Un clima de estupor y sozobra se cierne sobre el país. A pesar de la algarabía racista, la gente no termina de explicar, con la suficiente claridad, qué es lo que ocurrió para que se produjera un movimiento tectónico ensamblando estallido social y golpe policial-militar que obligó renunciar a Evo Morales en un país que empezaba a construir un vigoroso Estado Plurinacional. No es éste el espacio para discutir las causas del golpe, sus actores o su trama profunda, pero lo cierto es que hay como un silencio vago que exige respuestas cada vez más hidalgas en torno a un fenómeno que parecía lejano pero que de pronto desbordó como un sunami.
En solo cuatro meses de gobierno, Bolivia está viviendo las horas más desdichadas de quiebre, incertidumbre e inestabilidad política de los últimos 20 años. Al golpe de Estado de noviembre del 2019 le ha sucedido un régimen que, en lugar de gestionar la transición, se apropió del poder para competir ilegítimamente en las elecciones de mayo con resultados predecibles. Inequívocamente, los dados electorales están cargados bajo la sombra siniestra de un portentoso fraude tutelado por el imperio norteamericano y sus aliados circunstanciales como la Organización de Estados Americanos, iglesia católica, pelotón de ONGs financiadas por los EEUU, vecinos belicosos como Brasil y Chile, amén de sectores ultraconservadores de la Unión Europea que trabajan en Bolivia.
En este escenario electoral la autonombrada presidenta, violando su compromiso de gestionar la transición pateó el tablero para convertirse en candidata por la fuerza política JUNTOS, un entramado partidario difuso, tejido sobre la hora, pero obediente a un plan arteramente deliberado para continuar en el gobierno a expensas del resultado del 3 de mayo. Ventajas de por medio, disponibilidad de recursos públicos, asesoría en mercadeo político y apoyo financiero externo, la candidata oportunista y fraudulenta disputa el segundo con un discurso edulcorado de orden y pacificación con el denominador común de mano dura frente al pasado.
En un escenario que más parece una riña criolla de gallos caprichosos, los candidatos conservadores no terminan de despejar su irresponsable participación en la francachela golpista. En el centro de esta contienda, Carlos Mesa, candidato perdedor e indecoroso, promotor de la violencia racista e instigador de la destrucción de tribunales electorales, está de capa caída y las encuestas lo muestran en picada. Con una campaña que muestra señales de desmoronamiento en la preferencia electoral, se mueve confundido, lento e incapaz de responder a un escenario difuso en el que dejó de figurar como protagonista principal. Luis Fernando Camacho, el golpista bufón al que le impusieron el uso de la biblia para terminar con un gobierno democrático, es otro de los candidatos en cuyo cerebro apenas caben dos ideas peregrinas pero que a cambio dispone de un bolsillo lleno, esquilmado a sus promotores. Disputa el espacio en el que caben proyectos neofascistas, de inspiración religiosa evangélica y un instinto gregario de saqueo estatal.
Otros candidatos de menor estatura política pero interesados en acceder a una cuota legislativa como Chi, de origen koreano, con un fuerte discurso religioso, patriarcal y misógino, o Tuto Quiroga que funciona a control remoto desde Washington, no pasan el umbral del 5% en las últimas encuestas. Para susto de todos, el MAS lidera las crecientes preferencias ciudadanas con notable diferencia sobre el segundo. Curiosamente, sin la fuerza popular en las calles ni una visible campaña electoral en los medios o en las redes, los candidatos, cuyo carisma parsimonioso está a prueba, disponen el capital político acumulado de la lucha popular de los últimos 30 años, los beneficios materiales y simbólicos de los últimos 14 y la indignación contenida por las masacres, el racismo, la violación de los inconfundibles símbolos indígenas como la pollera y la whipala, así como el abuso de poder de los usurpadores.
En general, el clima político no parece ofrecer una salida clara a la creciente y errática crisis de certezas y estabilidades en las que se mueve el país. Por el contrario, muestra el itinerario errático que se podría transitar con una economía que se desmorona diariamente, acosada por la crisis global en medio de una conflictividad social interna que pareciera estar esperando agazapada el momento oportuno para desatar sus demandas.
