El microbiólogo británico David Clyde y el médico español Julián de Zulueta pensaron que, infectándose con parásitos debilitados, abrirían el camino hacia la vacuna. Tras décadas sin apenas avances, los últimos hallazgos son esperanzadores
La amenaza de la pandemia se mitiga gracias a la ciencia. Miles de expertos de todo el mundo se afanaron el año pasado para desarrollar una vacuna contra el coronavirus en tiempo récord. Condensaron en meses lo que, en condiciones normales, requeriría años de investigación. No siempre ocurre. Siglo y medio después de que se identificaran los parásitos responsables de la malaria, todavía no existe una vacuna eficaz. La más avanzada pertenece a la farmacéutica británica GSK, pero su eficacia no supera el 36 %. Las últimas investigaciones son esperanzadoras. La Universidad de Oxford ha presentado una inyección con un 77 % de efectividad y un grupo de voluntarios alcanzó una protección superior al 80% tras aceptar infectarse con el parásito, según el responsable del experimento, el médico estadounidense Patrick Duffy.
El origen de esta última estrategia se remonta a mitad del siglo pasado, cuando el microbiólogo británico David Clyde y el médico español Julián de Zulueta pensaron que, infectándose con parásitos debilitados, abrirían el camino hacia la vacuna. Probaron la idea en ellos mismos. En las décadas posteriores apenas se registraron avances. El estudio más prometedor lo desarrolló en los años ochenta el colombiano Manuel Elkin Patarroyo, pero su inyección solo es efectiva en un tercio de los casos. La vacuna contra la malaria sigue atascada, mientras que la inyección contra la covid-19 ha pulverizado todos los registros. Los expertos explican que existen dos diferencias importantes. Una es económica, y responde a la falta de financiación que reciben los programas que luchan contra el paludismo. La otra es científica. El ciclo del parásito es complicado, pues dispone de multitud de mecanismos de evasión. No en vano tiene más de 30 millones de años de antigüedad y muchísimas más cepas que el coronavirus.
La malaria es una afección que se trasmite por la picadura de un mosquito. Los síntomas aparecen después de una semana: escalofríos, fatiga, dolor de articulaciones y cabeza, vómitos y fiebre alta. Uno de los problemas que existen a la hora de controlar la enfermedad es la resistencia del parásito a los medicamentos conocidos. Eso, cuando se accede a ellos. Cada año mueren medio millón de personas en el mundo. No obstante, las nuevas investigaciones suponen un halo de esperanza. Los expertos creen que la nueva estrategia podría erradicar la enfermedad de forma definitiva. La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha certificado este mismo año que China ha dejado atrás el paludismo. Solo 40 países han obtenido esa certificación. En los últimos años lo han conseguido El Salvador, Argelia, Argentina y Uzbekistán, muchos de ellos territorios en los que hace medio siglo trabajó el médico español Julián de Zulueta, cuya importante labor se diluyó en el tiempo como un azucarillo.
Zulueta, que murió hace cinco años, trabajó en una veintena de países de tres continentes. En la mayoría de ellos era la primera vez que se abordaba el problema de la malaria. Los dayak de Borneo le apodaron Tuan Nyamok (el señor de los mosquitos) cuando convivió con ellos en 1953 en una de sus primeras misiones como epidemiólogo de la OMS. “Siempre he tratado de ir a los sitios y vivir como la gente que pesca paludismo; no verlo de lejos, sino de inmediato: en las casas, durmiendo como dormían quienes vivían allí, en sus hamacas”, relató el científico en sus memorias, publicadas en 2011. Por eso propuso a sus colaboradores que salieran de noche al campo y se dejasen picar por los mosquitos. El mismo modus operandi que sigue el experimento codirigido por Duffy.
El investigador sufrió náuseas, dolores musculares y fiebre, pero sabía que, gracias a la cloroquina, la enfermedad no sería mortal. Tras varios días recuperándose en la cama, comprendió a lo que se enfrentaba y el sufrimiento que causaba en aquellas personas que sufrían el paludismo crónico. Zulueta descubrió el vector que transmite la dolencia y también que los mosquitos tienen preferencia por unas personas sobre otras. Durante décadas, su casa fue un Land Rover mitad caravana mitad ambulancia que condujo a través de desiertos y guerras como la de Afganistán, donde fue tiroteado. En todas aquellas aventuras le acompañó su esposa Gillian y sus tres hijas. No obstante, su figura apenas es reconocida en España.
