Por fin, en este accidentado y violento fin de sexenio el muy anunciado desde la campaña de 2018 cambio de régimen ha asomado, ha llegado. Nunca la autonombrada Cuarta Transformación definió en qué consistía tan rimbombante anuncio o en qué nueva forma de régimen desembocaría. Como si un enunciado tan simple y abstracto bastara para definir cambios trascendentes, necesarios, sí, y acordes con lo requerido por la nación.
Ahora sí, a partir del pasado 5 de febrero, un racimo de iniciativas presidenciales, 18 constitucionales y dos a leyes secundarias —asumidas también desde un inicio por la ahora presidenta electa, Claudia Sheinbaum Pardo— ha perfilado el nuevo régimen anhelado por el presidente Andrés Manuel López Obrador: partidización y control del poder judicial, militarización total y permanente de la seguridad pública (Guardia Nacional), eliminación de órganos con autonomía constitucional que acotan al Poder Ejecutivo (INAI, Cofece, Comisión Reguladora de Energía, Instituto Federal de Telecomunicaciones, etc.), o control sobre ellos (INE, CNDH), eliminación de las diputaciones de representación proporcional, y con ello, de las minorías en la Cámara de Diputados y el Senado. En pocas palabras, supremacía absoluta y sin contrapesos del poder presidencial.
No es algo estrictamente nuevo en nuestra historia nacional. En el siglo XIX los caudillismos omnipotentes fueron dominantes durante largos periodos en la joven república. Si bien el periodo de la República Restaurada, los diez años en que los civiles Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada gobernaron bajo la potestad de la Constitución liberal, se buscó romper con esa lógica, el ascenso de Porfirio Díaz al poder, primero por un golpe militar y luego refrendado mediante múltiples reelecciones, restableció el predominio total del Ejecutivo sobre cualquier otro componente del Estado: imposición de los gobernadores, de los senadores y diputados, y de los presidentes municipales más importantes, aunque todos ellos pasaran por un proceso electoral más aparente que real. En el siglo XX el régimen posrevolucionario renovó el autoritarismo bajo la modalidad conjunta de un presidencialismo absolutista y un partido de Estado, el fundado en 1929 por el jefe máximo Plutarco Elías Calles, Partido Nacional Revolucionario, transformado durante el cardenismo en Partido de la Revolución Mexicana y por el alemanismo en 1946 en el PRI.
Como se sabe, durante largas décadas el partido oficial, manejado enteramente por la voluntad del presidente en turno, funcionó como partido virtualmente único, sin oposición o con una oposición extremadamente débil (el PAN, principalmente, y algunos organismos de vida más efímera). Gobiernos estatales y Congreso fueron ocupados en su totalidad por el PRI, salvo algunas simbólicas diputaciones ganadas por el panismo o adjudicadas al PP-PPS de Vicente Lombardo, o al PARM de ex militares revolucionarios, para aparentar un pluralismo en realidad inoperante.
Hoy, la súper representación que el INE y el Tribunal Electoral dieron al oficialismo en la Cámara de Diputados, y la mayoría casi calificada en el Senado — acrecentada con la traición de dos legisladores electos bajo el emblema del PRD, en extinción, más lo que se acumule— hace del Legislativo la pieza clave, a través de la cual se operarán los cambios constitucionales y legales diseñados desde la presidencia. La absoluta sumisión del Morena, PT y “Verde” son garantía de un renovado poder presidencial sin cortapisas ni contrapesos. La reforma al Poder Judicial avanza ya en ese sentido: una restructuración profunda del Estado para afianzar el dominio de un poder sobre los otros. El contar con un partido de Estado, dotado de los mayores recursos económicos, políticos y propagandísticos, permitirá también asegurar en la mayoría de los casos el señorío del presidente en las elecciones locales: gobernadores y congresos. Un neopriismo o, para usar un término apreciado por López Obrador, un neoporfirismo pleno.
