El que no pueda tomar partido, debe callar. Walter Benjamin, Calle de mano única Los jóvenes históricos Nuestras abuelas solían afirmar que la juventud es una invención. Mujeres que tuvieron a su primero de varios hijos antes de los 20 años, mujeres que migraron del campo a la ciudad y que consideraban normal que los […]
Walter Benjamin, Calle de mano única
Los jóvenes históricos
Nuestras abuelas solían afirmar que la juventud es una invención. Mujeres que tuvieron a su primero de varios hijos antes de los 20 años, mujeres que migraron del campo a la ciudad y que consideraban normal que los niños trabajaran para contribuir a la economía de la casa. Para ellas, como para la mayoría de las personas nacidas durante la primera mitad del siglo pasado, hablar de juventud no tenía sentido, era algo que no compartían ni entendían.
Y no estaban totalmente equivocadas; la juventud, en tanto relación social de clasificación por criterios de edad, no es universal, ni unívoca, ni ahistórica. La juventud es una invención social, pero no es arbitraria ni resultado de las concesiones institucionales, es producto de luchas sociales por asignar un papel protagónico a la población que oscila entre los 15 y los 29 años. Al menos así lo es en México y en buena parte de América Latina, donde las juventudes contemporáneas son herederas de las revueltas culturales y sociales de finales de la década de los años sesenta. Antes de estas movilizaciones la juventud tenía un sentido social, por muchos factores: como el que la mayor parte de la población fuera campesina, donde lo juvenil no es un criterio extendido de clasificación; como la rígida organización social que asignaba edades pertinentes para casarse, tener hijos y trabajo formal; como la escasez de espacios sociales para gente de poca edad, como las universidades. Hoy, tanto en el campo como en la ciudad, la juventud tiene otras condiciones de posibilidad que demuestran la importancia que ocupan en la organización social.
Las movilizaciones de los años sesenta dejaron claro que la edad no es lo único que define lo juvenil; para éstas la juventud es una actitud política, cuya principal característica es su transitoriedad; no se puede ser siempre joven, porque la juventud arriesga porque no tiene nada por perder y sí mucho por ganar, porque desborda, porque no conoce los límites, porque construye esperanzas mutuas ante las falsas resignaciones, porque cree en lo imposible, porque duda, porque siente y descubre. Las revueltas de los años sesenta demostraron que la juventud es la política de lo espontáneo y lo irreductible, que asusta porque no se somete a los criterios de organización social ni de acción política. Por eso es potencialmente peligrosa.
Ante el peligro, la respuesta en México fue doble: además de la política contrainsurgente, la apertura del consumo. Ser joven es una amenaza, al mismo tiempo que un potencial espacio de ganancias económicas. A la represión se sumó la ambigüedad emanada de las relaciones mercantiles, con la intención de cancelar el carácter político de las revueltas. Este camino de doble vía no ha dejado de implementarse en México, la represión selectiva y sistemática está detrás de la apertura mercantil para los jóvenes.
Hijos del neoliberalismo
Hoy la juventud en México tiene como huella de nacimiento el neoliberalismo y las contradicciones sociales que le acompañan. Los jóvenes no se pueden explicar sin las reformas sociales y económicas iniciadas en la década de los años ochenta, que han conseguido que más de la mitad de la población total del país viva en pobreza económica, sin acceso a los bienes sociales básicos (salud, vivienda, educación). Los jóvenes de hoy son los vástagos de las reformas estructurales, de la democracia de mercado, del aparente triunfo del capitalismo como único mundo posible; al mismo tiempo, son hijos de las crisis recurrentes, de la falta de espacios políticos y de la violencia sistemática.
A pesar de la exclusión económica la juventud se representa como algo que se puede comprar, la fuente de la vida eterna produce juventudes enlatadas. En esta dinámica lo transitorio de la juventud no se define por la posición política, sino por la ambigüedad del consumo, que la convierte en uno de los fetiches culturales más característicos de la época. Para eso funciona la enorme industria cultural mexicana, que produce imágenes y actitudes de la juventud ideal: una rebeldía políticamente correcta, caracterizada por la belleza, la felicidad y la poca crítica. Estas imágenes se reproducen en todo el país, en el campo y en la ciudad, gracias al control comunicativo de las empresas televisivas y de las editoriales de periódicos de nota roja y de revistas de espectáculos. La juventud vuelta mercancía exacerba la cualidad juvenil como comportamiento, que deja de ser político para volverse de consumo. Los «jóvenes» de la industria cultural consumen cosas y cuerpos para ser siempre rebeldes, pero nunca políticos.