Esta es una elección anómala en la que la contraofensiva conservadora, acicateada desde fuera, no tiene la menor duda que llegó para quedarse al precio que sea. Los datos parecen más claros que nunca: masacres sangrientas como escarmiento social y protegido por decretos de impunidad en favor de militares y policías, agravios políticos contra la Asamblea Legislativa, presupuestos adicionales para la adquisición de armas y material antimontines, gestiones sospechosas del Organo electoral, cambio de piezas claves en las FFAA para preservar la autoridad y discursos desafiantes del gobierno contra los movimientos sociales.
Los vaticinios sobre el futuro democrático del país sirven de poco, considerando las inconfundibles señales del actor hegemónico que ya asumió la decisión de reocupar la colonia para desocupar la nación. Sin la capacidad para entender las disputas geopolíticas regionales, el escenario de esta elección no tiene el brillo de las ideas de su propio tiempo, el carisma de los competidores ni el entusiasmo febril de las masas. Se dice que el silencio precede algo casi inevitable y, por su lado, el rumor que se advierte en las ciudades taciturnas del país no presagian días mejores.
Ciertamente, el futuro está preñado de dudas y la confusión se ofrece como la madre de este desorden aparente. Asistimos a un escenario sobrecogido por el drama colectivo comparable con aquellos años de golpe y plomo de fines de los 70 y principios de los 80, cuyo resultado produjo nueve períodos presidenciales con más de 15 presidentes, incluidos dos triunviratos militares. Pareciera que en las calles se hubiera instalado un aire enrarecido, semejante al de octubre del 2003, en el que una enervada crisis política produjo una brutal represión policial-militar que dejó sepultados casi 70 muertos y más de 500 heridos en las calles mal empedradas de la ciudad de El Alto. Como un sino trágico, El Alto nuevamente ha engendrado el escenario de otra brutal represión en la que policías y militares volvieron a escupir sus armas de odio y brutalidad contra un pueblo acostumbrado a soportar estoicamente su pobreza y dignidad con los dientes apretados. Los personajes son los mismos, élites serviles al poder extranjero y militares y policías colonizados hasta la médula, cuidando intereses ajenos a la Nación como si fueran una feroz escuadrilla de vándalos desalmados.
Las masacres sangrientas del mes de noviembre del 2019 superan los 35 muertos y más de 600 heridos, detenidos y desaparecidos y decenas de familias condenadas a vivir sin sus padres o hermanos por el resto de sus días. Senkata y Sacaba se ofrecen como antesala de una brutal persecución política y judicial del régimen golpista contra funcionarios del gobierno derrotado y ciudadanos inocentes. Decenas de hombres y mujeres sin derecho alguno son detenidos, golpeados, torturados y encarcelados sin el debido proceso. El odio que recorre las entrañas de los represores y sus malsanas amenazas de persecución que incluye a jueces y fiscales que no fallen a favor del régimen, no cesan. Hay como un afán obsesivo de justificar las masacres trasladando la culpa a los perseguidos, a quienes se pretende endilgar la autoría material, el financiamiento y la conducción política de supuestos planes de sedición y terrorismo. El poder judicial se mueve bajo el alero de ese grotesco repertorio en el que el miedo juega a dos bandos, como partera del odio que se inocula en los medios de comunicación pero al mismo tiempo como acicate para mover reservas fascistas en las calles.
Por la forma cómo ocurren las cosas pareciera que el país estuviera viviendo bajo un clima de miedos intensos y difusos que se proyectan como una epidemia invisible que amenaza con destruir todo a su paso. Los medios de comunicación contribuyen con su cuota de estridencia malsana instalando matrices de opinión delirantes que no tiene parangón en su vasta historia política. Cumplen el santo oficio de inflamar el ánimo de la gente en procura de lograr su condena al pasado. Las radios oficialistas – Panamericana, Erbol, Fides – que cobran por segundo o los canales de televisión privados -PAT, Unitel, Bolivisión, Red Uno, ATB – que facturan por tres lo que vale uno, hacen lo mismo. Repiten hasta la saciedad como un coro de idiotas adormecidos el libreto dictado desde Palacio de Gobierno. Solo emiten consignas envenenadas que martillean contra los 14 años de gestión del gobierno derrotado, buscando culpables a cada paso y en cada esquina. Enceguecidos por el negocio de la mentira escupen cascadas de odio sobre el rostro del pueblo al que subestiman y desprecian.
