Las crisis que se viven en América Latina tienen distintas sustancia y color, pero un solo denominador común, que es la miseria alentada por los programas de ajuste financiero. Y quizás en ningún otro lugar del continente los colores de la crisis son tan dramáticos hoy en día como en Bolivia, un país de crónica […]
Las crisis que se viven en América Latina tienen distintas sustancia y color, pero un solo denominador común, que es la miseria alentada por los programas de ajuste financiero. Y quizás en ningún otro lugar del continente los colores de la crisis son tan dramáticos hoy en día como en Bolivia, un país de crónica pobreza con una población compuesta por indígenas aymaras y quechuas en 60 por ciento. Son los indígenas quienes se hallan a la cabeza de las movilizaciones populares, y muchos de sus reclamos parecen familiares: la reforma agraria para los campesinos sin tierra, tantas veces prometida desde la revolución de 1952, y la reivindicación de los recursos naturales, por ejemplo.
Ya lograron que se revierta la privatización de los servicios de agua potable, y ahora van por la nacionalización de los hidrocarburos, entre huelgas de transporte, bloqueo de carreteras y marchas sobre la capital. Es tal su fuerza que ya derrocaron en 2003 al presidente Gonzalo Sánchez de Losada, y no ha tenido más que renunciar su sucesor, Carlos Mesa, inerme frente a la crisis. Son ellos quienes encarnan hoy a la izquierda.
Tampoco es extraño que los indígenas defiendan el milenario cultivo de la coca, proclamada por ellos una hoja sagrada y no una droga, y sustento de decenas de miles de campesinos pobres de la región del Chapare. Los cocaleros, encabezados por el líder aymara Evo Morales, lograron elegir 36 diputados en los comicios nacionales del año 2002.
Pero quieren mucho más. Quieren la existencia de una nación aymara, según la proclama del Movimiento Indígena Pachakuti, encabezado por el otro líder aymara del altiplano, Felipe Quispe. Su antiquísimo sistema de gobierno comunal, que regula las relaciones sociales y de familia, y el uso de los recursos naturales y del trabajo, sería la base bajo la cual se organizaría la nueva nación indígena. «La independencia es la única manera de terminar con siglos de opresión racial», según su propuesta. Quispe es reconocido como el Mallku, la suprema autoridad política masculina de un binomio sagrado marido-mujer, el ayllu-marka.
¿Para allí todo? El departamento de Santa Cruz, el más grande y el más rico del país, que comprende 70 por ciento del territorio boliviano con la tercera parte de la población nacional de cerca de 8 millones y medio de habitantes, y los hidrocarburos en su subsuelo, también quiere la independencia. La independencia para formar una nación predominantemente blanca, y mestiza de blancos y guaraníes. La propiedad de la tierra está en Santa Cruz, en su mayor parte, en manos de sólo 150 familias. Al grito de ¡patria camba o muerte!, ya ha surgido el Movimiento Nacional Camba de Liberación, obviamente de derecha, que tiene un «destacamento de vanguardia», los querembas, que en guaraní quiere decir «guerreros».
Los arrogantes «cambas» no quieren saber nada de los aymaras y los quechuas, «atrasados y miserables», dicen, «donde prevalece la cultura del conflicto, comunalista, prerrepublicana, antiliberal, sindicalista, conservadora, y cuyo centro burocrático (La Paz) practica un execrable centralismo colonial de Estado que explota a sus colonias internas, se apropia de nuestros excedentes económicos y nos impone la cultura del subdesarrollo».
Alegan tener el índice de desarrollo humano más alto de Bolivia, y muy por encima del promedio de América Latina, con apenas 7 por ciento de analfabetismo, y ser el quinto productor de soya del mundo. Y entre sus méritos apuntan también servir de sede a 600 actos internacionales al año, incluidos 40 concurso de belleza.
¿Puede llegar a deshacerse Bolivia como entidad nacional? Buena pregunta. El conflicto actual se está viendo generalmente desde fuera como un recrudecimiento de la antigua crisis que se llevó a Sánchez de Losada, y asimismo tiende a apreciarlo la comunidad internacional. En el Congreso Nacional, que tiene muchas dificultades para reunirse debido a los constantes disturbios, está en discusión una ley de autonomía territorial que podría detener el conflicto separatista, pero quizás sólo por corto tiempo. Se están jugando a fondo cartas de nacionalismo regionalista, y chauvinista, que podrían llegar a ser irreconciliables, hasta desembocar en una lucha entre indígenas pobres y blancos y mestizos ricos y acomodados, o entre independentistas y poder central. Y la visión de una Bolivia desmembrada, cada uno quedándose con la parte que le corresponde, creyendo ser la mejor, es una visión de ilusionista de feria, para empezar.
Una ilusión que podría terminar en dos repúblicas, una de productores de hoja de coca, y otra de productores de cocaína, entre otras cosas. Una tarde, de paso por Santa Cruz, donde debía cambiar de avión, unos amigos me dieron el más extraño de los tours: visitar los barrios elegantes donde sobresalen entre las arboledas las mansiones de los narcotraficantes, y de los beneficiados del tráfico de droga, y un paseo a lo largo de una carretera vecina al aeropuerto para contemplar las fulgurantes filas de avionetas estacionadas, donde se transporta la droga.
Pero la peor de las ilusiones es que la Bolivia rica de la sierra, la República Soberana de Santa Cruz, pueda sobrevivir sola tras botar lastre, o que la Nación Aymara, pobre y marginada, pueda ser viable bajo un régimen precolombino de marido-mujer, como el del ayllu-marka. Para empezar, el líder de los aymaras del altiplano, Felipe Quispe, y el líder de los aymaras cocaleros, Evo Morales, son ya enemigos a muerte, por disputas de poder. Y los líderes ricos de la República Camba no cuentan con la adhesión de la masa de indígenas guaraníes, y de campesinos y mestizos pobres, que serían los súbditos de esa república.
Una sola cosa es cierta. El proyecto de nación que ha alentado la existencia de Bolivia desde la independencia parece haberse agotado bajo la égida neoliberal, que no ha resuelto el asunto de la pobreza y ha agudizado los conflictos al punto de estos avisos de desintegración. Y ese fracaso hace las veces de sombrero del mago perverso, que hace saltar de su sombrero las ilusiones doradas, tan refulgentes como falsas.