La marcha anual que se organiza en Semana Santa para llamar la atención sobre la situación en la que se vive en Centroamérica ha conseguido este año suscitar interés internacional. Puebla, México, abril de 2018: la marcha anual de Semana Santa para llamar la atención sobre la difícil situación de los ciudadanos centroamericanos, que habitan […]
La marcha anual que se organiza en Semana Santa para llamar la atención sobre la situación en la que se vive en Centroamérica ha conseguido este año suscitar interés internacional.
Puebla, México, abril de 2018: la marcha anual de Semana Santa para llamar la atención sobre la difícil situación de los ciudadanos centroamericanos, que habitan una región donde el índice de asesinatos es el más alto del mundo, ha suscitado este año el interés de las organizaciones de ayuda humanitaria internacionales, de las Naciones Unidas… y del presidente de los Estados Unidos.
Mientras la ONU instaba al gobierno mexicano a facilitar un salvoconducto que permitiera un tránsito seguro a los cerca de 1.200 ciudadanos que cruzaron la frontera sur del país, Donald Trump reaccionaba atemorizado, amenazando con desplegar unidades de la Guardia Nacional en su frontera sur, a más de 2.000 km de distancia.
A la marcha, o caravana, se le conoce popularmente como el Vía Crucis del Migrante. Se trata de un evento de periodicidad más o menos anual organizado por Pueblos sin Fronteras, una ONG que lleva más de diez años operando desde Arizona.
Como es bien sabido, un vía crucis reproduce el camino que Jesucristo tuvo que recorrer, según el cristianismo, hacia su ejecución: un recorrido en 14 etapas, o estaciones, en las que se relatan las cargas, humillaciones, consuelos, torturas y muerte que sufrió antes de resucitar y ascender a los cielos en el día que hoy se conoce como Domingo de Pascua.
En la históricamente muy católica Centroamérica, recordar el itinerario que marcan dichas estaciones es algo importante.
El Vía Crucis del Migrante, que en años pasados solía contar con una afluencia de menos de un centenar de personas, creció inesperadamente este año, aunque en retrospectiva quizás era de prever, según confiesa Ireneo Mujica, uno de sus organizadores.
La caravana de este año cuenta con muchos hondureños, lo que es indicativo de los niveles de violencia extrema que azota ese país y la profunda crisis política que padece tras las reñidas elecciones presidenciales de noviembre y posterior escalada de protestas ante las que las autoridades respondieron con un «uso excesivo de la fuerza«.
La caravana está formada en su mayor parte por mujeres, niños, menores no acompañados y personas del colectivo LGTBI, que se han visto forzadas a abandonar sus hogares y buscan protección al amparo de esta marcha organizada.
Según Médicos Sin Fronteras, en Honduras, incluso los hospitales son peligrosos para las víctimas de violencia de género, ya que no pueden garantizar su seguridad en sus instalaciones. Y su tránsito por México está plagado de peligros incluso para los más fuertes.
La violencia es el factor que determina de manera más directa el fenómeno migratorio en América Central. Una profesora canadiense que participaba en una conferencia sobre educación comparativa en el centro histórico de Ciudad de México decía que ella ya no viaja a El Salvador porque es «demasiado peligroso».
Hallar camiones cargados de emigrantes centroamericanos que se exponen a morir de calor y de sed, se ha convertido ya en algo habitual en México – ocurre incluso en los días en que se está celebrando la marcha.
Tras un alto en Oaxaca, un grupo reducido de personas se sale de la marcha para llegar hasta la ciudad de Puebla con el objetivo de continuar luego hacia Ciudad de México.
A lo largo del camino, estas personas pueden solicitar asilo político, ponerse en contacto con familiares en México, o incluso aprovechar los visados de tránsito de 20 días para intentar alcanzar la frontera con Estados Unidos y aventurarse a cruzarla.
Roberto Campos, un taxista de Puebla, cuenta que los hondureños llegan a la ciudad hacinados en camionetas y que aunque muchos de ellos consiguen terminar su viaje físicamente enteros, otros muchos no logran sobrevivir psicológicamente.