Los sesudos periodistas de la prensa escrita, televisiva u oral tratan de convencer de que nada bueno hizo Evo Morales que no sea robarse la plata, promover el narcotráfico, construir canchas inservibles de futbol, derrochar la riqueza o abusar del poder. A pesar de que las pruebas más evidentes de la transformación del país, que son ellos mismos que se movieron socialmente hacia condiciones materiales favorables, prefieren el envilecimiento barato a cambio de una precaria estabilidad laboral que les ofrecen los empresarios mediáticos que tienen el toro por las astas. Cuando no encuentran argumentos convincentes para sus audiencias compradas convocan a los bufones de turno para sentenciar su mediocridad. El periodismo boliviano está viviendo las horas de su romance más tórrido con el poder a costa de manipular artera y morbosamente la opinión pública. Su mediocridad es tan pavorosa como su pereza. Ningún tiempo es comparable con la felonía del negocio mediático que oficia de partera de un fascismo larvario que empieza a levantar cabeza en medio de la penumbra.
Cada día que el régimen celebra se consuma una tragedia. Los datos son incontrastables en la economía como en la sociedad. La ola de feminicidios recorre el país como una epidemia sombría, cada uno de los casos con una historia de dolor y espanto. Sobran las campañas donde hace falta una profunda convicción y conocimiento para cambiar los patrones culturales donde ha cambiado el mundo sin que nos cercioremos de su nueva piel. Los discursos maniqueos ofenden la realidad donde el tamaño y la fuerza del monstruo que habita la intimidad destruye familias y comunidades enteras. Nada parece saciar el apetito de la violencia desbocada, alimentada por un régimen que no ofrece más que un discurso de pacificación allí donde hunde el puñal.
El campo parece haber retrocedido nuevamente siglos. Entre la inmovilidad de las montañas y la ausencia de la voz resonante de su líder se precipita la bronca contenida. Hay como un silencio torvo de zampoñas y el extravío de whiphalas indias que regían la fiesta de la plebe. No hay obras públicas que los convoque a reir en quechua, beber en aymara o bailar en guaraní. El color de la multiculturalidad estatal está retornando al ocre de la desesperanza y al abatimiento al que los tenían acostumbrados en el pasado cercano. Pero los linderos del dolor, así como acercan a hombres y mujeres, despiertan sus conciencias. Si de algo sirve ese dolor colectivo es precisamente para restituir su comunión rebelde y un futuro que no parece acabarse nunca.
Las ciudades empiezan a sentir los golpecitos de la crisis. Mientras el 30% de los constructores del país se declaran en quiebra, las vendedoras de pescado de la ciudad de El Alto sobreviven a su penosa huelga de hambre. Desde hace semanas que nadie les ofrece una solución perentoria debido a su presunta filiación masista que constituye un agravio para la alcaldesa de la ciudad. Los municipios del Chaco, productores de maíz, sorgo y soya, sufren una devastadora plaga de langostas que amenaza con exterminar su producción agrícola, sostenida en créditos bancarios despóticos. El dengue azota el oriente y la amazonía boliviana. La capital oriental de Santa Cruz ofrece un cuadro dramático con más de 40.000 afectados. Las víctimas desatendidas por la ineptitud de la gobernación que no logra resolver el drama humano vuelven a resignarse ante la capitulación vergonzosa del ministerio de salud que ha dejado que el invierno solucione el problema. Entretanto, el 60% de las muertes corresponden a niños y ancianos, mientras las mujeres embarazadas rezan para que la muerte prematura no les llegue.
El desempleo escala sin clemencia y también asoma como una epidemia de miedo en las ciudades. Miles de obreros despedidos en el sector de la construcción y en los servicios, miles de empleados públicos despedidos por su filiación masista y otros miles que sin filiación política están siendo despedidos por falta de recursos económicos en el sector público y privado. Cientos de alcaldes que sostienen la estructura municipal del país están obligados a despedir a sus trabajadores por la disminución dramática de su presupuesto. La crisis financiera global, la caída de precios de las materias primas, las crisis económicas de los vecinos poderosos como Brasil y Argentina, compradores providenciales de gas, están golpeando la economía boliviana. El régimen apenas muestra la grieta que amenaza con destruir el dique. El congelamiento de transferencias públicas, la falta de pagos a los proyectos de industrialización, la caída de la producción y las señales que emite el sistema financiero confabula contra el mercado interno que cada segundo se desploma como un gigante herido.
