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“¡Oh, Jerusalén!” de Elie Chouraki

El sionismo en el cine – Tercera parte

Fuentes: CounterPunch

Autor: LARRY PORTIS,  Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens Las representaciones del liderazgo en «Éxodo» fueron cuidadosamente tramadas para crear apoyo en USA y en otros sitios para el Estado de Israel. Por este motivo los complots y las estratagemas de los dirigentes mundiales que crearon la situación brillan conspicuamente por su ausencia […]

Autor: LARRY PORTIS, 

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Las representaciones del liderazgo en «Éxodo» fueron cuidadosamente tramadas para crear apoyo en USA y en otros sitios para el Estado de Israel. Por este motivo los complots y las estratagemas de los dirigentes mundiales que crearon la situación brillan conspicuamente por su ausencia de la historia. En «Kedma,» al contrario, la ausencia de dirigentes y de toda caracterización del liderazgo apunta a tener un efecto enteramente diferente: es decir la evocación del odio y de los sufrimientos humanos causados cuando la gente es transformada en un instrumento al servicio de proyectos políticos e ideológicos.

Otros retratos de la guerra entre los sionistas y los que los combatieron han tenido menos éxito, sea como ejercicios de propaganda o como llamados a la razón. En la primera categoría habría que colocar la miríada de películas que prepararon al público para los prejuicios racistas que subyacen el guión de «Éxodo». Tenemos que agradecer a Jack G. Shaheen cuya investigación de los estereotipos anti-árabes en el cine de USA parece ser concluyente. Durante un período de veinte años, Shaheen vio la mayoría de los más de 900 filmes y series de televisión producidos en USA en los que se presenta a árabes. Aunque encontró unos pocos en los que muestran a los árabes de manera positiva, Shaheen estableció que en este tema el cine en USA ha sido sobre todo un vector para la transmisión de estereotipos aborrecibles: «Llegué a descubrir que Hollywood ha destacado a los árabes como facinerosos en más de 900 películas de largo metraje. La vasta mayoría de los villanos son jeques, mozuelas, egipcios y palestinos. El resto son malvados de tez oscura de otros países árabes, como ser argelinos, iraquíes, jordanos, libaneses, libios, marroquíes, sirios, tunecinos y yemenitas.» Lo que no vemos en esas cintas es tal vez aún más importante: «Faltan en la vasta mayoría de los guiones imágenes de hombres, mujeres y niños árabes normales; viviendo vidas ordinarias. Las películas no muestran intercambios entre amigos, eventos sociales y familiares.»

Estas imágenes son enteramente lógicas considerando el patrimonio orientalista de los Siglos XVIII y XIX. Como señala Shaheen, el orientalismo en las artes y letras rindió un servicio duradero a los que deseaban dominar las regiones árabes. «Artistas y escritores europeos,» dice, «ayudaron a reducir la región a una colonia. Presentaron imágenes de desiertos desolados, palacios corruptos y zocos inmundos habitados por el «otro» cultural – el perezoso, barbudo, árabe pagano musulmán.»

Era, por lo tanto, natural que los cineastas USamericanos se entregaran a una estereotipación tan manifiestamente racista. Las nociones «orientalistas» que definían a los árabes forman parte de una sapiencia convencional generalizada, de una ideología actualmente fuertemente arraigada que adula las pretensiones «nacionales» y justifica modelos de dominación a todos los niveles de la existencia humana.

En USA, la receptividad a las percepciones culturistas y racistas de los «árabes» ha sido facilitada por una especie de memoria histórica respecto a los USamericanos nativos. Evidentemente, un «árabe» era de cierto modo semejante a un indio americano, incluso si no era posible ignorar por completo las diferencias. Aunque no se podía negar que los árabes habían logrado conquistar gran parte del territorio que había constituido el Imperio Romano, a pesar de ello no habían desarrollado la cultura «racionalista» que terminaría por llevar a «Occidente» a lograr una civilización superior. Igual como los indios de las llanuras se convirtieron en el arquetipo de los indios USamericanos en general, así la imagen del beduino nómada tipifica al árabe en la imaginación popular.

En efecto, existe una serie de coyunturas históricas relacionadas que parecen haber llevado a la existencia de la arabofobia contemporánea. El «cierre» de la «frontera» en USA, anunciado oficialmente en 1890, coincidió con el fin virtual de las campañas militares contra las tribus nativas USamericanas en el Oeste en los años noventa del Siglo XIX. Fueron los días en los que se inventó la tecnología de la película cinematográfica y, a fines del decenio, comenzó a ser comercializada. Simultáneamente, Teodoro Herzl concibió y organizó durante esos años el movimiento sionista.

