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El salvajismo del libre mercado

Fuentes: Rebelión

Pueden ponerle cualquier adjetivo que suene más o menos a tono con los tiempos y las propuestas de cambio, pero el mercado libre seguirá las mismas reglas y conducirá, a la sociedad, a una mayor pobreza. La crisis económica mundial que estamos viviendo nos libera de cualquier demostración. Lo que si debe hacerse es machacar […]

Pueden ponerle cualquier adjetivo que suene más o menos a tono con los tiempos y las propuestas de cambio, pero el mercado libre seguirá las mismas reglas y conducirá, a la sociedad, a una mayor pobreza. La crisis económica mundial que estamos viviendo nos libera de cualquier demostración. Lo que si debe hacerse es machacar y machacar en la explicación del mecanismo. Si no lo entendemos, caeremos una y otra vez en su trituradora. Más aún, si estamos en un proceso de cambio, es fundamental que los operadores tengan mucha precisión en el tema. No es una cuestión solamente doctrinal. Es la aplicación práctica de una teoría que ha sido comprobada decenas de veces.

El mercado libre no regula la oferta ni la demanda; no tiene ninguna posibilidad de hacerlo pues, en caso contrario, dejaría de ser libre. Por tanto, rige un supuesto equilibrio entre la mercancía que se ofrece y la mercancía que se compra. De hecho, así funciona en la primera etapa que puede prolongarse algunos años. Luego, la oferta comienza a superar la demanda: se ofrece determinado artículo con algunas modificaciones, mejoras en su manejo o consumo y se inunda el mercado con esos artículos, más allá de lo que puede adquirir el consumidor. Viene entonces la etapa de la baja en los precios, acelerando las compras, hasta que llegan a un equilibrio que, en este caso, es la desaparición de la demanda. Es claro: las necesidades han sido cubiertas, ya no hay interés en renovar nuestro equipo o artículo de consumo, porque las variaciones dejaron de ser atractivas y los precios alcanzaron su nivel más bajo. No importa que este umbral sea la entrega gratuita porque, de igual forma, nadie recibirá algo que no puede usar.

En el siglo XIX, cuando Marx estudió el mecanismo del mercado libre, las crisis se producían, aproximadamente, cada diez años. Con la globalización, que comenzó en las primeras décadas del siglo XX, se espaciaron algo pero siguieron una regularidad innegable. Sin embargo, entonces no se percibía aún las secuelas permanentes que dejaba cada una de estas crisis. Todo lo más que podía verse era la ruina de unos cuantos empresarios y la miseria que, dadas las condiciones de vida en aquel siglo, sólo eran una repetición de lo mismo.

Hoy, las consecuencias son también globales. Cada una de estas crisis deja en la ruina a uno o más países. Bastaría recordar la opulencia de Nigeria en los años ’50 del siglo pasado y su ruina al finalizar ese período. Más que eso son las confrontaciones tribales ocurridas en varios países africanos con cientos de miles de muertos y la hambruna que ha matado iguales cifras de personas. Son las crisis de los años ’30, en los ’50 y los ’70.

Ahora bien. ¿Qué ocurrió en Bolivia durante aquellos períodos? En los ’30, la moneda nacional se cotizaba en 12 bolivianos por libra esterlina. La crisis, a la que se sumó la desastrosa campaña del Chaco devaluó radicalmente nuestra moneda y tuvimos que pasar a la referencia con el dólar. Ganancia para los grandes empresarios Patiño, Hochschild y Aramayo, empobrecimiento de los trabajadores y miseria campesina. Argentina, Brasil, Chile, en cambio, aprovecharon la circunstancia para desarrollar una industria de sustitución que les permitió contar con la línea de electrodomésticos que hoy tiene grandes mercados.

En los años ’50, con la Revolución Nacional en la escena política interna, fuimos víctimas del «dumping» (así se llamó entonces) que Washington manejó para bajar los precios del estaño, hasta que el gobierno de Paz Estenssoro se alineó a los dictados norteamericanos. Los planes de diversificación económica, que eran el fuerte del gobierno, se redujeron drásticamente y la construcción del moderno estado capitalista, que estaba en la meta de los dirigentes de aquel proceso, se revirtió en la miseria.

La crisis de los ’70 tal vez fue la peor para Bolivia. Bajo la dictadura de Hugo Banzer, que sin previsiones inició una serie de proyectos en los que dilapidó los recursos nacionales. Esa etapa fue una pesadilla para el pueblo, en la que multiplicó por 7 la deuda externa, triplicó y cuadruplicó los costos de las obras realizadas y dejó exhausto el Tesoro General de la Nación. Sus sucesores con mandatos cortísimos, fueron incapaces de tomar medidas de rectificación y, cuando la crisis estalló, lo hizo de manera tan brutal que superó cualquier record de inflación. Por supuesto, como lo dijo el empresario Gonzalo Sánchez de Lozada, antes de ser presidente, los capitalistas se enriquecieron más que nunca en ese periodo de desastre nacional.

