Desde ya, uno de los rasgos que están marcando la coyuntura electoral recién iniciada es el extremo pragmatismo de la partidocracia, que casi ha desdibujado las identidades y ubicación de los partidos y coaliciones participantes. No es, de ninguna manera, un fenómeno nuevo en el sistema político, pero el grado de exacerbación que en las […]
Desde ya, uno de los rasgos que están marcando la coyuntura electoral recién iniciada es el extremo pragmatismo de la partidocracia, que casi ha desdibujado las identidades y ubicación de los partidos y coaliciones participantes. No es, de ninguna manera, un fenómeno nuevo en el sistema político, pero el grado de exacerbación que en las semanas recientes ha alcanzado el fenómeno merece algunos comentarios.
Recordemos que la capacidad camaleónica del partido del régimen, el PRI, se impregnó también de antiguo en otros componentes del propio sistema partidario. Aquél, que emergió del proceso revolucionario de 1910-1920 como una alternativa para refrenar la violencia política, los asesinatos y cuartelazos exitosos o fallidos de la tercera década del siglo XX, nació con la impronta del jacobinismo y la disputa con por los espacios de poder que la Iglesia Católica ocupaba en una sociedad tradicionalista como la mexicana; pero también con la proscripción y persecución contra el Partido Comunista decretada por el presidente Emilio Portes Gil. Durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas hubo un claro corrimiento hacia la izquierda que impulsó la defensa de los derechos laborales, la reforma agraria y la liquidación del latifundio, una política exterior de avanzada en el nivel mundial y la organización de las clases populares, por no hablar de la expropiación del enclave petrolero en 1938 que reivindicó y unificó como nunca antes a la nación.
Más adelante, sobre todo desde 1946, ya terminada la Segunda Guerra Mundial y reestructurado el orden económico y político capitalista bajo la hegemonía estadounidense mientras el bloque soviético y los procesos de descolonización en África y Asia daban lugar a la Guerra Fría, nuestro país se realineó con la superpotencia norteamericana, abrió sus fronteras a las inversiones extranjeras y dio un impulso sin precedente a la acumulación capitalista, particularmente en los sectores industrial, financiero y turístico. Con Miguel Alemán, el recién fundado PRI se movió cada vez más a la derecha y se hizo más dependiente del imperialismo.
Pero, utilitarista, el partido del régimen pudo diseñar un sistema de partidos a su conveniencia, simulando durante varias décadas una inexistente competencia electoral que no permitía ni la alternancia ni el compartir los espacios decisivos de poder con ninguna otra formación política. Se dio el lujo incluso de abrir espacios legislativos como los llamados diputados de partido para las minorías, y de aliarse con una agrupación aparentemente izquierdista como el PPS y la de los veteranos de la Revolución, el PARM, sin una definición ideológica clara.
Como lo caracterizaba Giovanni Sartori, se trataba de un sistema político de partido hegemónico, es decir, no competitivo: «nos encontramos con un partido hegemónico que permite la existencia de otros partidos únicamente como ‘satélites’, o, en todo caso, como partidos subordinados; esto es, no se puede desafiar la hegemonía del partido en el poder. Por otra parte, nos encontramos con el sistema de partido predominante, es decir, una configuración del poder en que un partido gobierna solo, sin estar sujeto a la alternación, siempre que continúe obteniendo, electoralmente, una mayoría absoluta».
Sólo la reforma política de 1978 modificó paulatinamente ese escenario y abrió algunos espacios como diputaciones, ayuntamientos y luego algunos gobiernos estatales (Baja California, Guanajuato y otros más en la etapas siguientes) a una competencia política real.
Lo que interesa destacar aquí es cómo un partido oficial transformista, que iba de su origen posrevolucionario y popular cada vez más hacia la derecha, adecuó siempre su perfil a la prioridad de conservarse en el poder, más allá de las definiciones políticas y de las ideologías. El sistema político se configuró de manera no polarizada, excluyendo, aun con la represión más violenta (1968, el Halconazo la Guerra Sucia) a las opciones anticapitalistas y aun meramente democráticas, e integrando («lo que resiste apoya», decía el ideólogo de la reforma política, Reyes Heroles) a las oposiciones leales.
