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Reseña de La melancolía en tiempos de incertidumbre, de Joke J. Hermsen. Editorial Siruela, 2019.

«En la angustia de la depresión se encontraría uno de los alimentos del fascismo entendido como la añoranza de un pasado idílico perdido»

Fuentes: Rebelión

En los últimos tiempos se han publicado numerosos trabajos sobre la depresión que nos dan una idea de la crisis humana que vivimos. Con ellos se intenta explicar el aumento de las personas diagnosticadas y que va unido al consumo creciente de medicamentos, a numerosas bajas laborales o conductas autolíticas. Muchos de los análisis y […]

En los últimos tiempos se han publicado numerosos trabajos sobre la depresión que nos dan una idea de la crisis humana que vivimos. Con ellos se intenta explicar el aumento de las personas diagnosticadas y que va unido al consumo creciente de medicamentos, a numerosas bajas laborales o conductas autolíticas. Muchos de los análisis y balances críticos que se realizan en torno a esta cuestión resultan pesimistas e incluso alarmantes, consiguiendo un resultado adverso al aumentar la inquietud y empujando hacia la certeza de la imposibilidad de mejora o ‘cura’ de nuestra sociedad decadente. En este sentido, se agradece el enfoque diametralmente opuesto que tiene el libro de Hermsen y que le sitúa en la reivindicación de la creatividad poética, el amor y las relaciones sociales como única salida a esa pasividad angustiosa.

En La melancolía en tiempos de incertidumbre, Hermsen se refiere al estado de ‘depresión moral’ que ha ido consolidándose junto con la crisis del capitalismo y que ella señala como «un sentimiento más indefinible relacionado con la alienación, el desarraigo y la fatiga generalizada». De esta forma, explica cómo la depresión no tiene bases meramente individuales, a pesar de experimentarse y ‘gestionarse’ como si se tratara de un fracaso personal, sino que su cruel padecimiento se ha fortalecido a través de las técnicas totalitarias de un sistema de consumo y competencia liberales que han acabado por colonizar todos los aspectos de la vida cotidiana. Por eso, Hermsen deja claro que la solución profunda del problema va más allá de los recursos terapéuticos implicando una perspectiva política y social a partir de la cual poder recuperar nuestra relación con los demás en base a sentimientos de solidaridad y generosidad. Porque ese sentirse desarraigado no se circunscribe a las personas diagnosticadas como depresivas, sino que se extiende al común de la población.

El desarraigo del melancólico al que hace mención Hermsen se concreta en la íntima vivencia de perder el mundo, de sentirse expuesto a la intemperie de lo real sin un sentido. Es decir, en el vértigo de ese momento de horror en que la realidad aparece en su aspecto más caótico y absurdo. Una expulsión del mundo que nos aleja por añadidura de las personas que nos rodean. De modo que el Otro se convierte en alguien completamente ajeno hasta llegar a experimentar su presencia como una amenaza. A partir de ahí, las relaciones con los demás se asientan sobre la desconfianza y el miedo. A esto se une el abandono de las dinámicas clásicas de reconocimiento social, que no pueden ser sustituidas con eficacia por las redes virtuales, además de la crisis económica y laboral que ha disuelto cualquier ilusión de estabilidad. De esta forma, el modo en el que estamos en el mundo acaba por escaparse de cualquier control y anida en nuestro interior una sensación de impotencia corrosiva que nos empuja más allá de la frustración o la ansiedad, dando lugar a respuestas irreflexivas, egoístas y violentas. Por eso, para Hermsen, en la angustia de la depresión se encontraría uno de los alimentos del fascismo entendido como la añoranza de un pasado idílico perdido y la búsqueda de un chivo expiatorio al que culpar del propio sufrimiento. Del mismo modo que la depresión se ceba con las personas con menos ingresos y nivel de estudios, al haber perdido la autonomía en el devenir de sus vidas, así el fascismo se apropia de esa melancolía para convertirla en una agresividad mezquina. El ascenso de estos movimientos reaccionarios va unido a la crisis del capitalismo, pero, también, al sentimiento de impotencia apoyado en las pasiones más tristes y ruines.

