Tanto realismo, tanta aceptación de las relaciones de fuerza, muestra la voluntad de no transformarla Alejandro Horowicz En las recientes elecciones Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) no se pusieron en juego bancas sino la construcción de consenso sobre la supuesta capacidad de cada fuerza para captar votos hacia octubre, como excluyente vara de […]
Alejandro Horowicz
En las recientes elecciones Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) no se pusieron en juego bancas sino la construcción de consenso sobre la supuesta capacidad de cada fuerza para captar votos hacia octubre, como excluyente vara de medida de la fortaleza política. La batalla por si es Cristina Fernández de Kirchner o Esteban Bullrich quien ganó por unos centésimos de diferencia en la provincia de Buenos Aires sólo cobra sentido real como parte de la batalla por colocarse en el centro de la escena y alimentar hacia octubre una polarización que favorece a ambos.
Se insiste en un electorado dividido por mitades cuando los crudos datos indican la división del padrón de la provincia de Buenos Aires en cuartos: uno que no fue a votar por motivos diversos, otro que votó a Cristina, otro a Cambiemos y finalmente el que eligió alguna otra de las fuerzas.
En gran parte del resto del país lo llamativo fue la derrota del PJ en sus diversas alas, como en el caso de San Luis, Santa Cruz o Córdoba.
Será necesario hacer un análisis con más tiempo y pormenorizado, pero es posible adelantar algunas conclusiones gruesas y plantear algunos debates:
Una característica de la elección fue la apatía reinante, que hizo temer haya una baja participación, al punto que el diario La Nación editorializó llamando a cumplir con el «deber cívico» y el Clarín, fiel a su estilo, amenazó con las multas que debería abonar quien no fuera a votar. Su preocupación se correspondía con los interrogantes sobre la legitimidad y el consenso social del gobierno para ir a fondo con el ajuste y las transformaciones que las clases dominantes esperan. Esta apatía se correspondía con la falta de credibilidad de candidaturas vacías de contenidos y propuestas, contrastando con el tono épico que adquirió la campaña entre sectores de la militancia y los medios de (in)comunicación. Finalmente se votó en porcentajes similares a otras veces, aunque sin enamoramiento y con un alto porcentaje de voto «contra».
El gobierno de Macri confirmó y consolidó su predominio electoral. Si bien perdió votos en las zonas urbanas pobres lo compensó con un fortalecimiento en las zonas rurales. Lo logró canalizando un electorado con bronca contra el kirchnerismo y el apoyo de sectores que, aún hayan sido afectados económicamente por el gobierno, incorporaron los valores culturales e ideológicos de esta derecha moderna. Desde las izquierdas deberíamos tomar nota de la precariedad de un discurso centrado en reivindicaciones económicas frente a la capacidad que mostró el gobierno para construir un imaginario de otro futuro posible.
El kirchnerismo ha sufrido un fuerte golpe, obteniendo Cristina similar porcentaje de votos que Aníbal Fernández en el 2015, un candidato considerado impresentable. La derrota en Santa Cruz por más de 16% de diferencia va en el mismo sentido, con el agravante de que Alicia Kirchner encabeza un gobierno hambreador y represor. El argumento de una conspiración del gobierno nacional se agota ante el hecho de que Alicia Kirchner no se colocó al frente del pueblo y sus reclamos, sino respondió con criminalización y represión.
Cristina se topó con su techo a pesar de apelar a mostrarse como quien podía «ponerle un límite al gobierno para reconstruir la dignidad de la ciudadanía«.
Esto no descarta al kirchnerismo como una importante alternativa electoral (habrá que ver cómo se desarrolla la batalla en el PJ), aunque haya dejado de ser una alternativa política de mejora para el pueblo y de cierta soberanía nacional, no solo ni principalmente por la cantidad de votos obtenidos, sino por el agotamiento de su proyecto y sus propios límites económicos, políticos y sociales, que tuvieron su reflejo en las elecciones. Esta diferencia entre alternativa electoral y política fue ignorada por sectores de la izquierda que se han sumado a su campaña, con resultados pobrísimos.