Otro elemento en este cuadro es la preocupación europea por su establecimiento, y la justificación de su presencia en África del Norte y en otros sitios en los países árabes. Si Francia, donde fue inventado el cine, tenía un interés especial al respecto en Argelia, Túnez y otros sitios, todos los países europeos industrializados se vieron obligados a intrigar para lograr influencia en Oriente Próximo por la urgente necesidad de recursos petrolíferos tan severamente ausentes en Europa durante el auge de la industrialización y la carrera hacia la Primera Guerra Mundial. ¿Es sorprendente, en este contexto, que Georges Méliès haya promovido, durante los primeros años del Siglo XX, las películas «orientalistas» convencionales que mostraban a hombres árabes crueles y deshonestos y a mujeres árabes sexualmente provocadoras?

Desde los años noventa del Siglo XIX y durante todos los años veinte del siglo pasado, precisamente cuando la propaganda sionista imponía con éxito una nueva serie de términos para referirse a los residentes de Palestina, el cine cultivó estereotipos culturales que justificaban las ambiciones imperiales. Un ejemplo revelador es el mencionado por Allen Gevinson: Eleanor Roosevelt, la culta y (relativamente) progresista esposa del presidente Franklin D. Roosevelt, se mostró receptiva al proyecto sionista para la judaización de Palestina porque un pueblo nómada – los «árabes» palestinos – podía ser desplazado sin causarle penurias importantes.

Éste es el contexto histórico general en el que debemos comprender el proyecto «Éxodo» y por qué tuvo tanto éxito. El éxito de «Éxodo» de Otto Preminger puede ser explicado por las predisposiciones culturales de las poblaciones (occidentales) a las que se proponía informar y entretener y los tremendos recursos financieros y técnicos dedicados a la producción y la distribución. «Kedma» de Amos Gitaï’ nunca pudo abrigar la esperanza de competir bajo esas condiciones.

Incluso después de la emergencia de Israel como la entidad política y militar más poderosa en Oriente Próximo, la idea de que el Estado judío es vulnerable debido a sus vecinos, y no por las consecuencias de la limpieza étnica esencial para el proyecto sionista, es aceptada seriamente por millones de personas.

A pesar de ello, ha habido cambios en la forma como se ha percibido al Estado sionista. El evento más importante que provocó una reevaluación de Israel fue probablemente la «guerra preventiva» lanzada en junio de 1967. La «Guerra de Seis Días» fue una sorpresa para gente que había llegado a pensar en Israel como un país pequeño y vulnerable, cuya existencia misma era un milagro considerando los dirigentes y masas de árabes implacables que lo rodean. Los eventos de 1948 y el audaz ataque contra Suez en 1956 no habían modificado esa imagen. «Éxodo» como película y novela son en gran parte responsables.

Después de la guerra de 1967, se dedicó más atención crítica a la realidad del Estado sionista. Lógicamente, este nuevo interés se expresó a menudo como un interés en la población de Palestina antes y después de 1948. Por primera vez los medios populares de comunicación, colocaron a la defensiva ideológica al Estado israelí, especialmente porque la principal consecuencia de esa guerra fue la conquista y la ocupación del resto de Palestina histórica, incluyendo a Jerusalén Este y las Alturas de Golán en territorio sirio. Repentinamente, cada vez más gente comenzó a formular ciertas preguntas. ¿Quiénes eran los palestinos? ¿Qué les había sucedido? En 1969, la primera ministra israelí, Golda Meir, provocó controversia al sugerir que los «palestinos» nunca han existido. Durante el mismo período, la Organización por la Liberación de Palestina se destacó por su difícil lucha dentro y fuera de Palestina propiamente tal.

A pesar de toda la pantalla ideológica, era difícil negar la legitimidad de los motivos de queja palestinos contra el movimiento y el Estado sionistas. La existencia y el sufrimiento de los palestinos se convirtieron en un hecho que había que encarar, y el único problema era cómo hacerlo. En 1973, la Asamblea General de la ONU votó una resolución proclamando que «el sionismo es racismo.»

