Antes de ganar las elecciones presidenciales argentinas del 19 de noviembre, Javier Milei difundió un video en el que aparecía frente a una serie de pizarras blancas. En una de ellas aparecían pegados los nombres de varias instituciones estatales, como los ministerios de Salud; Educación; Mujeres, Género y Diversidad; Obras Públicas; y Cultura, todos ellos reconocidos como elementos clásicos de cualquier proyecto de Estado moderno. Caminando por el pizarrón, Milei arrancó los nombres de estos y otros ministerios mientras gritaba «¡fuera!” y declaraba que, si era elegido presidente, los cerraría. Milei prometió no solo reducir el Estado, sino “hacer explotar» el sistema, apareciendo a menudo en actos de campaña con una motosierra en la mano.
La reacción al video viral de Milei y a otras maniobras similares fue tan polarizada como el electorado argentino. La mitad de la población pensaba que el programa de Milei era una locura, el signo de una extrema derecha alejada de la realidad y la racionalidad. La otra mitad pensaba que Milei mostraba precisamente el tipo de audacia necesaria para transformar un país sumido en la pobreza y con una inflación disparada. Milei no solo ganó las elecciones, sino que lo hizo ampliamente, derrotando al ministro de Economía del gobierno saliente, Sergio Massa, cuyas viciadas promesas centristas de estabilidad no sentaron bien a una población que ha vivido con la inestabilidad durante décadas.
Las propuestas de Milei para resolver la acelerada caída de la economía argentina no son únicas ni prácticas. La dolarización de la economía, la privatización de las funciones estatales y la supresión de las organizaciones de trabajadores son pilares de la agenda de austeridad neoliberal que ha asolado el mundo durante las últimas décadas. Debatir con Milei sobre una u otra política es perder el hilo del ascenso de la extrema derecha en todo el mundo. No importa tanto lo que dicen que harán para resolver los problemas reales del mundo, sino cómo lo dicen. En otras palabras, para políticos como Milei (o el expresidente brasileño Jair Bolsonaro, el primer ministro indio Narendra Modi y el expresidente estadounidense Donald Trump), lo atractivo no son sus propuestas políticas, sino su estilo, el estilo de la extrema derecha. Personas como Milei prometen agarrar por el cuello a las instituciones del país y hacerles escupir soluciones. Su audacia provoca un escalofrío en la sociedad, una sacudida que se disfraza de plan de futuro.
Hubo un tiempo en que el ánimo general de la clase media internacional se centraba en garantizar la comodidad: odiaban la incomodidad de verse atrapados en embotellamientos y colas, de no poder llevar a sus hijxs al colegio de su elección y de no poder comprar —aunque fuera a crédito— los bienes de consumo que les hacían sentirse culturalmente superiores entre sí y a la clase trabajadora. Si la clase media no tuviera dificultades, entonces esa clase —que conforma el electorado de la mayoría de las democracias liberales— se contentaría con promesas de estabilidad. Pero cuando todo el sistema se convulsiona con problemas de uno u otro tipo —como la inflación, cuya tasa era del 142,7% en Argentina al inicio de las elecciones de octubre—, la garantía de estabilidad tiene poco peso. Las fuerzas políticas de centro, como las del adversario de Milei, están atrapadas en el hábito de hablar de estabilidad mientras su país arde. Prometen poco más que destrucción paulatina. En este contexto, la timidez no siempre es atractiva para la clase media, y mucho menos para las y los trabajadores y campesinos, que necesitan una visión audaz en lugar de una fijación en leves aumentos del costo de vida junto con vacaciones tributarias para las grandes empresas.
Esta timidez no tiene que ver únicamente con el carácter de la fuerza política que aprovecha el momento. Si ese fuera el caso, el mero hecho de gritar más fuerte debería ganar los votos de la centroizquierda y de la izquierda. Más bien refleja la creciente timidez de la centroizquierda y de su plataforma política, desinflada por las inmensas tensiones y presiones que han dañado a la sociedad a nivel neurológico. La precariedad del empleo, la retirada del Estado de los cuidados a la población, la privatización del ocio, la individualización de la educación y otras tensiones han producido, en conjunto, problemas sociales abrumadores (por no hablar del impacto de la catástrofe climática y de las guerras brutales). El horizonte político de amplios sectores de la centroizquierda se ha reducido a la mera gestión de esta civilización en descomposición (como señala nuestro último dossier, ¿Qué esperar de la nueva ola progresista de América Latina?. La persistente incapacidad de los gobiernos para resolver los problemas de la sociedad ha convertido la propia política en algo ajeno a amplios sectores de la ciudadanía.
Dos generaciones de personas se han criado en el mundo de la austeridad, de mentiras vendidas por expertos tecnócratas que prometen mejorar su condición social mediante el crecimiento económico neoliberal. ¿Por qué deberían creer a cualquier experto que ahora advierta contra el canibalismo económico promovido por la extrema derecha? Además, la erosión de los sistemas educativos y la reducción de los medios de comunicación de masas a una competencia entre gladiadores han hecho que existan pocas vías para un debate público serio sobre los problemas que enfrentan nuestras sociedades y las soluciones necesarias para abordarlos. Se puede prometer cualquier cosa, se puede aplicar cualquier cosa, e incluso cuando las agendas neoliberales crean resultados catastróficos —como con el plan de desmonetización de Modi en India— se promocionan como éxitos y se celebra a sus líderes.