La ya segura entrada de Cristina al Senado -sola o con Taiana- no cambiará el escenario nacional. Su ingreso a la Cámara alta probablemente obligará a rediseñar un nuevo pacto de gobernabilidad que hasta el momento le permitió al gobierno sancionar las leyes que necesitaba. Seguramente los nuevos acuerdos de gobernabilidad se combinarán con fuertes cruces verbales y el intento de aislar a Cristina para que sean sectores más cercanos al gobierno quienes se afiancen en la conducción del PJ. Pero no será el ingreso de Cristina al Senado lo que podrá derrotar al macrismo y su ofensiva redoblada, sino retomar la lucha popular en las calles, empresas, barrios y escuelas, con la fuerza y masividad que tuvo en el mes de marzo y que la burocracia sindical y el mismo kirchnerismo apaciguaron y fragmentaron para hacer prevalecer el voto.
Por su parte el Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT) se consolidó como fuerza nacional aunque sin un avance cualitativo que era dable suponer ante la crisis del kirchnerismo y dos años de gobierno macrista pleno de penurias para el pueblo, lo que obliga a reflexionar sobre las responsabilidades de la izquierda.
¿Cómo se entiende que tras dos años de «gobierno de los ricos» la derecha haya logrado esta elección que la consolida? Un reconocido intelectual de la izquierda que apoya al kirchnerismo, sin quererlo aporta algo de luz. En una charla reciente se preguntó ¿cómo podía ser que los pobres voten contra sí mismos? Y para ejemplificar esta supuesta contradicción relató que poco antes de las elecciones del 2015 estuvo en un barrio muy pobre de Varela que «sobrevivía gracias a la asignación por hijo«, donde se sorprendió cuando en el televisor de un bar apareció Cristina y todos estallaron en insultos. Esta bronca que el expositor no entendía, nos despierta dos preguntas alternativas ¿cómo es posible no entender que tras 12 años de gobierno un barrio pobre prefiera el «cambio» antes que la «defensa» de lo que apenas les permitió «sobrevivir»? Y por sobre todo ¿qué le ocurrió a esta izquierda que se alejó tanto de los de abajo, hasta el punto de ya no entender y endilgarle, con cierto elitismo, la responsabilidad al pueblo?
No son menores, entre los problemas a superar, lo que esta campaña electoral ha evidenciado en las izquierdas. Problemas que si bien se han mostrado descarnadamente en lo electoral, revelan dificultades en las prácticas cotidianas y, principalmente, en los rumbos estratégicos, que se hace imperioso y urgente debatir. No podemos imitar esa soberbia falta de autocrítica de las cúpulas kirchneristas y debemos mirarnos a nosotros mismos, en un debate colectivo, para comprender y aprender de nuestros errores.
La nueva izquierda en retroceso
Quien sufrió un severo golpe en estas elecciones fue la nueva izquierda, que nació poniéndole el cuerpo a la lucha contra el neoliberalismo en los ’90 y que decidió -tras no pocos ásperos debates- incorporar la trinchera electoral a sus batallas.
La abstención electoral había perdido eficacia y raigambre social cuando el kirchnerismo se presentó como portador de un proyecto político que disputaba espacios a las izquierdas y recompuso las instituciones de la democracia representativa contra las que el pueblo se rebeló en el 2001.
Sin embargo, contra las expectativas de que la nueva izquierda abriera renovados cauces -aún en lo electoral- al hastío con la institucionalidad imperante y rompiera con la ritualidad de prácticas políticas legitimadoras del sistema, las organizaciones de este joven espacio político en su afán de no quedar afuera perdieron el rumbo, en apuestas electorales que no se diferencian sustancialmente de lo viejo y ya conocido. Se entendió que disputar política se refería sólo a lo electoral, en una asimilación acrítica de las prácticas políticas del progresismo. Se aspiró atraer a sectores del electorado adoptando lenguajes fragmentarios y no disruptivos, se promovieron individuos por sobre lo colectivo, se incorporaron estéticas del sistema y se establecieron alianzas con quienes cotizan en la vidriera de las personerías electorales aunque alejaran de los actores de los combates populares.
La participación electoral para visibilizar necesidades del pueblo sumergido y explotado, sus prácticas prefigurativas, sus luchas y sus sentires, para promover sujetos sociales que aspiren a trascender la sociedad capitalista patriarcal y colonial, quedó desplazada cuando no diluida, en una lógica donde lo prioritario es visibilizar la propia organización y candidatos. Como escribió Alfredo Grande, «las izquierdas… con la misma lógica de sus enemigos de clase, se ofrecen como productos para que el ciudadano los elija«. La política acaba reducida a un juego de roles en el que las dinámicas sociales reales no importan y lo único que cuenta es el venderse en la góndola electoral.