¿Qué significa, entonces, este proceso de reconcentración del poder en la presidencia y su partido como aparato electoral y legislativo? Sin duda, como ya se ha manifestado por opositores, comentaristas y estudiosos del sistema político y constitucional mexicano, un retroceso a tiempos pasados, una reversión de los avances democráticos logrados durante poco más de tres décadas bajo —y muchas veces a pesar o en contra de— los gobiernos priistas y panistas. Es un cambio drástico a la República misma como hasta ahora la hemos conocido y, de hecho, la erección de un nuevo andamiaje de poder de carácter unipolar, pero articulado en dos niveles: la presidencia de la República como pieza clave y centro rector, y el Congreso, dependiente de ella y operador de cualquier cambio que al Ejecutivo se le antoje realizar. El Poder Judicial y la Suprema Corte de Justicia, quedarán prácticamente anulados, imposibilitados de actuar con autonomía. ¿No desde ahora se amenaza a sus miembros con someterlos a juicio político, destituirlos y hasta hacerles cargos penales?
Entre las experiencias de gran concentración del poder en nuestro país hay otra, menos conocida y recordada, ocurrida en el periodo de los caudillismos militares de la temprana República, antes de la pérdida de Texas y de la intervención francesa de 1838. A mediados de 1835 el Congreso, originalmente con tinte político moderado y dividido en dos cámaras, fue ganado por los centralistas, que decidieron modificar la constitución federalista de 1824. Unificaron la Cámara de Diputados y el Senado formando un solo cuerpo legislativo y durante más de un año, de octubre de 1835 a diciembre de 1836, expidieron las llamadas Bases Constitucionales o las Siete Leyes. En éstas se fortaleció, dotándolos de más atribuciones, tanto al Ejecutivo como al poder Judicial, mientras se restringían las facultades del Legislativo.
Pero en la Segunda Ley, por encima de la triada de poderes separados ideada por el barón de Montesquieu, y bajo la clara influencia de Benjamin Constant, que formuló la teoría del “poder neutro”, el Congreso mexicano estableció un cuarto órgano, denominado Supremo Poder Conservador. “Este nuevo poder —nos ilustra Reynaldo Sordo Cedeño— tenía como función regular los actos de los otros poderes, cuidar de que las leyes fueran observadas exactamente, declarar cuando alguno de ellos quebrantara la Constitución o se excediera en sus facultades y declarar cuál era la voluntad nacional en los casos extraordinarios que pudieran ocurrir. […] Este Supremo Poder no era responsable de sus acciones más que ante Dios y ante la opinión pública, y sus miembros en ningún caso podrían ser juzgados ni reconvenidos por sus opiniones” (En Patricia Galeana, Comp.: México y sus constituciones. 2ª edición. México, FCE, 2003).
Durante la vigencia de esas leyes, cinco individuos integrantes del Supremo Poder se colocaban por encima de la presidencia, el Congreso y el poder Judicial, pudiendo reconvenir a sus integrantes o recusar incluso sus resoluciones. Era una forma, sin anular la división formal de poderes, de concentrar el poder todo de la República en una sola instancia. Es, acaso, el antecedente del porfirismo y el régimen priista de su apogeo, entre Miguel Alemán y Carlos Salinas de Gortari. Pero no es muy distinto lo que a lo largo del sexenio que está por expirar (y que pretende perpetuarse como “segundo piso”) hemos presenciado. Es el presidente el intérprete único de la voluntad del “pueblo”, en cuyo nombre se descalifica las acciones de cualquier forma de oposición y, sobre todo en el periodo reciente, de la Suprema Corte y el PJF en su conjunto. El Tribunal de Disciplina Judicial en el proyecto lopezobradorista aprobado ya en la Cámara de Diputados, integrado por cinco miembros (curiosa casualidad) electos por voto popular, se colocaría por encima de la ya no suprema Corte de Justicia y sustituiría, con facultades henchidas, al actual Consejo de la Judicatura Federal. Pero al igual que los ministros, magistrados y jueces, estos tribunos, electos popularmente, resultarán fácilmente partidarios, por la lógica electoral misma; es decir, morenistas seguros. Y podrán vetar resoluciones judiciales, del mismo modo que los tribunos de la República romana podían hacerlo con las del Senado.
La justificación política del Supremo Poder Conservador de 1835 era preservar la vigencia de la constitución de 1824, a la cual, empero, los centralistas realizaban modificaciones. La del nuevo tándem Ejecutivo-Legislativo es la de supuestamente avanzar en la democratización del poder, cuando en realidad es lo contrario: convertida esa fórmula en Supremo Poder Restaurador, su verdadero propósito es centralizar el poder estatal y restaurar el ya conocido régimen que predominaba con que reinaban gobernantes como Luis Echeverría o José López Portillo. Muy pronto, de no ocurrir algún hecho imprevisto, en esas nos veremos los mexicanos.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH.
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