Los indicadores de la economía y la ilicitud no pueden ser más malos en esta hora sombría. La tasa de crecimiento del PIB se ha desplomado a menos de la mitad, las reservas internacionales se han precipitado a niveles insostenibles y las calificadoras de riesgo colocan a Bolivia en niveles de alarma. Por cierto, los ingresos por recaudaciones muestran cifras de espanto. El contrabando vuelve a tomar posesión de las fronteras mientras policías y militares se hacen de la vista gorda. Las actividades ilícitas ofrecen su rostro más perverso y prueba de ello es el llamado “caso del narcojet”. Una operación aérea entre México, Argentina y Bolivia muestra una trama aun indescifrable pero que consterna por la audacia de sus actores, la complejidad operativa así como la magnitud corrosiva que logró alcanzar este caso: pilotos bolivianos en una nave extranjera, avión con matrícula norteamericana, itinerarios y escalas sospechosas, gigantesco acopio de droga y entidades estatales –YPFB, AASANA-DGAC– al servicio de la operación transnacional. Curiosamente, los medios de comunicación nacionales han logrado sumergir el escándalo con la misma habilidad que el ministerio de gobierno para evitar que el “narcojet” afecte a la presidenta candidata. Se pretendió hacer creer que la droga y el aprovisionamiento procedían del Chapare para dar rienda suelta a sus delirantes hipótesis acerca de la presunta protección del gobierno anterior.
A contrapelo de una economía que se hunde como el Titanic, en Bolivia se está consumando una fiebre desvergonzada de corrupción, perpetrada por las nuevas gerencias de las empresas estratégicas más importantes del país: comunicaciones (ENTEL), aviación comercial (BOA), energía (ENDE) e hidrocarburos (YPFB), además de otras empresas. Como si se tratara de una cofradía mafiosa, las empresas estatales fueron distribuidas entre los golpistas con arreglo a su grado de participación política golpista y a la magnitud del botín financiero. Fue como una elegante forma de pago a quienes propiciaron la mayor aventura antidemocrática que vive el país.
El gerente de ENTEL huyó del país, a los EEUU, bajo la complicidad del gobierno después de asaltar fastuosas sumas de dinero en tiempo récord, firmar contratos millonarios y distribuirse el botín verticalmente entre 14 socios y compadres de una comparsa cruceña. En cambio, BOA, la línea bandera del país, ha sido entregada a los exgerentes de AMASZONAS, la competencia comercial, para consumar la destrucción planificada del mayor proyecto exitoso de la aeronáutica civil del Estado Plurinacional que le costó al país miles de millones de dólares. ENDE, la empresa de la energía que creció cuatro veces en su capacidad de producción nacional en una década, está siendo ofrecida en bandeja de plata a voraces empresarios norteamericanos que ya se sienten dueños del mayor negocio energético a precio de gallina muerta. Los mandamases de YPFB no terminan de anunciar la defunción de la principal empresa del gas y petróleo en favor de empresarios también norteamericanos, con la cooperación del encargado de negocios de los EEUU. La ruta crítica de su privatización ya ha sido trazada, las empresas extranjeras elegidas y las reservas probadas en proceso de ser manipuladas para adquirirse en condición de ruina. En todos los casos, las razones para la venta, subasta o privatización de las empresas estatales experimentan la misma estrategia. Se desarrollan ofensivas mediáticas y campañas previas de desprestigio para mostrarlas insolventes, insostenibles y presas de una brutal corrupción.