El electorado dio la espalda a una participación en listas diferentes, en acuerdos con viejos políticos -con sus malas y conocidas prácticas de agachadas frente al poder- o peor aún y cualitativamente diferente, con el partido garante de la gobernabilidad y la estabilidad sistémica (el PJ o alguna de sus alas), lo que señala problemas profundos que necesariamente debemos encarar a través de un debate que recupere rumbos estratégicos y redescubra que otra práctica política es posible, aún en el terreno electoral, a condición de que esta izquierda recupere la audacia e insolencia de sus no lejanos tiempos de juventud y se articule con los procesos de lucha contra la ofensiva del capital.
Una renovación de las prácticas políticas de las izquierdas que se hace esperar
Lo más probable es que una actualización estratégica y práctica de las izquierdas no venga de la mano de la izquierda partidaria. Pero la nueva izquierda, aún en construcción y búsqueda -intentando hacer pie en las veloces transformaciones sociales, políticas y culturales que atraviesan el mundo capitalista y los territorios en los que apuntamos a la construcción del poder popular- se quedó a mitad de camino.
Valorando positivamente que la izquierda partidaria -aunque sea a regañadientes y en forma limitada- haya puesto en pié una alianza, el FIT, que instaló en la opinión pública nacional una izquierda anticapitalista, es necesario constatar que esta apuesta tiene un techo bajo, al no ir más allá de lo electoral y no cuestionar la separación entre la esfera de lo político y de lo social con la que el capitalismo asegura su dominación.
En esta lógica es el Partido el que tiene el monopolio del hacer político mientras que al pueblo sólo le cabe luchar y movilizarse. Las luchas quedan así vaciadas de objetivos políticos que trasciendan el sector hacia los intereses más amplios del pueblo trabajador y la sociedad. La práctica de los Partidos queda reducida, por un lado, a «politizar» superficialmente captando militancia y votos para su agrupación y, por el otro, a intervenir en las luchas distinguiéndose más por la radicalidad de las medidas que por las propuestas situadas y de fondo que aporten a generar sujetos de cambio. Vale como ejemplo de los límites de la izquierda clásica la reciente lucha docente, en la que el corporativismo y la aversión burocrática de la conducción celeste hacia la democracia docente de base, no pudo contrastarse a fondo, lo que aprovechó el macrismo para ubicarse discursivamente como defensor de la educación. Se dejó de lado así la posibilidad de desplegar una lucha integral junto a familias, estudiantes y el conjunto del pueblo por la defensa y transformación de la educación pública y popular, de la que el reclamo económico y presupuestario es solo una parte.
La articulación de los múltiples sectores populares construyéndose como clase, como pueblo trabajador resulta fundamental.
La izquierda partidaria entiende que se construye el clasismo con la adhesión al programa revolucionario encarnado en el Partido y resume los procesos de su construcción en términos de organización y programa. Para la nueva izquierda, los procesos de construcción de clase se evalúan en términos de unidad e independencia del sujeto social, con un carácter esencialmente político, más allá de la lucha económica, ya que el capitalismo no sólo es un modo de dominación económica sino también de dominación política, cultural y de control y reproducción de la subjetividad. Deberá comprender que la explotación no se da sólo en las empresas sino en el conjunto de la sociedad. Deberá desmasculinizar el concepto de clase, incorporando las relaciones entre género y clase. Deberá también introducir junto a la defensa de la vida y el ser humano el respeto a los ciclos de la naturaleza expoliada. Deberá enfrentar el individualismo capitalista construyendo auto-organización comunitaria. Deberá antagonizar con el poder concentrado en el Estado pero también con la trama de poder que recorre todo el cuerpo social, para construir poder popular.
Hoy esta preocupación es, o debiera ser, de las principales. Por la fragmentación de la clase trabajadora, por el surgimiento de nuevas capas en ella, porque el capitalismo al combinar la explotación del trabajo con la acumulación de capital a través de la desposesión, el saqueo, empuja al surgimiento de nuevos sectores en lucha, porque la extensión de la mercantilización diseña nuevos terrenos de disputa. No hay semana en que esto no se exprese en decenas de luchas fraccionadas, desperdigadas.
