En pasados días, luego de casi una década de gobierno transcurrida, y como queriendo exorcizarse de sus propios demonios en un acto que deriva y delega a la justicia ordinaria (cuando muy bien pudo ser encarada por si misma); el oficialismo decidió aprobar un juicio de responsabilidades largamente esperado. Se trata del juicio contra autoridades […]
En pasados días, luego de casi una década de gobierno transcurrida, y como queriendo exorcizarse de sus propios demonios en un acto que deriva y delega a la justicia ordinaria (cuando muy bien pudo ser encarada por si misma); el oficialismo decidió aprobar un juicio de responsabilidades largamente esperado. Se trata del juicio contra autoridades de gobierno que dieron curso y aprobaron aquel eufemismo denominado «capitalización», siendo que en verdad no era otra cosa que la privatización y despojo (preferentemente en manos de intereses extranjeros y transnacionales), de nuestras empresas y recursos.
Dicha decisión que pudo haber constituido un paso en la recuperación de la dignidad nacional y la reparación de un acto doloso, está signado por la doble paradoja de un discurso que pretende adueñarse de históricas demandas y tareas populares, siendo que en la práctica encara, representa y se encuentra sometido a los intereses que afirma repudiar y rechaza.
Y es que no puede haber nada más extraño y paradójico (pero sumamente útil para engañar, confundir y capitalizar réditos en la opinión pública), que al mismo tiempo de aprobar iniciativas (generalmente de alto impacto mediático y simbólico, pero de poca o relativa efectividad concreta en los asuntos estratégicos), efectúe acciones y adopte políticas que no solo van en contra del discurso (incongruencia entre discurso y práctica), sino que perfeccionen y profundicen precisamente sus factores más aberrantes, o los males y daños que rechazan.
Se trata de lo que podría denominarse como la reincidencia fáctica, que al mismo tiempo de señalar lo que se debe esperar a futuro por una medida adoptada (el juicio de responsabilidades), paralelamente la repite y reproduce en sus factores más graves (la privatización).
Ahora la palabra mágica no es privatización, sino inversión, pero tiene el mismo propósito, la enajenación. Se ha mutado el concepto, pero se mantienen las viejas prácticas y fines. Para dar facilidades, todas las garantías y cumplir la exigencia de seguridad a la inversión extranjera, se ha hecho hasta lo impensable en un régimen neoliberal que se supone encaraba lo más perverso de la privatización.
A ese efecto de subasta nacional, se han suspendido las nacionalizaciones y la recuperación de nuestros recursos naturales. Junto con la aprobación de una nueva ley minera, más ultraliberal que el antiguo código gonista, se ha permitido que la minería quede en manos de grandes empresas transnacionales y cooperativistas, que al margen de provocar enormes daños socioambientales en todo el país, tributan y dejan miserables recursos por el saqueo salvaje al que someten los recursos mineros, mientras se llevan y acumulan grandes riquezas con la protección del gobierno, que penaliza y criminaliza la protesta social. Como si ello no fuese suficiente, se han abierto, ampliado y expandido las áreas tradicionales de explotación, llegando inclusive a disponer las áreas protegidas para la angurria extractivista, cuyos territorios en los que se encuentran diversos pueblos indígenas, ahora mismo son reclamados por las corporaciones internacionales para iniciar tareas de exploración y explotación hidrocarburífera. Para su sed de saqueo y afanes de sometimiento, es como si no fuese suficiente tener a disposición lo que ya fue entregado.
Por otra parte, a título de ampliar la frontera agrícola, también se ha decidido perder y quemar (con el enorme costo ambiental y climático que ello supone), cientos de miles de hectáreas de bosques y biodiversidad, para entregarla a la explotación extensiva de monocultivos de exportación efectuada por grandes empresas agroindustriales, que además exigen el cultivo de transgénicos y el envenenamiento de la tierra y la producción, con el uso de agrotóxicos. Se han facilitado tanto las condiciones para atraer «inversión extranjera», que no se ha dudado (muy a pesar de la drástica baja de los precios internacionales de las materias primas), en ofrecer «incentivos» que no solo suponen pagar precios muy por encima de los actualmente existentes en el mercado internacional (50 dólares cuando están por debajo de los 30), sino deshacerse y entregarles parte de los propios ingresos nacionales percibidos a través del IDH (lo que supone quitarse el pan de la boca), para entregárselos a las corporaciones y empresas transnacionales.
Como colofón de este afán de subasta y una vez adquiridos enormes titulares en varios medios influyentes de comunicación internacional, queda en la retina nacional esa visita realizada a Nueva York por el propio Presidente Evo Morales, donde puso en oferta y ofreció todas las garantías imaginables para que los intereses transnacionales se fijen en Bolivia.
En fin, la lista podría alargarse mucho más, porque solo se ha hecho referencia a lo que se denomina como recursos estratégicos, siendo que, como veremos, ha alcanzado otros, hasta los más insospechados en otras épocas, incluida la neoliberal.
Veamos. Si bien en una época de bonanza y precios altos podría justificarse para aprovechar de vender y obtener recursos extraordinarios que permitan abordar otras tareas estratégicas para el proceso de cambio y transformación (que no se los ha encarado); ello no parece en absoluto razonable, cuando los precios internacionales bajan drásticamente y las ventas apenas si alcanzan para cubrir costos de producción (si es que no hay que subvencionarlos). Y en el caso de nuestro país, ha sucedido exactamente lo segundo.
