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El país de los godines: trabajo, obediencia y desposesión en el México contemporáneo

Fuentes: Rebelión

En Godín, José Baroja, escritor chileno-mexicano que con su Sueño en Guadalajara y otros cuentos nos ha dado mucho tema, ofrece una escena que, lejos de ser exagerada, resuena con la crudeza de un espejo: un patrón que da la bienvenida a su nuevo empleado con la frase “tu cuerpo y tu alma nos pertenecen”. Jaime, el protagonista, sonríe y agradece. La ficción no es aquí un artificio; es una síntesis lúcida —y brutal— de la economía laboral mexicana. El cuento desnuda la lógica con la que se sostiene el mercado de trabajo actual: un sistema que exige fidelidad sin reciprocidad, sacrificio sin justicia, disciplina sin derechos.

La figura del “godín”, tan usada cotidianamente para nombrar al trabajador de oficina, encubre una realidad más profunda: el proceso de domesticación laboral que atraviesan millones de personas. No se trata únicamente de un fenómeno cultural o humorístico; es la expresión de un orden económico que normaliza jornadas extensas, salarios insuficientes, evaluaciones permanentes, pérdida de identidad y una creciente renuncia a la vida personal. Lo que Baroja narra como sátira es, en realidad, sociología pura.

La precariedad ha sido legitimada al punto de volverse paisaje. En un país donde más de la mitad de la fuerza laboral vive en la informalidad y donde tener empleo no garantiza escapar de la pobreza, Jaime se aferra al trabajo como quien intenta salvarse del naufragio agarrándose a una tabla a la deriva. Pero la tabla pertenece al mismo barco que se hunde. La fantasía de seguridad asociada al empleo formal se mantiene como mito nacional, incluso cuando la experiencia cotidiana demuestra lo contrario: contratos temporales, despidos sin indemnización, prestaciones negadas, vigilancia constante, burocracia normalizada hasta para ir al baño.

El cuento muestra con precisión cómo se internaliza esta violencia simbólica. Jaime no solo acepta las condiciones: las agradece. Esta gratitud obligada es uno de los pilares más perversos del sistema laboral mexicano, donde el trabajador aprende a agradecer lo mínimo: la posibilidad de seguir trabajando, el privilegio de tener un lugar en el que agotarse, la oportunidad de sacrificar su tiempo a cambio de un salario que apenas sostiene la supervivencia. El agradecimiento, en este contexto, es una forma de control.

Baroja denuncia además, sin sutilezas, la desigualdad estructural que atraviesa el mercado laboral. La sentencia “si eres mujer, indígena o mujer indígena, te jodes más” funciona como recordatorio de que el empleo en México no solo es precario: es profundamente discriminatorio. El acceso al trabajo digno varía según el origen, el género y la clase, y los sectores más vulnerables cargan con la doble o triple precarización como si fuera un destino inevitable.

El desenlace del cuento —la muerte de Jaime en su cubículo, el funeral vacío, la empresa intacta— condensa una verdad incómoda: el trabajador es prescindible, sustituible, descartable. La empresa permanece; el patrón permanece; el empleado desaparece sin dejar rastro. En un país donde los esfuerzos individuales pocas veces son reconocidos y donde los derechos laborales son tratados como concesiones y no como garantías, la muerte silenciosa de Jaime se vuelve alegoría nacional.

Lo que Godín pone en escena es más que una crítica al mundo corporativo. Es un llamado a cuestionar la estructura misma del trabajo en México: un sistema que consume cuerpos y tiempos sin devolver dignidad, que exige obediencia mientras degrada la vida, que premia la sumisión y castiga la lucidez. La vida de Jaime —que podría ser la de cualquier trabajador en Guadalajara, en el Valle de México o en la frontera norte— es la historia de un país que ha convertido la precariedad en norma y el sacrificio en virtud cívica.

Porque no se trata solo de malas condiciones laborales: se trata de un modelo económico que vive del desgaste de su propia gente. Un modelo que oculta su violencia tras los discursos del “compromiso”, del “espíritu de equipo”, de “ponerse la camiseta”. Un modelo que pide entrega total mientras ofrece migajas. Un modelo que, si no se cuestiona, seguirá produciendo miles de Jaimes: trabajadores agotados, agradecidos, invisibles, dispuestos a ofrecer su cuerpo y su alma a cambio de una seguridad que nunca llega.

El cuento de Baroja funciona así como una advertencia. No sobre el futuro, sino sobre el presente. No sobre un caso aislado, sino sobre la condición mayoritaria. Mientras aceptemos que la precariedad es normal, que la explotación es parte del carácter nacional y que el trabajo debe vivirse como sacrificio, la historia de Jaime seguirá repitiéndose bajo luces blancas de oficina, en cubículos sin ventanas, en jornadas interminables donde los trabajadores confunden lealtad con supervivencia.

En esa repetición radica el desafío político: romper la naturalización del desgaste, cuestionar las reglas del juego laboral y reivindicar el derecho básico a una vida que no sea consumida por la utilidad ajena. Allí donde Jaime entrega su alma, quizá el país pueda —si se atreve— recuperar la suya.

Puedes leer «Godín» de José Baroja en Reforma Siglo XXI. Revista Trimestral de la Universidad Autónoma de Nuevo León / Preparatoria No. 3, Año X, Núm. 38 (2024), pp. 12–14.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.