La izquierda partidaria sigue aferrada a las viejas fórmulas y mantiene un clasismo que atrasa pero, clasismo al fin, la guía en las elecciones a no establecer alianzas con representantes de clases ajenas o antagónicas al pueblo trabajador.
La nueva izquierda nació de una vanguardia en la lucha contra el neoliberalismo, los trabajadores desocupados que, tras la pelea de Cutral-Có, Mosconi y Tartagal, se organizaron a lo largo y ancho del país en movimientos de trabajadores desocupados. Sin embargo le está costando salir de la «comodidad» de lo ya conocido para construir una multisectorialidad -una política integral que abarque al conjunto de los sectores del pueblo trabajador- sin la cual no puede existir un nuevo clasismo. Y esta izquierda, sin multisectorialidad de clase, pierde el rumbo más fácilmente, por lo que su construcción es una tarea pendiente que exige un urgente debate.
La izquierda partidaria necesita revisar la prioridad dada a la «pelea por la dirección» de los trabajadores, que desata una carrera sectaria de diferenciación permanente con organizaciones hermanas, ignorando las voces que exigen una real unidad de las izquierdas. Este sectarismo hunde sus raíces en una subestimación de las luchas populares en nuestro continente, desde las primeras resistencia de los pueblos originarios hasta la actualidad, en la que surgen nuevos sectores de clase y sujetos sociales no valorados; en el rechazo a nutrirse de las múltiples tradiciones y aportes ideológicos que se forjaron y forjan en esas luchas; en un internacionalismo abstracto que les impide articular con los reales procesos nacionales de transformación que libran los pueblos con una perspectiva latinoamericanista. No es menor su incomprensión de lo que se juega en Venezuela para toda América Latina, por lo que no se percatan de las coincidencias de algunos de sus sectores con la derecha golpista y pro yanqui al exigir la renuncia de Maduro, más allá de las legítimas críticas que pudiera hacérsele.
Una nueva izquierda se hace imprescindible y en América Latina ha comenzado a nacer. El levantamiento zapatista, las movilizaciones de Seattle, la rebelión popular de diciembre del 2001, las guerras del gas y del agua en Bolivia, el proceso revolucionario venezolano, las luchas de los pueblos originarios contra el extractivismo son algunos de sus hitos. A su calor -y recuperando el marxismo como herramienta y balanceando las experiencias revolucionarias del siglo XX- van construyéndose nuevas miradas político-ideológicas, por el momento inacabadas y que no han podido coagular en una síntesis, por lo que se enarbolan parcialidades como si fueran el todo, amenazando con un retroceso que ya es evidente, a pesar de las posibilidades de avanzar.
Revertirlo necesita de un profundo debate estratégico hacia una síntesis que renueve las izquierdas, para proyectarnos desde y más allá de las organizaciones de base construidas en la lucha social y trasgrediendo los márgenes acotados de lo que el sistema acepta como intervención política.
Desde la revolución a la democracia liberal
Si izquierdas y progresismos se distancian según se propongan combatir al capitalismo o se conformen con maquillar su rostro neoliberal en uno más «humano» o «serio», las divergencias desaparecen en un fuerte consenso sobre la necesidad de apoyarse en la institucionalidad «democrática», así se tenga mayor o menor tensión con la misma. Compañeros de una agrupación de «izquierda popular» lo sintetizan sin medias tintas: «avanzamos mucho desde que pensábamos la disputa electoral como «incomodidad» hasta admitir la centralidad de la acumulación electoral«.
Pero una cosa es comprender que la transformación revolucionaria muy difícilmente repita el «asalto a los cielos» del siglo pasado y deba integrar diversos momentos y procesos, incluyendo cierto grado de representación, y otra muy diferente es la aceptación sin crítica del régimen representativo liberal y la acumulación electoral como práctica política más relevante.
La tesis de la vía electoral se fortaleció con el triunfo de alianzas «progresistas» en la región, desde una visión que minimiza las profundas diferencias existentes entre estos gobiernos englobados como «progresistas».