Sin embargo, la belleza y el valor del libro de Hermsen residen en el equilibrio que logra entre el diagnóstico crítico y una propuesta emancipadora y serena. Algo que nos libera del repetitivo recorrido por las miserias que nos rodean y de las que somos radicalmente conscientes. El texto supera los derroteros más manidos y prefiere partir de un ejercicio de apropiación de la melancolía. Hermsen nos impele a sumergirnos y abrazar esa tristeza que nos rodea sin caer en el terror, ni en la patología medicable. Su propuesta es la de recuperar las habilidades culturales que nos permitían hasta hace poco integrar en nuestra existencia los sentimientos más oscuros a través de un ejercicio racional mesurado, consciente y creativo. De ahí que las primeras páginas del libro se dediquen a realizar una pequeña historia de la melancolía reseñando, por ejemplo, como Aristóteles la concebía como esa bilis negra capaz de inspirar ideas geniales. Para Hermsen, la melancolía debería volver a comprenderse como un sentimiento universal que aparece en todos los pueblos y en todos los momentos históricos. No sólo es necesaria la eliminación del estigma que pesa sobre la persona deprimida, sino la integración en el relato íntimo y personal de esos momentos de melancolía como vivencias imprescindibles e, incluso, fundacionales. El verdadero problema está en haber perdido las herramientas lingüísticas, compartidas y creativas que nos permitían reconciliarnos con esa tristeza al colocarla a la base de una suerte de ‘renacer’ cotidiano. Llegados a este punto, Hermsen no intenta concretar la responsabilidad de la psicología y su patologización de las pasiones en el deterioro de estas habilidades, aunque sí señala directamente a Freud como el primero que elimina la genialidad al melancólico. El padre del psicoanálisis no sólo etiquetará a la persona atrapada en la melancolía como enfermo y le prescribirá el pertinente tratamiento clínico, sino que le ridiculizará haciéndole sentir culpable al indicar que sufre «delirios de insignificancia» por lamentarse de haber perdido algo que no sabe bien qué es.

Lo que sí constata Hermsen es el fracaso de las distintas terapias más o menos científicas, igual que las dificultades para determinar claramente los síntomas en el DSM o especificar los pasos en el camino de la cura, a lo que hay que sumar la incapacidad de los fármacos para mejorar los estados de ánimo. De este modo, ha cundido cierta mistificación en torno al deprimido que emerge de las oscuras ascuas como una auténtica ave fénix. A fin de cuentas, si echamos una mirada a dos ejemplos de relatos sobre la depresión como son El mito de Sísifo de Camus y las memorias publicadas hace un par de años por la editorial Capitán Swing del escritor norteamericano William Styron, Esa invisible oscuridad, parecería que ‘simplemente’ el sufrimiento del melancólico se va amortiguando muy poco a poco, hasta que llega un día en que se toma conciencia de haberlo superado. Y, de hecho, a pesar de mantenernos en la ignorancia con respecto al remedio, los dos ejemplos a los que me refiero se encuentran en las antípodas a la hora de valorar la melancolía. Pues, mientras Camus sigue concediendo a la tristeza cierta capacidad productiva y creativa impulsada por una angustia siempre presente en el interior humano, Styron renuncia a la cura de sí e, incluso, a identificar las posibles causas del malestar a través de una terapia que busque la elaboración de un discurso integrador.

Precisamente, me gustaría detenerme un poco en la descripción que realiza Styron, porque su planteamiento le coloca en el extremo opuesto a la propuesta de Hermsen. Para él, la tristeza de convierte en un elemento absolutamente ajeno que se apodera de su existencia. Es más, al no ser capaz de encontrar ningún motivo o hecho que explicara causalmente su depresión, Styron acaba por concederle una suerte de existencia ontológica hasta casi personificarla. De esta forma, la melancolía acaba siendo un enemigo que ataca en los momentos de debilidad. Y cuando Styron constata su fracaso a la hora de enfrentarse a ella, decide ‘abandonarse’ a la institución psiquiátrica y los psicofármacos, porque la tristeza le ha incapacitado para la vida al arrebatarle cualquier deseo o voluntad. En este sentido, Esa invisible oscuridad se convierte en una contundente muestra del fracaso de la cultura occidental a la hora de mirar a la melancolía a los ojos. Por eso, no puede extrañarnos que Styron la describa con las siguientes palabras: «La depresión es un desorden psíquico tan misteriosamente penoso y esquivo en la forma de presentarse al conocimiento del yo -del intelecto mediador- que llega a bordear lo indescriptible. De este modo permanece casi incomprensible para aquellos que no lo han experimentado en su forma extrema (…)». Lo único que Styron consigue identificar claramente es el horror que comienza a invadir su organismo desde el momento en que cae la tarde, sofocándole y bloqueando cualquier acto o pensamiento.