La lógica ha sido la siguiente. Para mantener el nivel de gasto público y el despilfarro en la realización y emprendimiento de megaobras, elefanteásicas, de dudoso servicio y utilidad (llamado inversión); pero sobre todo para garantizar y mejorar el nivel de ganancias y acumulación exigidos por las empresas y corporaciones transnacionales, se decide exacerbar el saqueo y agudizar el extractivismo salvaje de nuestros recursos naturales. Es decir, insensiblemente, se produce otra mutación conceptual de lo que se entiende por nacionalización, y lo que estaba destinado a constituirse en el modo para recuperar nuestros recursos naturales, pero sobre todo la dignidad, la libertad y soberanía nacionales, se convierte en un método para obtener mayores recursos económicos, cueste lo que cueste. Por eso se entiende que el proceso de cambio y transformación se haya reducido a crecer y progresar insaciablemente, como objetivo único y final de la nacionalización, pero a costa de enajenar nuestros recursos.
Asumida esta nueva lógica, el extractivismo, el saqueo y principalmente la subasta del país, se convierten en el asunto principal para el gobierno y el oficialismo. Se piensa que esa es la única vía para mantener el ritmo de crecimiento (de la economía, el PIB y el enorme gasto por supuesto), para garantizar la estabilidad (ese tan efímero y codiciado estado de gracia que es envidia en otros países, incluidos limítrofes). El justificativo para esta mutación es el desarrollismo a ultranza, para convertirnos en una potencia dicen, pero basado en el extractivismo salvaje y la enajenación de nuestros recursos.
Tal es el fenómeno de autoconvencimiento y entrega a esta perversa idea de conseguir cueste lo que cueste recursos de inversión y subastar el país, que no se tiene reparo de ofrecer y vender hasta su imagen, para la realización del Dakar. Es decir, se pone en juego hasta el carácter simbólico y representativo del país. Muy en contrario de los principios, valores y objetivos nacionales de la descolonización, el vivir bien, la relación armoniosa con la naturaleza, los derechos de la Pachamama, etc., se prefiere abanderar antivalores totalmente opuestos, de modo que Bolivia se convierta en otro commoditie de transacción comercial y financiera del mercado internacional. Otro souvenir mercantil que para verse en la vidriera internacional, no solo debe pagar a los patrocinadores, sino después limpiar, arreglar y recoger la basura y los desastres provocados, para prepararse a la próxima avalancha.
Sin embargo, los ejemplos no se limitan al ámbito nacional. Con el argumento de agilizar, desburocratizar y facilitar las grandes inversiones y la discrecionalidad en las contrataciones (pero a costa de anular la transparencia, los controles sociales y administrativos y favorecer la corrupción); se ha establecido y generalizado la contratación directa, llave en mano, que permite la realización de diverso tipo de mega obras. Por eso aparecen nuevos aviones para la flota de la empresa BOA, sin que nadie sepa si hubieron ofertas más favorables, cuánto costó su adquisición y cuáles son las condiciones de la compra realizada. Total, la algarabía y la ilusión son más atronadores.
Sucede también que en las ciudades principales el tráfico y la circulación se han convertido en un caos y que la ciudadanía demanda desesperadamente el establecimiento de un servicio de transporte verdaderamente público, para evitar el abuso, la arbitrariedad, el mal servicio y la elevación descontrolada de pasajes a los que está sometida cotidianamente. Como respuesta, el gobierno decide contratar directamente la construcción llave en mano de empresas internacionales para la instalación de trenes urbanos. No existen estudios, tampoco un diseño final, ni siquiera se saben las rutas concretas y mucho menos si será parte de un plan para encarar y resolver la problemática del transporte que agobia al pueblo; pero lo importante es que se trata de grandes inversiones que permitirán la llegada de empresas internacionales que se harán cargo de su funcionamiento, hasta que cobren los costos de su construcción, resarzan la deuda contraída por el gobierno y, principalmente, obtengan las enormes ganancias esperadas por semejante «contribución». Es más, persuadidos como están de que un supuesto «éxito económico» se basa en la inversión y el gasto, no dudan en empeñar la fe del Estado, nos endeudan y contratan grandes créditos. Es el caso, por ejemplo, de la contratación del crédito chino por más de 7.500 millones de dólares. Para el efecto, no resulta el más mínimo impedimento saber que el propio gobierno ha decidido romper contratos ya establecidos con empresas chinas, porque su desempeño ha provocado graves conflictos sociales por vulneración de derechos laborales, seguridad, incumplimiento de contrato y realización de pésimas obras. A despecho de ello, el gigantesco endeudamiento contraído con China viene casado a la obligación de contratar empresas chinas para que realicen las obras. Es decir, no solo hay que pagar la deuda y las condiciones impuestas, sino que no son recursos de libre disponibilidad, para que los bolivianos decidamos cuáles son nuestras prioridades.
Como buscando remachar esta lógica y frente a la crisis económica internacional originada en la abismal caída de los precios internacionales, el Presidente ha anunciado que pedirá ayuda a la entidades internacionales, para que contribuyan en la búsqueda de respuestas y alternativas a esa dramática situación. Más allá de expresar la ausencia de ideas propias y un franco sometimiento a intereses internacionales que se decía combatir a nombre de la descolonización, el antiimperialismo y la recuperación de la soberanía nacional; resulta cuando menos irónico que pida ayuda a entidades que viven de prestar y endeudar a los países (y por esa vía crear mecanismos de dependencia y sometimiento). Acaso no resulta obvio esperar que su respuesta sea el ofrecimiento (desinteresado dirán) de más créditos para endeudar al país (¿). Acaso el gobierno no es capaz de entender que el país ya ha experimentado una y otra vez, hasta la saciedad, aquella dolorosa situación de descubrirse despojados (hasta de su dignidad) por haber permitido el saqueo a nombre del desarrollo, la estabilidad y el progreso inalcanzados?
Arturo D. Villanueva Imaña. Sociólogo (Cochabamba)
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