Y ahora estamos en medio de una nueva crisis mundial del capitalismo. Quizás sea la más aguda desde aquella de los años ’30. Aún no nos ha tocado y, quienes dirigen la economía y las finanzas de la nación, consideran que estamos a salvo o, al menos, sólo tendremos pequeños remezones, si mantenemos la estabilidad de la que nos enorgullecemos tanto en este momento. No es para menos. Las reservas internacionales crecieron de 1.800 a cerca de 8.000 millones de dólares, la deuda externa disminuyó en 50%, los emprendimientos de gran proyección en infraestructura e industria, marcan un ritmo distinto que, además, se sitúa en un contexto diferente al que se vivía en las crisis del siglo pasado.

Pero los hechos son tozudos. Los planes de industrialización y construcción de infraestructura no dan resultado, mientras no se concreten. Tenemos la experiencia de la diversificación económica en los años ’50 y del potenciamiento en planes hidrocarburíferos y aceiteros en los ’70, que, al no concretarse, incrementaron los índices de atraso y empobrecimiento. Lo único concreto, en este momento, es el ahorro y la reducción del gasto que han permitido equilibrar nuestra economía, tan ruinosa durante los años de la capitalización. Los opositores, en su afán electoralista de desprestigiar al gobierno, afirman que vivimos peores crisis que en los tiempos de aquel modelo. Su equívoco, que no equivocación, se justifica porque ya no participan de los abultados beneficios de que participaban.

Volviendo al planteo: tenemos un respaldo financiero y una economía saneada. Guardar dinero sólo servirá para pagar los altos precios que, los países enriquecidos nos cobrarán mañana mismo, para salir de la crisis que están viviendo. Es preciso readecuar el Programa Nacional de Desarrollo, con proyectos que generen empleo, dando así respuesta a la crisis mundial en los marcos señalados por la Constitución Política del Estado vigente. Hay que desatar el nudo que amarra los planes de vivienda. No es posible que se anuncien diez mil casas y se entregue ochocientas. Un plan de vivienda con activa participación de los sectores interesados disminuiría radicalmente las trabas burocráticas que fomentan la corrupción.

La soberanía alimentaria es un programa en que se está trabajando arduamente. En este plano, hay que incentivar el interés y la participación plena de los campesinos. Sólo para el trigo que requerimos se necesita sembrar más de 300 mil hectáreas. Pero tenemos grandes posibilidades de extender los cultivos de quinua que, en la planificación alimenticia, debe implementarse de inmediato. No es con experimentos de cultivos exógenos o con la vista puesta en mercados externos, que puede reactivarse la economía rural. Las grandes inversiones que se hagan deben tener dos objetivos de inicio: cubrir la demanda interna de alimentos y lograr el retorno de miles de campesinos que hoy viven hacinados y en la miseria, en los barrios periféricos de las ciudades. Después, porque las grandes extensiones de tierra con que cuenta Bolivia lo permiten, se podrá programar la exportación de productos agrícolas y pecuarios.

La política vial juega un rol importantísimo en este proceso. Abrir las posibilidades de empleo a grandes contingentes de trabajadores, podrá darse con la construcción de carreteras, pero también de ferrovías. Estas últimas tienen un costo de construcción mucho más alto pero son permanentes, al contrario de las primeras cuya mantención es constante y onerosa. Ahí no acaba el tema del transporte. Teniendo dos importantes cuencas fluviales no hacemos uso de ellas como rutas de comunicación.

Por supuesto, todo esto requiere de fuertes inversiones. Hay que hacerlas. Debe comenzarse con los fondos que se han recuperado en estos cuantos años. Dos mil millones de dólares, para comenzar, es una cifra importante. En base a ella puede trabajarse, con la ventaja de que, los intereses generados por esa cifra, quedará en manos de la gente. La distribución equitativa del ingreso dejará de pasar de oficina a oficina, de burocracia a burocracia. Estará en manos del pueblo.

Un argumento más. Al término de esta crisis, contando con el apoyo de nuestros amigos y aliados, habremos construido una infraestructura económica, productiva, social y comunitaria sólida con la que siempre soñamos y ahora sí es posible realizar. Sólo entonces podremos decir que ya comenzamos a vivir bien.