El neoliberalismo no solo ha aumentado la precariedad de la mayoría a nivel global, sino también los sentimientos de antiintelectualismo (la muerte del experto y la experticia) y antidemocratización (la muerte de la educación y el debate públicos, serios y democráticos). En este contexto, el triunfo de Milei no tiene tanto que ver con él como con un proceso social más amplio, que no es exclusivo de Argentina, sino de todo el mundo.
Pilares del neoliberalismo como la privatización y mercantilización de las funciones del Estado crearon las condiciones sociales para el auge de dos problemas gemelos: la corrupción y la delincuencia. La desregulación de la empresa privada y la privatización de las funciones estatales han profundizado el nexo entre la clase política y la clase capitalista. La concesión de contratos estatales a empresas privadas y el recorte de las normativas, por ejemplo, han proporcionado inmensas vías para la proliferación de sobornos, comisiones ilegales y transferencias. Simultáneamente, el aumento de la precariedad de la vida y el desmantelamiento del bienestar social incrementaron el volumen de la pequeña delincuencia, incluso a través del tráfico de drogas (como demuestra un proyecto de investigación del Instituto Tricontinental sobre la guerra contra las drogas y las adicciones del imperialismo, que pronto dará sus frutos).
La extrema derecha se ha obsesionado con estos problemas, no en un esfuerzo por abordar las raíces del problema, sino para conseguir dos resultados:
- Al atacar la corrupción de los funcionarios del Estado pero no la de las empresas capitalistas, la extrema derecha ha podido deslegitimar aún más el papel del Estado como garante de derechos sociales.
- Aprovechando el malestar social general en torno a la pequeña delincuencia, la extrema derecha se ha servido de todos los instrumentos del Estado —que por otra parte denostan— para atacar a las comunidades de personas empobrecidas, ocuparlas con fuerzas de seguridad bajo el pretexto de la prevención del delito y arrebatarles cualquier tipo de autorrepresentación. Este ataque se extiende contra cualquiera que dé voz a la clase trabajadora y a las y los pobres, desde periodistas a defensorxs de los derechos humanos, desde políticxs de izquierda a líderes locales.
La representación engañosa y la instrumentalización de la corrupción y la delincuencia por parte de la extrema derecha han colocado a la izquierda en una situación de gran desventaja. En estas cuestiones, la extrema derecha mantiene una íntima relación con la vieja socialdemocracia y el liberalismo tradicional, que generalmente aceptan el contenido del programa de la extrema derecha, oponiéndose únicamente a su versión desfachatada. Esto deja a la izquierda con pocos aliados políticos cuando se trata de estas batallas fundamentales, obligándola a defender la forma Estado a pesar de la corrupción que se ha hecho endémica en él a través de la política neoliberal. Mientras tanto, la izquierda debe seguir defendiendo a las comunidades trabajadoras de la represión estatal, a pesar de los problemas reales de delincuencia e inseguridad a los que se enfrenta la clase debido al colapso del empleo y el bienestar social. El debate dominante se enmarca en torno a las realidades superficiales de la corrupción y la delincuencia y no se permite profundizar en las raíces neoliberales de estos problemas.
Cuando llegaron los resultados electorales de Argentina, pedí a nuestros colegas de Buenos Aires y La Plata que me enviaran algunas canciones que captaran el estado de ánimo actual. Mientras tanto, me sumergí en la poesía argentina de la pérdida y la derrota, sobre todo en la obra de Juana Bignozzi (1937-2015). Sin embargo, ese no era el estado de ánimo que querían transmitir en este boletín. Querían algo robusto, algo que reflejara la audacia con la que la izquierda debe responder a nuestro momento actual. El rapero Trueno (nacido en 2002) y el cantante Víctor Heredia (nacido en 1947) captan este estado de ánimo, cruzando generaciones y géneros para producir la conmovedora canción “Tierra Zanta” y un video igualmente emotivo. Y así, desde Argentina:
Yo vine al mundo a defender mi tierra
Soy el salvador pacífico en la guerra
Me voy a morir luchando, toy firme como un venezolano
Soy atacama, guaraní, coya, barí y tucano
Si quieren tirarme el país, lo levantamos
Los indio’ construimo’ los imperio’ con las mano’
¿Odia’ el futuro? Vengo con mis hermano’
De diferentes padre’, pero no nos separamo’
Soy el fuego del Caribe y un guerrero peruano
Le doy gracias a Brasil por el aire que respiramo’
A veces pierdo, a veces gano
Pero no es en vano morirme por la tierra que amo
Y si los de afuera preguntan cómo me llamo
Mi nombre es “Latino” y mi apellido “Americano”.
Fuente: https://thetricontinental.org/es/newsletterissue/elecciones-argentina-ultraderecha/