Basta con considerar el paradigmático caso de Venezuela, que poco tuvo que ver con esta supuesta vía electoral. Hugo Chávez y el grupo de militares y civiles conmocionados por el Caracazo del ’89 y la represión que ocasionó miles de muertos, se levantaron en armas en el ’92 con el objetivo de terminar con la vieja República. Al salir de la cárcel en el ’94, Chávez centró su propuesta política en la disolución del Congreso y la convocatoria a una Asamblea Constituyente. Durante las elecciones del ’95 llamó a la abstención. Recién a mediados de 1997 -con una inserción masiva en el pueblo- decidió presentarse a las elecciones convocadas para el año siguiente con un Movimiento al que denominó Quinta República como señal de ruptura total con la República liberal del pasado. El socialismo del siglo XXI, el «poder comunal» y el «golpe de timón» del 2012 ya son más conocidos. Una historia muy diferente a la de las izquierdas dispuestas a avanzar despacito, pasito a pasito, en el escalafón electoral.
Lo paradójico de este consenso es que aparece en tiempos en que el capitalismo desecha los más mínimos rasgos de soberanía popular del régimen «democrático» y hasta la propia «representatividad» lo incomoda.
La democracia liberal nunca se asemejó a una real democracia ya que rechaza el poder soberano del pueblo y lo reemplaza por un «Estado de derecho» en el que el ciudadano no debe hacer nada (ni se le permite hacerlo ya que «el pueblo no gobierna ni delibera») sino hacer uso de «libertades» individuales, eventualmente y sin afectar el «derecho» del otro. Una historia latinoamericana de golpes militares durante gran parte del siglo XX llevó a valorar la importancia de estos derechos constitucionales, pero al costo de confundirlos con una real democracia.
Lo que sucede en los lugares de trabajo, en el rumbo de las políticas educativas y de salud, en el endeudamiento del país, entre otros muchos vitales asuntos, no están al alcance del debate y la voluntad popular, en esta «democracia» sin pueblo ni democracia. Ahora mismo el gobierno relega las reformas laboral, tributaria y jubilatoria para después de octubre para que no se «entrometan» en las elecciones.
A pesar de todo, durante parte del siglo XX las elecciones implicaron reales debates políticos entre multitudinarias organizaciones partidarias que disputaban programas alternativos. Pero esto acabó en la fase del capitalismo neoliberal, cuando la mercantilización de la vida penetró en todos los poros de la sociedad y el capital sometió más esferas de la vida cotidiana a las «leyes» del mercado, alejándolas de todo control democrático y reconvirtiendo las campañas militantes a la virtualidad efímera de los «me gusta». La «grasa» militante es suplantada por la magra presencia virtual de los trolls y los asesores de imagen. Las consignas para atraer al electorado se transforman en algo tan vacío que pueden ser suscriptas por cualquiera. Los sectores populares -aún yendo a votar- sienten cada vez más ajena a la casta de políticos profesionales con sueldos desproporcionados y partícipes de una corrupción que es endémica del sistema.
El uso del lenguaje es parte de la construcción hegemónica. Que se nombre a éste régimen «democracia» resulta una estrategia de simulación ideológica. Recobra valor simbólico la vieja sentencia del ex primer ministro británico Winston Churchill quien señaló que «la democracia es un mal sistema, pero es el mejor que tenemos«, abonando la falta de alternativas y la aceptación del «mal menor» como sentido común de importantes sectores populares y de la misma izquierda.
Pensar que puede mejorarse este régimen con un cambio del personal político o con aditamentos y reformas que lo hagan más participativo o protagónico, resulta ingenuo. Mucho más lo es creer que se pueden enfrentar los intereses del capitalismo sin luchar contra la República liberal y sin construir un imaginario popular de que si «la democracia es un mal sistema… cambiémoslo por otro».
Una sola lucha contra el capitalismo y la democracia liberal
Una compañera venezolana decía hace pocos días que «la revolución es la vida abriéndose caminos«. ¡Qué visión integral y totalizadora de la revolución! Contrasta con la mirada de las izquierdas que no aciertan a ir más allá de -aunque legítimos y necesarios- limitados reclamos sectoriales, relegando la pelea por acabar con el régimen político a un lugar de séptimo orden. Se convocó a votar por generalidades como una «nueva generación política«, a «los que vivimos como vos«, a los que llevarían «una voz diferente al Congreso» o, más lastimosamente, se pide el voto para tener «una oportunidad«, mientras lo que se pierde es la oportunidad de librar una batalla ideológica y cultural.