Con el pacto de 1988 entre Carlos Salinas y el PAN, este último partido se incorporó también a la lógica pragmática, abandonando sus banderas democráticas a cambio de algunas reformas acordadas con el nuevo presidente de la República. Pero fue el partido de éste, el PRI, el que modificó más radicalmente su programa de gobierno para adecuarlo a las demandas panistas e incluso asumir éstas como propias: poner fin a la reforma agraria y privatizar las tierras ejidales, modificar los artículos 3º y 130 de la Constitución para otorgar la llamada libertad de educación (es decir, religiosa) y dar derechos políticos a las iglesias, etcétera.
A este viraje se opusieron el Frente Democrático Nacional durante la campaña de 1988 y luego el recién formado Partido de la Revolución Democrática con un programa que actualizó la ideología del nacionalismo revolucionario y el cardenismo en las postrimerías del siglo XX.
Lo que nadie pensó en esos años fue que el PAN y el propio PRD fueran a pactar con el priismo en su modalidad más neoliberal un programa de gobierno, el Pacto por México de diciembre de 2012, que implicó sacar adelante las reformas más radicales que el capital financiero y transnacional demandaba para hacer de México su señorío. La justificación del perredismo (el PAN compartía ya en lo sustancial ese programa reformador) fue el compromiso de cogobernar con el PRI de Peña Nieto. Cambios estructurales como las reformas laboral, financiera, fiscal, de telecomunicaciones, e incluso la energética, fueron posibles dentro de ese consenso que virtualmente anuló a las otrora oposiciones y las integró a la órbita del reinstalado gobierno priista.
De ahí a la alianza PAN-PRD que ahora vemos en la arena electoral sólo había un paso. A ellos se ha sumado el partido Movimiento Ciudadano para conformar la alianza «Por México al Frente», un claro ejemplo de pragmatismo donde las ideologías han sido dejadas de lado para priorizar un solo aspecto: la sobrevivencia política de los actores y enfrentar con más posibilidades al candidato puntero en las encuestas por la presidencia, López Obrador, y a su partido Morena.
El PRI, por su parte, ha optado por postular un candidato anticarismático, aparentemente aséptico y sin partido, ya que ha servido indistintamente en gobiernos priistas y panistas. Por primera vez el partido oficial póstula a alguien no afiliado a su padrón formal, aunque se ha vuelto a cumplir la regla de oro del priismo: es el presidente saliente quien designa al candidato oficial a sucederlo, algo que los dos presidentes panistas no lograron hacer. José Antonio Meade es, para el régimen, la cobertura idónea a la corrupción y los latrocinios y violaciones de los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Para los votantes, ante el desprestigio de los partidos y del sistema político en general, es la oferta de un candidato supuestamente no partidario, si bien todo indica que eso no será suficiente para convencer a los ciudadanos de votarlo.
Asombrosa y no, la alianza que López Obrador y su partido han realizado con el Partido Encuentro Social viene a coronar, como un monumento, el imperio del pragmatismo en nuestra política. Como un partido de derecha cuyas bases están conformadas mayoritariamente por miembros de las iglesias evangélicas en nuestro país, el PES mantiene las posiciones más conservadoras y reaccionarias en materia de libertades sexuales y derecho de las mujeres a decidir sobre la maternidad. Es sin duda un partido del status quo más afín al PAN, o incluso al PRI, que a una opción de centro izquierda como la que Morena aspira a ser. Pero una lógica parece haberse impuesto en esta estrambótica coalición (donde también participa, previsiblemente, el Partido del Trabajo): desgajar al peñismo y aprovechar el caudal de votos que los evangélicos pueden representar, alrededor de un millón, los que ya no irán a la candidatura oficial y pueden resultar decisivos en una contienda electoralmente cerrada como la que se prevé para el 2018.
Sabemos los mexicanos que la disputa real por la presidencia se dará entre estas tres opciones; todas ellas sin un perfil ideológico-político definido y claramente diferenciable. Una contienda, volviendo a Sartori, no polarizada, aunque en la práctica sí haya una oferta de políticas públicas distintas y tras de cada una de esas coaliciones grupos de interés en más de un sentido contrapuestos. Y es sobre ese árido terreno que cada sufragante tendrá que decidir el sentido de sus votos para constituir los poderes federales y locales en el inminente 2018.
Eduardo Nava Hernández, Politólogo – UMSNH.
Fuente original: http://www.cambiodemichoacan.