá es preciso hablar sobre las revelaciones de malos manejos en el Fondo Indígena. Recordemos que ese Fondo no fue creado por el actual gobierno, sino mediante la Ley de Hidrocarburos de mayo del 2005, que le asigna un porcentaje (5%) del total recaudado por el impuesto directo a los hidrocarburos. Los graves señalamientos de corrupción que se han dado a conocer públicamente, si no son investigados hasta establecer las responsabilidades personales, pueden terminar afectando a las organizaciones del Pacto de Unidad. No sería justo generalizar las sospechas a toda la dirigencia, pues no olvidemos que las primeras denuncias vinieron precisamente desde el interior de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia y de la Confederación de Mujeres Campesinas Bartolina Sisa; pero deben ser justamente estas organizaciones las que se encarguen de extirpar los bolsones de corrupción y fortalecer el control fiscal y el control social sobre el Fondo Indígena. Acá no puede haber ningún tipo de contemplaciones pues está en juego la autoridad moral y política de los movimientos sociales.
El gobierno de Evo Morales ha sido capaz en más de nueve años de dar certezas y seguridad a la población en cuanto al manejo general de la economía sustentado en los procesos de nacionalización y fortalecimiento de nuestra soberanía estatal, lo que a su vez ha permitido ganar la confianza del pueblo. Esta es la mayor fortaleza para encarar las nuevas circunstancias económicas, a diferencia de otros países de la región donde el imperio y la oposición de derecha buscan desesperadamente generar la combinación letal de deterioro económico con convulsión política, que lleve a la caída de gobiernos como los de Nicolás Maduro en Venezuela o Cristina Fernández en Argentina.
Acá en Bolivia estamos muy lejos de esa situación, pues la unidad de las fuerzas sociales indígenas, obreras y populares, junto a un Gobierno en el que sigue predominando la identidad antiimperialista, anticolonialista y anticapitalista, como lo ha demostrado Evo con la conformación del nuevo Gabinete en el que ha incorporado a compañeras y compañeros revolucionarios en varios ministerios, permitirá no torcer el rumbo y continuar avanzando. Para esto es preciso seguir empoderando al pueblo, abriendo los debates sobre los temas de la agenda nacional a su participación y propuestas, como se hizo durante la Asamblea Constituyente.
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