No se pidió el voto expresando un antagonismo con el Congreso sino aspirando a completarlo o mejorarlo con las voces que supuestamente le faltan.
Lejos de esto, los procesos más avanzados en nuestro continente -con sus límites y contradicciones-, como Chiapas, Bolivia y Venezuela, no pretendieron acoplarse o «mediar» con la institucionalidad del Estado sino anunciaron su aspiración a terminar con ella y construir una nueva institucionalidad democrática y popular, como los caracoles zapatistas, el Estado plurinacional o las comunas bolivarianas. En Ecuador, Rafael Correa ganó su primera elección anunciando que disolvería el Congreso y convocaría a una Asamblea Constituyente. En México, el Consejo Nacional Indígena (CNI) despliega una intervención electoral que no se propone conseguir un lugar en las instituciones genocidas sino «romper de raíz con el sistema impuesto desde la conquista«. María de Jesús «Marichuy», su candidata, no intenta descollar como nueva figura política sino ser fiel a su rol de «vocera» de los pueblos originarios y articular con el resto de los oprimidos por el capitalismo, desoyendo las voces que le reclaman se articule con el centroizquierdista López Obrador.
La política supuestamente «sensata» de pretender «lo posible», en cambio, señala el inicio de un camino de progresiva adaptación al régimen que culmina en el abandono de toda vocación transformadora como sucedió, tristemente, con el PT de Brasil o el Frente Amplio Uruguayo.
Desde una mirada supuestamente a la «izquierda», se suele considerar que la lucha por la democracia es un combate secundario en relación a la pelea contra el capitalismo. Pero ambas batallas escindidas resultan abstractas, ya que la lucha por una real democracia popular no es posible sin luchar por la desmercantilización de la vida. Y desmercantilización significa acabar con el capitalismo. Asimismo, sin la organización democrática del poder popular es imposible acabar con el capitalismo. Cómo evitar esta escisión y combatir el régimen institucional opresor -tanto desde dentro como fuera de los procesos electorales- son algunas de las cuestiones estratégicas que las nuevas izquierdas necesitamos debatir, si pretendemos intervenir sin perder el rumbo de la transformación social ni sacrificar perfiles identitarios esenciales para la emancipación.
«Politización» y «empoderamiento»: un debate obturado pero necesario tras la década Kirchnerista
En su discurso tras perder las elecciones del 2015 Cristina afirmo que «lo más grande que le he dado al pueblo es el empoderamiento popular«. Se suele dar por buena esta afirmación, junto con el reconocimiento a una supuesta politización durante este período. Pero necesitamos poner en cuestión los supuestos con los que el régimen liberal caracteriza estos términos, ya que su aceptación acrítica llevó a adaptar sensiblemente las prácticas de sectores de izquierda a los moldes propuestos por el progresismo.
El kirchnerismo asumió el gobierno tras la rebelión del pueblo, en especial de sus sectores más pobres. Su objetivo fue integrarlos al sistema a través de una extendida asistencia social y el otorgamiento de algunos derechos sociales, convenientemente recortados y resignificados, que habilitaron se hable de una «ciudadanía social».
Pero con todo lo que pueda valorarse una corrección siquiera mínima del daño que produce el capitalismo, sólo puede considerarse una profundización de la democracia en términos de los derechos pasivos y nada habilita a interpretarlo como un «empoderamiento» de los beneficiados por la asistencia. Menos aún cuando en Argentina, este asistencialismo consolidó estructuralmente la pobreza en un 29,7% de la población -según datos de CIFRA, el Instituto creado por el kirchnerista Hugo Yasky- y parió una burocracia de los «pobres», con la que poder negociar para sostener la gobernabilidad, cuyo exponente más claro es el Movimiento Evita .
Menos puede considerarse «politización» que miles de valiosos jóvenes -mayormente de sectores de clase media plebeya de grandes ciudades- entraran a una militancia sin mucha más alternativa que aplaudir y defender lo que desde arriba se decidía, envueltos en una mística de «transformación» que poco se compadece con los ideales de generaciones anteriores reivindicadas de palabra.