Ante el trémulo e incapacitante silencio descrito por la persona deprimida, sólo hay una posibilidad de evitar la parálisis y de caer en la patología: impedir que el pensamiento lógico se obstine en ese ‘hiperrealismo’ con el que se presenta la vivencia de la ausencia de sentido. Y empleo el término hiperrealismo porque el melancólico abraza la tristeza como consecuencia de haber llegado a una certeza aparentemente positiva, racional y verdadera de que lo Real en sí no ofrece sentido alguno. Aunque la salida que se propone es tan sencilla como imposible, al rozar un absurdo que sólo puede ser eludido con la distancia de la ironía. Para Hermsen se trataría de volver a ‘hablar el mundo’ para convertirlo en un hogar. Porque así es cómo el ser humano se ha protegido y ha logrado cuidarse hasta ahora, dando lugar a una labor colectiva. En definitiva, el pensamiento más racional no vale de nada ante la herida abierta de lo Real. Su indigencia debe evidenciar las posibilidades de otros derroteros del espíritu ligados al deseo, los sueños o la imaginación.

En cualquier caso, la relectura de la tradición que realiza Hermsen resulta sumamente evocadora, al igual que esa voluntad por recuperar conceptos como la eudaimonía aristotélica entendida no como goce, sino como un «esfuerzo constante por ser una persona mejor, vivir con motivación y aspirar al bien para nosotros y para los demás». Porque esa felicidad serena y deseante surge de un proceso de autoconocimiento largo y complejo que no debe sostenerse en una llamada a la responsabilidad, sino en la reinstauración de dinámicas de cuidado de sí. El matiz es importante, teniendo en cuenta que ni en las situaciones más extremas el suicida puede ser rescatado con ese amor al Otro convertido exclusivamente en una carga. El impulso que detiene la mano levantada contra uno mismo surge de otra parte, como escribía Styron: «Y no menos imperiosamente comprendí que no podía cometer aquel sacrilegio conmigo mismo». Por tanto, el cuidado de sí se retoma desde cierta forma de orgullo o de dignidad que obliga al reconocimiento en las propias acciones o deseos. El objetivo primero de la cura será romper con la vergüenza y el miedo que el deprimido siente ante sí y, por extensión, ante los demás, desplegando estrategias colectivas y generosas.

Por eso, Hermsen reivindica a los filósofos que supieron reapropiarse de la melancolía sin arrojarnos a la angustia y haciendo de ella un momento de intimidad y duelo desde el que emerger renovado. Y, con la misma elegancia, el libro reivindica el origen adolescente y personal de esa tristeza, cuando se produce el paso del orden de lo imaginario a lo simbólico. Es entonces cuando las personas suelen hurgar complacientemente en esa oscuridad hasta que logran encontrar ese motor creativo que se ofrece como única posibilidad de rescate. A partir de ahí, será necesario comprenderse como seres en movimiento, en constante adaptación, alimentados por renovados sueños. Y es en este punto donde se demora el libro de Hermsen, en el amor experimentado como un volver a casa y un cuidado de sí, a lo que añade la idea de Hannah Arendt de la vida como nacimiento constante, como el rebrotar de la existencia tras cada inmersión melancólica.

Lo único que podemos reprocharle a La melancolía en tiempos de incertidumbre es detenerse en el punto en que lo hace, sin profundizar en el análisis del juego entre lo posible y lo imposible que apunta al tratar la obra del filósofo alemán Ernst Bloch. Solamente señala la riqueza del concepto de esperanza blochiano, dejándonos a las puertas de una reapropiación de la vida individual y colectiva, casi utópica. En este sentido, me hubiese gustado que Hermsen se adentrarse más en la descripción de ese cuerpo nómada, en ese movimiento impelido por el deseo que nos aleja de la melancolía. Es cierto que durante todo el libro incide en la necesidad de lo poético unido a lo amoroso, pero esta idea no arraiga en una reivindicación clara de lo maravilloso, en una interpretación de esas herramientas de cuidado de sí como reencantadoras del mundo. De modo que el libro termina de manera un tanto abrupta, dejando al lector con la necesidad de dar una vuelta más de tuerca, quizás de una exaltación o de un goce que sumar a esa eudaimonía. Aunque con este movimiento brusco nos alejaríamos probablemente de la amorosa serenidad aristotélica para acercarnos de nuevo a ese vértigo de lo inasible tras el cual se esconde la melancolía. Y es que parece que el ser humano no puede escapar de ese movimiento paradójico que le lleva desde el deseo al abismo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.