Cuando en el año 1964 el golpe de estado del general Barrientos cerraba el acontecimiento político más importante del siglo XX boliviano, la Revolución Nacional del 52, Sergio Almaraz Paz no atribuía la asonada militar a la energía de la oposición. Por el contrario, en su Réquiem para una república aseguraba que el ciclo de […]
Cuando en el año 1964 el golpe de estado del general Barrientos cerraba el acontecimiento político más importante del siglo XX boliviano, la Revolución Nacional del 52, Sergio Almaraz Paz no atribuía la asonada militar a la energía de la oposición. Por el contrario, en su Réquiem para una república aseguraba que el ciclo de transformaciones desatado por la revolución de abril había ido sufriendo un larvado decaimiento interno, desahuciándose hasta que le llegó «el tiempo de las cosas pequeñas». Nada nos habilita, en rigor, a trazar semejanzas directas en la historia, pero lo cierto es que esta imagen tan nítida convoca a realizar una serie de apreciaciones sobre la causas íntimas de la derrota del evismo en su intento de perdurar hasta 2025. En principio, Evo Morales, pese a ser un dirigente con un olfato político inigualable, no logró percibir que tenía que dejar de ser lo que siempre fue, quizás lo más difícil: nunca dejó de ser el jefe, el primus inter pares (no solo es el presidente de Bolivia desde hace 10 años, hace mucho más del sindicalismo campesino). Querer ya nuevo mandato cuando el actual termina en 2019 sonaba a una perpetuación conservadora, a una ambición desmedida, a una anticipación confiada, a querer torcer una Constitución gestada por las misma sociedad en movimiento (que encima lleva la pluralidad en su núcleo). Insiste una pregunta sencilla: ¿Era políticamente necesario que Evo Morales permanezca en cumbre del Estado Plurinacional por tanto tiempo?
Sobre esta incomodidad inherente al acto mismo de querer extender la concentración del poder se asentaron los golpes últimos a la ética del gobierno: favoritismo en los contratos con una empresa China gestionada localmente por una eventual amante de Evo, corrupción en el Fondo Indígena, un vicepresidente que en verdad no posee su licenciatura en matemáticas, 6 muertos y 30 heridos tras extraños sucesos en la alcaldía opositora del El Alto. En este sentido, el rechazo parece haberse gestado naturalmente, en sus rasgos generales, en el envés de uno de los mayores capitales con los que cuenta Evo Morales, el de encarnar a un servidor intachable de Bolivia. Este fracaso en la tentativa de permanecer llama a pensarlo como una vuelta de tuerca más a las contrariedades que vienen sufriendo los gobiernos progresistas en la región, ya que tras la derrota de la oposición el gobierno nacional había sabido hacer bien lo que otros no supieron. En efecto, el MAS no solo timoneo la economía, también brindó una imagen ética del núcleo dirigente, avanzó sobre el díscolo poder judicial, logró una influencia aceptable sobre los medios de comunicación, y no dejó de tener las credenciales para demostrar una relación «orgánica» con las organizaciones sociales, virtudes que no son tan comunes en otros gobiernos progresistas de la región. No por nada Bolivia fue vista como uno de los procesos mas intensos de la región.
Quizás lo más difícil de procesar sea que la apelación a la estabilidad y a la buena gestión debe a su vez recrear un rumbo de cambio nuevo. Sumado al desgaste natural de 10 años de gobierno, y pese a los buenos números de la economía -independientemente del descenso del valor de los commodities-, los proyectos más ambiciosos parecieron perder peso. Las dificultades del salto industrial -entendibles en un país poco industrializado ciertamente-, conviven con un extendido extractivismo, un frenó drástico de la reforma agraria y un perfil de desarrollo muy atento al crecimiento en términos de aumento del PBI, datos que no dejan de estimular la paradójica virtud «integradora» de enriquecerse. Las fisuras dentro del masismo, en la que no escasean los achaques de corrupción y el clásico rentismo y clientelismo estatal, se intensifican con la exclusión de las organizaciones indígenas y una cerrazón clara del pluralismo y la participación ampliada. Es en torno al proyecto político donde no escasean las fisuras, un problema mayor al de la suerte de una figura.
Así las cosas, no habría que exagerar las consecuencias malsanas de la derrota, sin contar que es el correlato de un triunfo: tal es el arraigo de Evo Morales en el pueblo boliviano que imaginó que podía prevalecer durante 20 años. Entre tanto presidencialismo y peso de los liderazgos, no está mal que el MAS se va arrojado a pensar en el recambio y en las causas de la derrota, bien leído puede convertirse en un llamado de atención para los años que vienen. En el nuevo escenario, cierto es que se recrea la imagen de las dos bolivias que parecía sepultada desde que en el año 2008 el masismo derrotó de manera fulminante a la oposición, pero también que el MAS está obligado a reinventar su narrativa, su práctica emancipatoria y el antagonismo que supo ser el nervio de la movilización social, porque lo mejor del proceso de cambio ha sido la Bolivia plebeya. Indudablemente la Revolución Nacional del 52 marcó la impronta histórico-social del país durante todo el siglo pasado, y aun hoy puede leerse como continúa la escritura del «libro de abril». De igual modo, puede aventurarse que los cambios que la movilización social reclamó en el ciclo político que despunta en el 2000, y que el MAS en cierta medida representó, van a perdurar en el tiempo. Sin embargo, aunque la oposición es muy heterogénea y se unió en masa esta vez, es necesario evitar la letanía, sobre todo a la vista de que una extrañeza de la historia pueda propiciar el peor de los escenarios: la más plena restauración neoliberal que trae consigo más de un signo en algunos países de Sudamérica.
Bruno Fornillo es Investigador de la Universidad de Buenos Aires / CONICET, Argentina.