Nada entonces justifica coincidir en ese «empoderamiento» y «politización» que, de haber sido reales, hubieran garantizado un fuerte dique contra la derecha macrista que, a diferencia de la derecha venezolana, no necesitó desplegar una guerra económica o ataques terroristas, sino apenas una suelta de globos amarillos para atraer a sectores castigados que se arriesgaron por el «cambio».
El kirchnerismo asumió el gobierno con un país todavía conmovido en sus cimientos por la rebelión popular del 2001 y con un pueblo que había construido asambleas en muchísimos barrios para debatir que hacer con cada aspecto de la sociedad. Al dejar el gobierno, tras 12 años, la «politización» se restringía a lo promovido desde el Estado y un pueblo reducido a mero campo de maniobra. El reciente llamado de Cristina Kirchner a la CGT para que no convoque a movilizar sino a votar, no resulta en esta lógica un exabrupto ni una especulación electoralista, sino una posición de principios mantenida durante toda la década.
Como señala la mexicana Raquel Gutiérrez Aguilar » Hay otra mirada que se ha impuesto en los últimos años, de hegemonía progresista, que tiene que ver con objetivar las cosas. Cambiar el lugar analítico y plantear todo el debate como si lo único interesante fuera lo que está siendo protagonizado desde el poder. Mover, desplazar, encubrir, invisibilizar y producir olvido de lo que hicimos colectivamente. El retroceso y el «llamado fin de ciclo progresistas» no es el fin de las luchas sino la crisis de un modo de expropiación de las mismas .» Pero las izquierdas no podemos olvidar.
Una batalla en el peor terreno y el peor momento
Las izquierdas hemos sufrido una derrota ideológica en manos del progresismo al internalizar esta mirada que la compañera mexicana critica. De tanto mirar hacia arriba se llega a considerar al kirchnerismo como alternativa al neoliberalismo, a lo electoral como una definitiva guerra y a las elecciones en provincia de Buenos Aires como «la madre de todas las batallas».
L a derrota ideológica de gran parte de las izquierdas a manos del progresismo se expresa en la facilidad con que se elije dar batalla en este terreno como sea, aún a costa de dejar de lado inmensos terrenos de intervención política que, a diferencia del electoral, no se encuentran obturados por el kirchnerismo.
La escisión entre las tácticas y estrategias y el abandono de una estrategia independiente por parte de las nuevas izquierdas nos impide intervenir eficazmente para aprovechar una situación de extendida resistencia popular a la ofensiva derechista, un hastío mayoritario con la política partidista y una quiebra simbólica de las gestiones progresistas que, más allá de los votos que expresan la bronca al macrismo, ha dejado de ser vista por amplios sectores populares como alternativa de «cambio».
Las batallas por venir ya las anunció el propio gobierno y las exigen los editorialistas de la Nación y Clarín. Las clases dominantes intentarán avanzar con la reforma laboral, la extensión de la edad jubilatoria, la profundización de los proyectos extractivistas, los tarifazos y la reforma educativa. Asimismo, el regreso a las «relaciones carnales» coloca a la Argentina en primera línea de las agresiones a la Venezuela bolivariana y en anfitrión servil de la OMC y el G20. Nada de esto cierra sin represión -como lo expresa la desaparición de Santiago Maldonado-, por lo cual se hace urgente debatamos como daremos estas peleas que no son solo defensivas o reivindicativas, sino profundamente políticas. Las características de estas peleas son las que deberían pesar en la construcción de alianzas y articulaciones. Quedar fuera de éste combate político es lo que debiera ser la verdadera preocupación.
Revertir la derrota ideológica para relanzar la nueva izquierda necesita de un amplio debate sobre el alcance de lo «político», desde una mirada que recoloque la construcción de poder popular como uno de los ejes identitarios y estratégicos. Así como recupere que la política incluye pero va más allá de los espacios del Estado, con una mirada que vea en el territorio y en los nuevos sectores de lucha los principales ámbitos de intervención política.
Las nuevas realidades nos obligan a debatir los caminos para aportar a la construcción de nuestro pueblo trabajador como clase dirigente de la sociedad, interviniendo en todos los terrenos y con un andar firme hacia la unidad regional en un ALBA de los pueblos nuestroamericanos y un ecosocialismo feminista y radicalmente democrático.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.