Sin grandes anuncios publicitarios y sin bombos ni platillos, la privatización de las empresas está en marcha como lo ha anunciado sin el menor desparpajo el vicepresidente de la candidata presidencial, Samuel Doria Medina, el mayor privatizador de la historia del país. Hay un paso corto entre la enajenación del patrimonio nacional, el encubrimiento mediático y los jugosos negocios del régimen en torno a esta nueva aventura antinacional. El litio sin duda constituye la pieza estratégica en el tablero de la subasta. No hace falta mucha inteligencia para saber que delante del golpe de Estado están las empresas norteamericanas sedientas de devorarse la tercera reserva más grande del metal no metálico más precioso del mundo. Este siglo que requiere energía limpia exige la provisión del oro blanco desde sus colonias.
En la larga historia del vaciamiento material del país, en favor del capitalismo extranjero, figuran primero la plata y el salitre, siguió el estaño y el petróleo y continúa hoy esta zaga secular con el litio, el gas, la energía, la siderurgia, las telecomunicaciones. Está en marcha la destrucción de otra cualidad: la vertebración continental liberadora. Bolivia debe su anclaje geopolítico global a su condición de territorio amazónico-platense-andino y su cualidad vertebradora sudamericana para el siglo XXI la hacen merecer el destino de lo que fue el Canal de Panamá en el siglo XX. Este sueño geográfico libertario de Jaime Mendoza, Prudencio Bustillo, Gral. Federico Román o de los paladines de la geografía, derrotados por la política criolla mezquina, nuevamente verán destruida su quimera desde la atalaya del tiempo.
Así, a la devastadora crisis económica le sigue una crisis sanitaria sin precedentes. El régimen hoy tambalea entre una epidemia nacional como es el dengue y una pandemia mundial que acaba de llegar como el coronavirus. El dengue está haciendo su trabajo en medio de la ineptitud del ministerio de salud que levantó sus brazos frente a miles de familias que recorren los hospitales en busca de una estéril asistencia médica. Médicos que no alcanzan para curar enfermos, hospitales saturados, inexistencia de medicamentos y enfermeras poseídas por el pánico de no saber si enfrentan los síntomas del dengue o el fantasma del coronavirus. El miedo recorre las espaldas de la gente en las calles ante el asedio de la epidemia china que amenaza irradiarse en el país. Se ha confirmado el contagio de dos personas en Oruro y Santa Cruz, pero lo escabroso de este asunto es que un grupo de personas, entre ellas personal médico de siete hospitales, cuya maldad humana es inverosímil, le negó el ingreso a una paciente enferma en la ciudad de Santa Cruz ante la indiferencia de las autoridades locales, departamentales y nacionales.
En medio de este panorama desolador debe recordarse el crimen de odio que cometió el régimen al expulsar a toda una brigada médica cubana, cerca de un millar de profesionales de salud, para complacer las bastardas órdenes de sus patrones extranjeros. EEUU decidió que millones de bolivianos dejaran de ser atendidos en sus necesidades básicas y hoy más que nunca ese vacío no ha podido ser llenado por un ministerio de salud empeñado en perseguir fantasmas ideológicos en lugar de asumir su responsabilidad hipocrática. El coronavirus está desnudando la incapacidad crónica del régimen que ha puesto a la población en condiciones de indefensión y sozobra. El pánico empieza a morder el polvo de las calles y no será extraño que en medio de la confusión y el miedo pretendan postergar las elecciones para encubrir su falta de competencia.
Otra epidemia, de naturaleza armada, asola el país: el uso despótico de la Policía Nacional y su compañera golpista fiel, las FFAA. Ambos cuerpos armados gozan del imperio de impunidad. Lo que en un Estado moderno y democrático constituye el monopolio legítimo de la fuerza pública, sujeta a leyes, controles parlamentarios y rendición de cuentas, en el régimen golpista este monopolio se ha convertido en una maquinaria privatizada, supraestatal y extraterritorial de violencia que los acerca a un Estado policial o a la forma de terrorismo de Estado. Militares y policías forman parte del factor de ajuste de la política interna que los ha convertido en una muralla de contención represiva. Operan como extensión del interés político del régimen en abierta violación a las leyes, normas internas y convenciones internacionales. Mediante argumentos insostenibles eluden controles parlamentarios e incluso se burlan de interpelaciones realizadas al ministro de defensa o de gobierno ratificando el papel de la Asamblea Legislativa como un órgano decorativo que solo le sirve al régimen de maquillaje democrático.