En 1972, la publicación de un libro: «¡Oh, Jerusalén!» de Larry Collins y Dominique Lapierre que relata la batalla por Jerusalén en la guerra de 1948, fue una reacción ante la nueva situación. Los autores eran dos periodistas: uno USamericano, el otro francés. En este impresionante relato histórico, basado en entrevistas con docenas de participantes y sobrevivientes de la Guerra, descubrimos la existencia de personas palestinas de todas las clases y confesiones religiosas. Muchos destacados dirigentes, a ambos lados de la Guerra, autorizaron el acceso a archivos privados y públicos, junto con mucho tiempo, posibilitando así las investigaciones de los autores. El resultado fue un estudio indudablemente impresionante y útil,

La tesis implícita de este éxito de ventas comercial (del que aparecieron extractos antes de su publicación en Reader’s Digest y que fue editado en inglés y francés) es que ambos lados tenían motivos para combatir. En particular, se describe claramente la injusticia cometida contra los palestinos. Hay una crítica implícita de algunas facciones del movimiento sionista. Lo más destacado: las acciones de las organizaciones terroristas sionistas Irgún (dirigida por el futuro primer ministro Menahim Begin) y la Banda Stern (dirigida por el futuro primer ministro Yitzhak Shamir) son mostradas como de un racismo fanático determinado a la limpieza étnica. La masacre de Deir Yassin es discutida integralmente, al punto de detallar las ejecuciones sumarias de hombres y mujeres, el asesinato de niños, las violaciones y los robos que involucró. No nos dicen, sin embargo, que cientos de aldeas fueron destruidas en toda Palestina durante esta guerra.

A pesar de ello, para crédito del libro, revela que incluso el Palmach y el Haganá no se preocuparon por los derechos humanos y de propiedad de los palestinos.

En general, la guerra es presentada como una especie de tragedia humana casi inevitable que debiera contar con toda nuestra compasión y comprensión. Además, al leer el libro se recibe una clara impresión de ecuanimidad.

Sin embargo, hay más que una sugerencia de parcialidad en el libro. Por ejemplo, la pérdida de una parte del territorio incluida en el lado palestino del Plan de Partición rechazado de la ONU es atribuida a la debilidad y a las rivalidades entre los dirigentes árabes. Aunque los palestinos no son deshumanizados en este libro, como lo son en «Éxodo» de Leon Uris, el efecto cumulativo de leer 600 páginas de citas, narrativas y análisis revela gradualmente al lector que las fuentes judías o sionistas están mucho más presentes que las de los palestinos o de otros participantes «árabes» en la guerra. Además, parece haber una consecuente subestimación de los preparativos y ventajas militares sionistas, tal como puede haber demasiado énfasis en las explicaciones culturales o psicológicas de los fracasos árabes. Lo que es más fundamental, existe una premisa esencial que el libro nunca cuestiona: el presunto derecho del pueblo judío a migrar en cantidades masivas a un territorio que ya estaba poblado.

El director francés de la película, Elie Chouraki, hizo de «¡Oh, Jerusalén!,» estrenada 34 años después de la publicación del libro, una ficcionalización melodramática que se inspira sólo superficialmente en la erudita historia escrita por Larry Collins y Dominique Lapierre. Chouraki dramatizó algunos personajes históricos reales, y creó otros, a fin de hacer un llamado a la «paz» que evita cuidadosamente la discusión de cualquier tema con la excepción de la declaración de que ambos «pueblos» tienen un derecho histórico a Palestina.

A veces, Chouraki muestra que ciertas revelaciones hechas por Collins y Lapierre, tales como la campaña de atentados terroristas contra vecindarios residenciales árabes en Jerusalén Oeste, siguen siendo inaceptables, vistos desde una perspectiva sionista. Es porque «¡Oh, Jerusalén!» es una cinta sionista ya que llama a aceptar el status quo sin cuestionar los fundamentos del Estado sionista.

El que sedicentes «republicanos,» en Francia, USA u otros sitios, puedan continuar apoyando la idea de un Estado religioso sin destacar con horror el aumento del confesionalismo político en general, es un fenómeno notable. Es una prueba del continuo poder de la idea sionista de que el nacionalismo judío es sancionado por la divinidad y al mismo tiempo una solución para el antisemitismo por todas partes. Ambas ideas carecen de todo fundamento real. La película de Chouraki muestra que la ideología del orientalismo y de la propaganda sionista, tal como es expresada en «Éxodo,» sigue apoyando la ocupación de Palestina y la opresión de los palestinos. Por suerte existen voces, como la de Amos Gitaï, que persisten obstinadamente en sus esfuerzos por ser escuchadas.

Fin

Larry Portis es profesor de estudios USamericanos en la Universidad de Montpellier en Francia. Para contactos, escriba a: [email protected]

http://www.counterpunch.org/portis01202007.html