La disputa que surge entre el gobierno y la media luna radica en que el primero incorpora, junto a las autonomías departamentales y con el mismo rango, también las autonomías de los pueblos originarios. García Linera dice «como recompensa a los 500 años de exclusión»; por su parte, la «media luna» exige el respeto al […]
La disputa que surge entre el gobierno y la media luna radica en que el primero incorpora, junto a las autonomías departamentales y con el mismo rango, también las autonomías de los pueblos originarios. García Linera dice «como recompensa a los 500 años de exclusión»; por su parte, la «media luna» exige el respeto al referéndum autonómico que, en ningún momento tomó tema las autonomías de los pueblos originarios. Sin embargo, los cívicos orientales no descartan este derecho de los originarios, pero subordinado a las autonomías departamentales.
El trasfondo de esta disputa radica en quien controla la mayor parte de los ingresos del país. Se habla de 22.915,9 millones de bolivianos anuales que ingresan al TGN por concepto de impuestos de diferente tipo y por regalías. Actualmente las regiones perciben el 18,8% de esos ingresos y con las autonomías pretenden lograr el 70%; el Estado, a su vez, hace desesperados esfuerzos por retener la mayor parte de la torta con el argumento de que sigue asumiendo la responsabilidad de financiar los servicios (educación, salud y otros), el pago de rentas a jubilados y el pago de sueldos a todos los dependientes del Estado.
Esta lucha por el control de los ingresos del país va aparejada por el interés de controlar también el poder político. Las regiones se empoderarían políticamente con las autonomías departamentales favoreciendo a la clase dominante oriental, y el gobierno central, hoy en manos del MAS, no quiere perder el papel de seguir siendo árbitro de la vida política nacional.
Esta disputa mezquina desde todo punto de vista deja de lado el interés general de la clase dominante de consolidad un Estado nacional burgués estable y poderoso como una garantía a sus intereses materiales de clase; para garantizar el principio de la intangibilidad de la propiedad privada de los medios de producción en todas sus formas, la seguridad jurídica para las inversiones extranjeras, el papel de la policía y del ejercito como guardianes de la propiedad privada, etc. La actual constituyente debería cumplir con la tarea de reconfigurar, en el marco de la política burguesa, el actual Estado en debacle como expresión del agotamiento político de la clase dominante. La consigna masista de «refundar una nueva Bolivia» nunca dejó de ser una consigna demagógica para engañar a la mayoría nacional.
Oportunamente hemos señalado que el Estado, como fenómeno superestructural, refleja un determinado grado de desarrollo de las fuerzas productivas y no es posible estructurar uno moderno sobre una base material donde sobreviven formas de propiedad y producción precapitalistas. En esta medida hemos anticipado que el destino de la actual constituyente es fracasar. Además, oportunamente hemos advertido que, por la vía de la constituyente, por la vía de las reformas no es posible la transformación del país ni del Estado. Hemos señalado que el único camino expedito para transformar Bolivia es acabando con la gran propiedad privada de los medios de producción y estructurar un nuevo Estado sobre la propiedad social; esta tarea solo puede cumplir la revolución social dirigida políticamente por el proletariado.
Lo que está ocurriendo en la constituyente es la confirmación de que ya dijimos. La clase dominante chata y agotada políticamente ya no atina a sobrevivir. La lucha que se desarrolla al interior de la constituyente entre las diferentes expresiones de la política burguesa señala que ésta ya no puede plantearse una política global que le permita sobrevivir. Lo lamentable es que no aparece nítida la política revolucionaria del proletariado capaza la cabeza de los explotados del país para anular el actual escándalo de la constituyente y orientar la lucha hacia la revolución social.