Ambos cuerpos han dejado de ser nacionales para someterse de lleno a los imperativos de seguridad y orden público que les exige marcialmente el Grupo Militar de los EEUU o el departamento de Defensa. La norteamericanización de la fuerza pública contrasta con una anómala realidad que da cuenta que las cosas no están perdidas para la política de la emancipación. Las calles se han convertido en el mejor escenario para el reproche de la gente que no teme abuchear a la policía llamándola motines. La pérdida de respeto a la autoridad policial es un síntoma del profundo malestar social que está colocando a la institución del orden en el difícil dilema de someterse a la ley o a las directrices políticas del régimen que hasta ahora ha incumplido sus compromisos golpistas: incremento salarial al nivel de las FFAA y jubilación con el 100% del salario.
Pese a los blindajes jurídicos que los mantiene impunes por sus crímenes de lesa humanidad, las FFAA están empezando a mostrar signos de disconformidad con un gobierno que opera internamente bajo la consigna de suma cero: “a los amigos todo, a los enemigos la ley”. El peso injusto de la persecución política contra aquellos oficiales sospechosos de su cercanía a Evo Morales o al MAS amenaza con transformarse en expresiones deliberativas altamente peligrosas para su propia unidad corporativa. Las FFAA gozan de un fuero de facto que las convierte en un poder intocable que les permite disponer de escudos normativos protectores para cometer cualquier arbitrariedad o violar los DDHH. Además de los decretos que los libera de toda responsabilidad penal, se aprobaron otros que autorizan compras directas e ilimitadas de material bélico, armas y municiones antimotines, gases y otros artefactos de uso militar y policial liberados de todo mecanismo de control legislativo o social.
En conclusión, estamos a merced de un régimen atípico cuya configuración y decisiones políticas con efecto negativo en el Estado y sociedad nos permite calificarla por analogía como una epidemia política y cuya suma anómala retrata a un gobierno que encarna síntomas de una verdadera pandemia, que además de erosionar la democracia, amenaza con destruirla.
El régimen como pandemia, que ha convertido la transición institucional en una solapada candidatura presidencial y que lleva consigo el quiebre de su neutralidad política, está conduciendo al país a escenarios de alto riesgo conflictivo con consecuencias imprevisibles. Las decisiones que asume cotidianamente entrañan inequívocamente una estrategia de continuidad en el mediano y largo plazo, independientemente de los resultados electorales del 3 de mayo. El silencio del gobierno de los EEUU ante el cuadro aberrante de violaciones a los derechos humanos es una reafirmación de su apoyo cómplice y auspicio golpista.
No cabe la menor duda que la violación a la libertad de prensa, el aplastante dominio sobre los poderes judicial y fiscalía, el control prebendal que ejerce sobre los medios de comunicación, los fastuosos gastos en redes sociales con propaganda oficial, además de los ajustes internos en las FFAA junto a la disciplinada conducta del TSE, entrañan un inminente segundo golpe de Estado.
El discurso presidencial o “lenguaje de odio” está fuertemente marcado por una lógica de guerra a través de la cual se identifica claramente al “enemigo interno”. Sin mayor trámite, el discurso beligerante invoca cercar al enemigo, perseguirlo y destruirlo. Este clima de intolerancia política barnizado de “pacificación” nos acerca peligrosamente al pasado autoritario en el que la disonancia, la crítica o la interpelación constituye el mejor pretexto para eliminar al otro, al “salvaje”, al sujeto que constituye un lastre que inviabiliza los caros anhelos civilizatorios de progreso, democracia y modernidad globalizantes.
Estamos pues en las puertas de una verdadera pandemia política que amenaza extinguirnos como en la guerra. En Bolivia se respira un aire extraño que evoca miedo, pero al mismo tiempo oportunidad. De esta oscuridad tenebrosa y casi corpórea puede nacer, como su antítesis, una poderosa fuerza radiante capaz de vencer aquello que procura matar.
Este es un país que no termina de producir sus propias leyes sociológicas a pesar de su testarudo deseo de ser él mismo. En una lucha constante para crearse a pesar de todas las fuerzas que se oponen a su parto. Bolivia continua siendo el territorio de las enconadas luchas para construirse como una nación soberana.