“La gente que estudió en la Institución Libre de Enseñanza es como Epicuro: les gusta vivir ocultos. A Zulueta no le importaron nunca las modas ni ser popular”, explica José García-Velasco, director de la Residencia de Estudiantes. En su opinión, las investigaciones de su amigo fueron pioneras en la lucha contra la malaria. “El problema es que para desarrollar la vacuna debe existir inversión farmacéutica, y nunca la hubo. El paludismo es una enfermedad de pobres”. Tanto que la OMS estima que la irrupción de la covid-19 duplicará las muertes que provoca. La pandemia, entre otras cosas, ha dificultado la distribución de mosquiteras tratadas con insecticidas y medicamentos antipalúdicos.
En 2019 la malaria se cobró 409.000 vidas en el África subsahariana, donde se registran el 93 % de las víctimas. Dos de cada tres eran niños menores de cinco años
En 2019, último año con datos, la malaria se cobró 409.000 vidas en el África subsahariana, donde se registran el 93 % de las víctimas. Dos de cada tres eran niños menores de cinco años. Si las previsiones de la OMS se cumplen, la tasa de mortalidad volverá a cifras que no se veían desde hace dos décadas. Quienes conocieron a Zulueta coinciden en que esos datos molestarían al científico, que se jubiló en 1977, pero que mantuvo toda su vida el compromiso con la investigación de la enfermedad. De hecho, en 2006 pidió al rey Juan Carlos que le dejara abrir la tumba de Carlos I para analizar su momia y averiguar de qué había muerto. El monarca denegó la solicitud, pero permitió extraer muestras de un dedo amputado durante la sepultura de 1868. El análisis confirmó que había sido víctima de la malaria.
Zulueta tuvo una vida de película. Nació en Madrid en 1918, tras acabar la Primera Guerra Mundial, y fue bautizado con champán por su tío, el dirigente socialista Julián Besteiro, del que recibió el nombre. Su padre fue ministro en la Segunda República y más tarde diplomático, primero en Alemania, donde el joven Zulueta escuchó a apenas unos metros de distancia cómo Hitler explicaba la matanza en la noche de los cuchillos largos, y luego ante la Santa Sede, donde le sorprendió la Guerra Civil. La familia se exilió en Colombia, donde el chico estudió Medicina. Realizó un posgrado en Cambridge y en 1947 comenzó a trabajar en el laboratorio de Medicina Tropical de la Fundación Rockefeller en Colombia. Cinco años más tarde se incorporó a la OMS. Cuando se jubiló, se instaló en la ciudad malagueña de Ronda. Se convirtió en su alcalde en 1983.
“Tuvo un rifirrafe con el anterior alcalde y eso le motivó a presentarse. Para nosotros era un extraño, pero gozaba de un gran prestigio internacional”, explica Juan Fraile, que formó parte de aquella candidatura del PSOE. Fraile, que luego sería regidor de la localidad, recuerda que Zulueta tenía las ideas claras, pero poca relación con la gente porque “estaba a otro nivel”. “Se presentó porque tenía conciencia ciudadana. A él, lo que le interesaba era luchar contra la especulación y defender el pinsapo, la Sierra de las Nieves, el oso pardo o la trashumancia”, admite García-Velasco.
El científico era también un apasionado de la historia de la medicina y de la navegación. Sus estudios contribuyeron a explicar cómo las enfermedades influyeron en las batallas importantes. Zulueta defendía que España perdió en Trafalgar por culpa del zumo de limón, ya que los británicos sabían que la vitamina C evitaba el escorbuto. También consiguió localizar en Reino Unido los cuadernos de bitácora de las naves inglesas que hundieron Las Mercedes en 1804 y que sirvieron como prueba en la batalla judicial que dio al Gobierno español el triunfo sobre la empresa cazatesoros Odyssey. Su amigo García-Velasco recuerda que, con 88 años, lo sorprendió sorteando olas en la playa de Gerra, en Cantabria. Una metáfora perfecta de su larga vida. Pero, a pesar de esa longevidad, no vivió lo suficiente para contemplar el desarrollo definitivo de la vacuna contra la malaria. Un sueño que cada día está más cerca.