El hombre tiene una mirada dura. Puede sugerir amenaza, pero la amenaza encubre el miedo. Seguro, no le gusta que lo vean así. Lo están adecuando para una exposición pública. Al hombre nada lo intimida más que lo público. De ahí la arrogancia que se impone, esa expresión que es puro recelo. Está rodeado de […]
El hombre tiene una mirada dura. Puede sugerir amenaza, pero la amenaza encubre el miedo. Seguro, no le gusta que lo vean así. Lo están adecuando para una exposición pública. Al hombre nada lo intimida más que lo público. De ahí la arrogancia que se impone, esa expresión que es puro recelo. Está rodeado de asesores que lo decoran, lo maquillan y lo instruyen para una entrevista de Bloomberg News, una compañía estadounidense especializada en software financiero, datos y noticias. Un asesor le susurra, quizá le está recordando la letra, lo que tiene que decir, el libreto que otros, más poderosos que él, quieren escuchar. Si esta imagen, que corresponde a septiembre de 2017, impresiona es porque el hombre es el presidente de la nación. Fue educado en los buenos modales de clase y en la utilización de la canchereada como artilugio de seducción para obtener lo que sea, una mujer hermosa, un equipo de fútbol, la suma del poder público. Pero el costo es alto. El carisma que persigue en público, su máscara de ganador, no puede ser revelada como una producción. Le inquieta, y se le nota, ser descubierto detrás de escena. La foto la tomó Pablo Piovano, un fotógrafo que trabajaba en este diario y que se ha jugado contra los intereses monopólicos denunciando los estragos causados por los agrotóxicos, hombres y niños convertidos en esperpentos agonizantes. Piovano, al revés del presidente, no teme poner el cuerpo a situaciones de riesgo, lo prueban los balazos de gendarmería que lo hirieron durante la protesta contra la reforma previsional ante el Congreso cuatro meses después de aquella foto donde capturó la expresión del presidente en la oscuridad. Esta imagen es una de las tantas que componen la muestra de Argra (Asociación de Reporteros Gráficos de Argentina), una muestra colectiva de la diversidad de formas que adquiere la violencia política.
Qué convierte una imagen en una obra de arte, me pregunto cada vez que voy a una movida de Argra. En principio, me digo, el talento perceptivo de estos artistas en ver aquello que está ante todos nosotros pero que no solemos ver, ya sea porque nos duele o porque no se nos deja, lo que es más frecuente. Casi todos los medios gráficos operan a favor del poder. Por tanto, sus fotógrafos están condicionados y también su obra. Volviendo: si no vemos más seguido fotos como la del presidente detrás de escena, en la intimidad no publicitaria (la posverdad implica, entre otras cosas, una intimidad publicitaria), es porque el poder siempre se oculta y la invisibilidad es uno de sus rasgos. Pero el arte suele descubrirlo. En este sentido, una foto, como toda obra de arte, es además de una manera de captar la realidad, una de interpretarla. La intuición del artista, si va en serio, tiene un poder: el de modificarnos. En la fotografía, ese poder reside en cambiar nuestra percepción de la realidad. No somos los mismos después de determinadas experiencias estéticas. Y este es el caso. Como también estas son las consideraciones que se me disparan cada año en una muestra de Argra. La de este año, vale destacarlo, además de conmover, transmite una potencia y un sentido social del que carecieron las anteriores. Con certeza, lo que le imprime una fuerza descarnada, de bronca contagiosa, es la irrupción de la calle como escenario y como tema. La resistencia, entonces, como leitmotiv dominante. Y la represión.