Atrás de esta juventud ideal hay un sistemático proceso de limpieza social dirigido contra los jóvenes reales, miles de excluidos de los beneficios económicos, que son una amenaza real y potencial a los intereses del sistema político. Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), durante las dos últimas décadas ha aumentado la mortandad de las personas entre 15 y 29 años, de 33 mil en 1990 a casi 38 mil en 2010; esto se explica por la guerra para «combatir» al narcotráfico emprendida por el gobierno de Felipe Calderón, de la que han resultado afectados miles de jóvenes, que son uno de los cuerpos privilegiados en los que se juega esta guerra social. Los jóvenes lo mismo son asesinados por grupos anónimos o por fuerzas de seguridad. Como en Ciudad Juárez, Chihuahua, donde la policía federal atacó con armas de fuego sin justificación a una protesta de estudiantes universitarios en octubre de 2010, hiriendo de gravedad a un estudiante de sociología; misma ciudad donde un grupo de sicarios asesino a 18 jóvenes en un fiesta en Villas del Salvarcar a fines de enero del mismo año. Esta limpieza social también se verifica en el aumento de la población carcelaria de personas entre 18 y 29 años, que representa casi el 50% de la población total de las cárceles. Ser joven es peligroso, hoy es una característica suficiente para experimentar la violencia autoritaria del Estado.
A la violencia política, se suma la violencia económica. No es casualidad que ante la ausencia de certezas laborales y económicas los jóvenes se empleen en cualquier tipo de actividad económica, incluidas las delincuenciales y aquellas destinadas a «combatir» a la delincuencia: una guerra entre ejércitos de jóvenes aparentemente condenados a no tener futuro (en un Estado en el que más de la mitad de la economía se realiza en el sector informal, como resultado de la terciarización, la desindustrialización, la apertura mercantil sin límites, las reformas laborales que favorecen a la patronal). Los caminos económicos se cierran, hoy hay dos formas seguras para obtener trabajo para los jóvenes: los cárteles de la droga o las fuerzas armadas y las policías, locales y federales. En ambos casos el resultado es muy similar: la muerte o el daño corporal incapacitante. Las viejas garantías sociales ya no funcionan, ni el estudio ni la posición social aseguran que un joven tenga un porvenir estable; porque el país atraviesa por un proceso de pauperización en el que desaparecen las clases medias y en el que la educación es un privilegio.
Exclusión de la política institucional
Una cuarta parte de los 112 millones de mexicanos está entre los 15 y 29 años, en este sector etario se presenta el mayor número de abstenciones en los procesos electorales. Los jóvenes no suelen participar en el calendario político institucional. Sus ritmos y tiempos de actividad política son otros, están ligados a la construcción de espacios de identificación por prácticas. La política juvenil se realiza en los espacios públicos, su objetivo no es ganar un puesto en las instituciones, sino un lugar en el espacio social. Un sector privilegiado son los jóvenes que estudian, cada vez menor por el reducido número de espacios en las universidades públicas y por los altos costos de la educación privada. Para este sector (2.5 de millones de personas) la actividad política tiene un lugar privilegiado en las universidades, desde las que se pueden vincular con diversos actores políticos en el país.
Una de las mayores exclusiones de las reformas neoliberales es la negación de la participación política institucional a los jóvenes, que es fuero de un reducido sector que ha expropiado el privilegio de calificar lo normal y lo anormal del horizonte político. Los jóvenes no tienen ningún canal de participación política en las instituciones estatales, tampoco en la discusión y rumbo de la agenda política. Los jóvenes, lo mismo en el campo que en la ciudad, no tienen habla en el orden discursivo de la política institucional.
Hay una condición general que marca a la juventud mexicana: la orfandad política. Los jóvenes de hoy son los huérfanos de las luchas sociales que marcaron el siglo XX, pocos o nulos son sus referentes con los movimientos obreros, con las luchas guerrilleras, con las movilizaciones ciudadanas, con las revueltas culturales, con la lucha por el socialismo como horizonte posible. El neozapatismo es el mayor referente que acompaña a la juventud mexicana. La movilización indígena de 1994 y su incansable lucha es el ejemplo de movilización política; pero la relación con este movimiento es conflictiva, ambigua, poco visible en entornos urbanos. Este proceso deja la huella de la organización por otro mundo posible. La memoria juvenil también está marcada por la represión al Frente de Defensa de la Tierra de San Salvador Atenco, en el Estado de México, en mayo de 2006, durante el gobierno local de Enrique Peña Nieto. Esta represión deja la marca de la protesta contra los abusos del poder y la defensa de la dignidad.
