Transcurridos poco más de quince años de la reforma política de 1997 el saldo no puede ser más desalentador. En aquél año buena parte de los actores políticos lanzaron las campanas al vuelo imaginando el paraíso democrático a la vuelta de la esquina. Las dirigencias partidistas, que fueron las que se repartieron el pastel -aunque […]
Transcurridos poco más de quince años de la reforma política de 1997 el saldo no puede ser más desalentador. En aquél año buena parte de los actores políticos lanzaron las campanas al vuelo imaginando el paraíso democrático a la vuelta de la esquina. Las dirigencias partidistas, que fueron las que se repartieron el pastel -aunque se desgañitaron diciendo que había sido un logro de la sociedad civil y la ciudadanía- auguraban el fin del autoritarismo. En ese momento se popularizó la idea de que el sistema de partidos mexicano había pasado, siguiendo la tipología de Giovanni Sartori, del tipo hegemónico al pluralista moderado.
Hoy se sigue pensando que disfrutamos de un pluralismo moderado, en donde tres partidos definen el carácter de la competencia electoral, dejando atrás el control de un solo partido de toda la vida política de nuestro país. Sin embargo, el Pacto por México no deja lugar a duda que hemos regresado a los viejos tiempos, con el beneplácito de los partidos que más pujaron por enterrar la dictadura perfecta. Tal vez no a un sistema de partido hegemónico, en el cual un partido gana todo pero no es el único existente sino a un sistema de partido dominante, el cual se caracteriza por la coexistencia de varios partidos pero donde uno de ellos domina, impone su visión y su dinámica de la política y se convierte en el eje desde donde se reparte el botín político. Domina pero no tiene el control absoluto, por lo que se ve forzado a negociar, le guste o no.
¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Por qué los partidos políticos, otrora fieros adversarios, hoy se funden en acuerdos que privilegian las coincidencias, relegando sus principios programáticos e ideológicos?
Desde la teoría, los partidos políticos en nuestros días se caracterizan por estar integrados por políticos profesionales, que más que promotores de principios ideológicos son simplemente gestores, intermediarios entre las demandas ciudadanas y los recursos materiales. La competencia electoral se convierte en un simple reparto de clientelas políticas y de recursos -siempre de origen público- para mantenerlas leales; la militancia deja de tener un lugar relevante en la vida interna de los partidos pues la rotación de las dirigencias se reduce a su mínima expresión. A este tipo de partido, Richard Katz y Peter Mair lo denominaron partido cártel. La misión de estos partidos es evitar la competencia entre propuestas políticas alternativas por lo que resulta casi imposible distinguirlas. Este hecho se expresa claramente en las campañas políticas, en las cuales la oferta política coincide siempre: seguridad y empleo. Tal vez difieran levemente en los caminos para llegar a las soluciones pero los problemas son los mismos.
En la realidad, el partido cártel no es más que la respuesta del régimen a un contexto de crisis económica severa que agudiza los conflictos sociales, provocando que los habitantes del país dejen de confiar en el estado y busquen soluciones propias. En otras palabras, la pérdida de legitimidad de las instituciones del estado liberal lo obliga a cerrarse sobre sí mismo, debilitado a tal grado que ya no logra gestionar con éxito las demandas populares, concentrándose entonces en mantener las garantías mínimas para que el modelo económico siga produciendo ganancias.
En semejante contexto, la clase dominante aprieta la soga y no le tiembla la mano para reeditar el autoritarismo, sólo que ahora tamizado por los medios de comunicación, el crédito al consumo y endeudamiento generalizado -incluidos los gobiernos- y el cinismo cotidiano. Y si eso no basta pues habrá que sacar el ejército a las calles para aplicar la fuerza cuando las circunstancias lo exijan. En esto último resulta evidente la coincidencia entre los partidos y sus dirigencias, tanto como al utilizar los programas de combate a la pobreza para fortalecer sus clientelas políticas, y si se puede en tiempos electorales mejor.
Es por eso que el pacto por México es más bien un reparto de México, por medio del cual los dueños de los partidos y del dinero se ponen de acuerdo sobre quien llevará la batuta para evitar que la sangre llegue al río y evitar que los gobernados se rebelen. El enemigo (partido) de mi enemigo (pueblo) es mi amigo, recordando al viejo Carl Schmitt que definió el criterio amigo-enemigo como la esencia de lo político.
Ahora bien, dada la enorme turbulencia que provoca la crisis mundial contemporánea las cosas pueden cambiar de un día para otro y el pacto puede que no dure mucho, menos aún todo el sexenio. Al igual que los cárteles del narcotráfico, que pactan treguas para no afectar sus ganancias, los cárteles de la política han articulado un pacto para mantener su dominio. Sin embargo, como lo demuestran las continuas guerras entre los señores del narco, el equilibrio es siempre débil y cualquier cambio, por pequeño que sea, obliga a los actores a reconfigurar el escenario. En esas estamos.
Fuente: http://lavoznet.blogspot.mx/