La fuerza política que tienen los empresarios mexicanos es producto de una vieja reivindicación de los hombres del gobierno, regalada durante, el gobierno de Miguel de la Madrid, luego del discurso populista de Luis Echeverría, el asesinato de un empresario regiomontano y la expropiación de los bancos de López Portillo.
Miguel de la Madrid, sintió que debía recompensar a la cúpula empresarial para que perdonara estos actos considerados excesos, sobre todo en un momento álgido de la guerra fría, donde el antagónico de libre empresariado era el comunismo.
El empresariado mexicano exigía una recompensa por cada medida tomada por el gobierno que no conviniera a sus intereses, todavía el fantasma del comunismo no era bandera para esgrimir en México y cualquier liderazgo contrario se resolvía con la cárcel o la desaparición. Por esos años Andrés Manuel López Obrador era el director general del Instituto Nacional del Consumidor.
Las armas de los empresarios siempre han sido las mismas, más amenazas que hechos de sacar capitales, de cerrar fuentes de empleos, de despedir trabajadores, de imponer sindicatos blancos, de cerrar fábricas, que los gobernantes temían más por ingenuidad y miedo que por conocimiento o experiencia, y cedían espacios políticos.
Miguel de la Madrid, incorporó a empresarios en puestos políticos, matando dos pájaros de un tiro, en primer lugar, se reivindicaba con el empresariado y en segundo, le ofrecía al Fondo Monetario Internacional una muestra de que las políticas púbicas avanzaban por el rumbo dictado por la banca internacional, que era el principal condicionante para el otorgamiento de créditos, con los que vivió y disfruto la vida política el viejo régimen hasta hace unos años.
Desde entonces la solicitud de créditos creó un constante trayecto de dinero, de ida y vuelta. De allá para acá: créditos contantes; de aquí para allá, el pago puntual del servicio de la deuda.
Años antes, durante el régimen de Luis Echeverría, hubo hechos que encendieron focos rojos en el empresariado, entre quienes se encontraban los que más temían a la democracia de México, por atentar contra sus intereses.
Echeverría disfrazaba su demagogia con un discurso populista para sacudirse la responsabilidad de las muertes de cientos de estudiantes en 1968. Debía aparecer ante México y el mundo como un presidente progresista atraído por las transformaciones políticas de izquierda del momento. Exactamente una actitud antagónicamente diferente a la preocupación de Estados Unidos.
En ese panorama en 1975, surge, como contrapeso y en busca de un liderazgo único del empresariado. el Consejo Coordinador Empresarial (CCE). Desde su creación se dedicó a exaltar errores del gobierno, sin importar su ideología; a condicionar cambios en las normas; a cerrar alternativas políticas, a criticar a los personajes del gobierno, a chantajear disposiciones sociales. Así, según ellos no sólo conformaban un contrapeso sino que influían en la política económica de México.
Para los empresarios el abuso del poder no tiene nada que ver con la violación a los derechos humanos, esa anomalía sólo existe cuando las medidas del gobierno afecten sus intereses, lo demás es lo de menos. Así lo han demostrado en nombre de una acusación permanente de “violación al Estado de derecho”. El control del gobierno en tareas estratégicas como el suministro de la energía eléctrica es una expresión de totalitarismo para los sensibles empresarios mexicanos que quieren todo o nada.
El CCE tiene coherencia en el discurso político y congruencia en la militancia empresarial pero su pragmatismo contra las decisiones de gobierno se desgastó desde hace años, frente a un gobierno que regularmente le llevaba la delantera desde principios del siglo actual, mostrando sólo un grupo de inversionistas que actúa a la zaga y viajando en el último convoy de la historia.
Su discurso permanentemente crítico dejó sin contenido su presencia política. Siempre intentó convertirse en una fuerza social importante, una especie de sector del PRI, o en dominar las decisiones en la cúpula del PAN. Ahora frente a un gobierno al que algunos de sus líderes consideran peligroso dividen sus fuerzas para vencerlo como enemigo a muerte.
En días pasados, el CCE consideró que el gobierno ataca sin razón al sector privado, la causa que esgrime su líder, Carlos Salazar Lomelín, radica en que los empresarios sí respetan el marco jurídico y el Presidente de la República, no. Declaración en el marco del debate sobre la reforma eléctrica.
Esta declaración, a nombre de toda su agrupación, provocó descontento al interior del empresariado porque las empresas aludidas como beneficiarias de los acuerdos de 2013, con la reforma energética de Peña Nieto, no son todas las que integran su organismo que se divide y resquebraja.
El CCE está cada vez más lejos de sus afiliados y las cúpulas de ésta y otras organizaciones empresariales se aleja cada di más de sus representados, provocando una crisis que provocan desbandadas y deserciones.
Las viejas consignas se
desgastaron y sus objetivos caducaron. La visión de las cúpulas empresariales
en México ha sido rebasada por sus bases. Los membretes empresariales no representan
a la gran mayoría de los empresarios a causa del afán de sus dirigentes por
formar parte de la política en defensa de los intereses personales y no del
gremio.
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