En un pequeño pueblo del noroeste de México, Refugio, de 72 años, cuenta en la sombra de un mezquite que no siempre fue tan pobre. La pensión del último mes se le fue entre medicinas para el dolor y un poco de comida. Así que solo le queda recoger lo poco que da este pedazo […]
En un pequeño pueblo del noroeste de México, Refugio, de 72 años, cuenta en la sombra de un mezquite que no siempre fue tan pobre. La pensión del último mes se le fue entre medicinas para el dolor y un poco de comida. Así que solo le queda recoger lo poco que da este pedazo de desierto: vainas secas caídas del árbol, que vende como alimento para ganado.
Por los 80 kilos que recolectó en tres días le pagaron 100 pesos (unos seis dólares). En las dos semanas que faltan para acabar el mes se aliviará el dolor de rodillas con alcohol y peyote. «El dolor como quiera aguanta, pero el hambre no», dice.
El sol de la tarde calienta el aire por arriba de los 40 grados en el pequeño ejido (territorio comunitario) de La Sierrita, en el estado de Durango. Debajo de los árboles los perros se muerden las patas para sacarse las espinas. Cualquier sombra en este desierto es un oasis.
Don Cuco, como le dicen sus vecinos, toda su vida estuvo lejos del interés de cualquier gobierno. Hasta 2012, cuando él y otros 126 ejidatarios fueron desalojados del plantón que tenían afuera de una mina de plata explotada por la compañía canadiense Excellon Resources, y que está en una parte del ejido.