«Es un hondureño, es un hondureño», dice señalando a un hombre demacrado agachado en la sombra al lado de la carretera, y luego a otro hombre descalzo que deambula sin rumbo en un cruce. Roberto suele darles comida antes que dinero, para que no se lo gasten en bebida.
Aunque el estado de Puebla es muy industrializado y tienen su sede allí multinacionales extranjeras como Volkswagen y Audi, éstos son tiempos difíciles para la población local.
«Nuestras patrullas llevan Jettas, pero el salario mínimo aquí es de 88.36 pesos al día», explica Roberto, «y una comida barata, nada del otro mundo, cuesta al menos 150 pesos… No se puede tener un gobierno rico y una población pobre».
No parece, sin embargo, que la llegada de la caravana centroamericana preocupe mucho a los habitantes de Puebla. Mientras que Trump fanfarronea y azuza el miedo racista, y que los cuatro principales candidatos a la presidencia de México hacen frente común ante las represalias estadounidenses, los lugareños parecen desconcertados.
«No hacen ningún daño», dicen Saúl y Jesús, dos estudiantes de la Universidad de Puebla que están realizando entrevistas a turistas en el Zócalo para un proyecto estudiantil coincidiendo con la partida de la caravana de Oaxaca hacia Puebla.
Dos días más tarde, con los emigrantes ya en la ciudad, Marta y sus colegas de la recepción de la Casa de Oración San José insisten en que no hay nada que temer de la caravana: «Ellos vienen aquí cada año. Son creyentes».
A pesar de la generosidad de la gente con los emigrantes centroamericanos, la respuesta oficial es contradictoria.
Mientras que los Estados Unidos violan de modo flagrante el derecho internacional que prohíbe explícitamente el non-refoulement, o devolución de personas procedentes de países en los que su vida corre peligro, México ha ido repatriando centroamericanos discretamente, haciendo caso omiso del fundamento de sus peticiones de asilo.
Según un informe de Amnistía Internacional (AI) publicado el pasado mes de enero, el gobierno mexicano deportó a 80.353 emigrantes en 2017.
AI llevó a cabo una encuesta entre emigrantes centroamericanos en México y se encontró con que la mayoría desconocía su derecho a solicitar asilo. Los emigrantes encuestados también calificaron el trato recibido por parte de las autoridades mexicanas de «malo» o «muy malo».
En Julio de 2014, México lanzó su Programa Frontera Sur en respuesta a presiones, por parte del gobierno de Obama, para poner freno al aumento de niños centroamericanos no acompañados que atravesaban territorio mexicano y pedían asilo en los Estados Unidos.
Desde entonces, según Human Rights Watch, se ha concedido asilo a menos de un 1% de los menores interceptados en dicha situación.
A qué obedece que países prósperos, que se han edificado sobre la base de la inmigración, se centren en un número relativamente pequeño de refugiados indefensos? Basilio Villagrón Pérez, que ha estado acampando frente a la fiscalía en Ciudad de México en honor a los 43 estudiantes de magisterio desaparecidos en Ayotzinapa, lo califica de «terrorismo de Estado contra la gente que se organiza.
Los hijos de los indígenas y de los campesinos son siempre los más organizados y los que más se movilizan para protestar por sus derechos».
En el caso del vía crucis, lo que esta gente está reclamando es su derecho a emigrar, a cruzar unas fronteras que ellos no trazaron, a huir de la violencia, a buscar una vida mejor.
En un mundo donde los grandes negocios pueden operar transnacionalmente sin problemas, pero en el que la gente no puede circular incluso cuando teme por su vida, debemos cuestionarnos nuestras prioridades. Los emigrantes de la caravana se niegan a suplicar, están reivindicando sus derechos con dignidad.
Fuente: http://www.opendemocracy.net/democraciaabierta/danica-jorden/el-v-crucis-de-los-emigrantes
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