La muestra actual escalofría, intimida y enciende. No deja impasibles a sus espectadores. Citaré, a modo de ejemplo, además de la imagen de Piovano, otra más, una de Joaquín Salguero. Las dos tienen que ver -ver no es un verbo gratuito en esta oportunidad- con el miedo, una el miedo implícito, la otra el miedo explícito. Salguero captó en abril del año pasado a un maestro, guardapolvo blanco, cuando intenta frenar el avance de la policía mientras sus compañeros procuraban montar una escuela itinerante también ante el Congreso. Fueron apaleados, baleados y detenidos. El maestro lucha contra la fuerza brutal de los escudos policiales. Los rostros policiales están blindados, no se dejan ver. Una hipótesis no disparatada y que daría tema para un cuento: entre esos rostros blindados puede haber un ex alumno del maestro. Cuál es la belleza de esta imagen, en qué consiste. Como en el caso anterior, la belleza se concreta en el instante en que el artista registra una escena que deviene simbólica para descifrar el presente y sus tensiones. En ambas imágenes cabe leer el rostro del miedo. En una el miedo del gobernante a ser descubierto. En la otra, la represión del poder a quienes lo interpelan, como el maestro de la foto. Y acá, abro un rizoma: la educación, la figura del maestro. La transmisión de herramientas de conocimiento para la libertad. En ese conocimiento se integra su historicidad. Pero el poder le teme a la historia. Pretende invisibilizarla. Y la invisibilización incluye tanto los prohombres en los billetes que no alcanzan para llegar a fin de mes como la distorsión que bombardean diariamente los medios. Deducción casi conductista: los prohombres estuvieron contra el colonialismo y los medios, como el poder, responden al imperio. Es decir, si la educación, y me refiero a la educación que es y debe ser pública, puede hacernos libres, nada inquieta ni perturba más a un gobierno de esclavos que la enseñanza de la libertad.
Escribí, siguiendo el rizoma, gobierno de esclavos. Porque ni el presidente ni sus secuaces, vale subrayarlo, son individuos libres. Fueron educados en privado, en una moral represiva, en el sometimiento a las leyes del comercio como vía de desarrollo individual, el enriquecimiento como condición para el ejercicio de una presunta libertad siempre determinada por el dinero y la especulación. Tal la noción de libertad en la que fueron educados los niños ricos del poder. La incondicional obediencia debida a sus códigos de clase es tan natural y coherente en ellos, ahora tipos tan adultos como su miedo a ser expulsados de la elite. La contracción de la deuda externa, un ejemplo, indica el pánico a la zozobra de sus privilegios. Para mantenerlos, no les inquieta el empobrecimiento de un pueblo, y menos dejarse sodomizar por los prestamistas que sabrán recompensarlos con negocios jugosos. Por tanto, suelen posar con expresiones almibaradas junto a los usureros internacionales. Si hay uno que no es libre, sin duda, ese es el presidente.
Vuelvo a su foto, esa donde se lo acondiciona para presentarse con un rictus de ganador. La escena parece más pertinente a una secuencia sombría de la película El Padrino que a la de un hombre que se ganó la simpatía de sus votantes. No digo que el presidente haya disparado contra el fotógrafo y tampoco que haya embestido al maestro. Tiene quienes lo hagan. Les paga y los asciende. Por eso su miedo. De niño no fue entrenado para ser puteado. El éxito personal no era esto. La expresión del miedoso da miedo. Sus ojos lo revelan prisionero de angustias que se resumen y concentran en una: el miedo a que sus veleidades narcisistas sean sorprendidas como un panamá paper. Pero un artista lo ve. Como otro artista ve, complementario, al maestro luchando contra la embestida de los escudos.
La imagen fotográfica, tal como la entienden estos reporteros, es no sólo obra de arte. Es también testimonio y denuncia, atributos no excluyentes en una definición del arte: su relación con la belleza y esta, a su vez, con la verdad. En este caso, la verdad está en el hecho y su captación. En este punto, hay que celebrarlo, reside el mérito de quienes han conquistado para la memoria colectiva la representación del poder en su verdadero rostro.
* ARGRA, 29 Muestra Anual de Fotoperiodismo Argentino. En Casa Nacional del Bicentenario, de martes a domingo, de 14 a 20. Ríobamba 985, CABA.
Fuente original: https://www.pagina12.com.ar/129301-el-rostro-del-miedo