El último referente de una gran movilización juvenil, fue la huelga estudiantil de la Universidad Nacional Autónoma de México, que por más de nueve meses mantuvo cerrada la universidad para defender su carácter público. Esta demanda expresó la falta de espacios sociales y las incertidumbres que el neoliberalismo tenía destinada para los jóvenes. La aparente irracionalidad de esta movilización estudiantil desnudó el desfase generacional de la política institucional, cerrada a toda demanda que no se sirviera de la liturgia institucional. Las miles de movilizaciones campesinas en las que participan jóvenes esperan ser integradas a la memoria de la lucha, como parte de una demanda generacional.
La memoria juvenil lleva el sello de la corta temporalidad, sus referentes son inmediatos, coyunturales, evanescentes. Al tiempo, esto es una ventaja, ya que no se someten a los parámetros de acción de un proyecto preestablecido, o de una dirigencia que dicta las normas de comportamiento. Las dispersas movilizaciones juveniles se sostienen por la espontaneidad, por la radicalidad desbordada, encaminadas a fines mediatos. Los tiempos políticos se acortan para este tipo de prácticas, no hay un futuro en el que las cosas sean mejores, se construyen presentes en que las transformaciones son palpables. El reto es hacer que esos presentes sean durables.
La batalla política
A pesar de la exclusión, ser joven es la marca de la política institucional del siglo XXI. Las anquilosadas estructuras políticas, cuya máxima expresión son los partidos políticos, promueven desde hace dos lustros una imagen pública renovada. Los «jóvenes» políticos y los políticos rejuvenecidos intentan ocupar un nuevo lugar, alejado de las viejas prácticas corporativas y corruptas; son «modernos», usan las redes sociales y los códigos comunicativos de la era de la información, están formados en las universidades del primer mundo y representan su espíritu emprendedor. Esta imagen esconde la falta de capacidad política, su escasa formación, su falta de lectura de la realidad, su compromiso con las arcaicas formas políticas. Esto es funcional a una política que concibe al Estado como una empresa, que puede ser manejada por «jóvenes ejecutivos» respaldados por socios con experiencia.
Basta mirar la campaña electoral emprendida para posicionar a Enrique Peña Nieto como candidato a la presidencia por el Partido Revolucionario Institucional. Este político carece de cualidades intelectuales mínimas y cualquier carisma político, por lo que se explotó su «juventud» y su correlativa «belleza». Este candidato representa la juventud plástica de la industria cultural en terrenos de la política, su edad y su imagen son suficientes para cubrir sus deficiencias, de ello se encargan los medios de comunicación.
Los jóvenes reales estallaron desde finales de mayo del presente año contra esta artificialidad que pretende representarlos. Una juventud rebelde multitudinaria, compuesta por miles de personas, cuestionó el orden institucional vigente y su farsa política, particularmente la ausencia de transparencia política, la falta de democracia informativa y, sobre todo, el poder desmesurado de los medios de comunicación, capaces de construir una imagen mediática para la presidencia nacional. Ante el «joven político» priista se levanta un rugir de la multitud juvenil urbana. El movimiento #Yo soy 132, surgido en las universidades privadas y extendido a las universidades públicas y a otros espacios juveniles, dio un giro inesperado a la campaña presidencial. Durante más de diez años ninguna movilización juvenil había logrado sumar a un amplio y diverso grupo de ciudadanos. Las redes sociales fueron la plataforma de organización y articulación, validada en amplias asambleas en las que participan decenas de representantes de universidades públicas y privadas.
Los jóvenes emprenden una batalla contra el cinismo hecho razón de estado, no aceptan un régimen político que usa una imagen mediática renovada para vender la misma vieja mercancía política. Este movimiento encontró en la calle su espacio de autorreconocimiento, en la consigna su voz colectiva, en la asamblea su colectividad política. Estamos ante la emergencia (en doble sentido de la palabra) de lo juvenil. Emergencia de una fuerza política que durante años permaneció clandestina y que sale a la luz para impugnar la falta de espacios políticos y de certezas temporales. Pero también emergencia como situación de peligro, de una forma social que es insostenible y que de seguir el mismo rumbo amenaza con eliminar a una parte importante de la población que ahora la impugna.
El dilema es si los jóvenes pueden trascender la coyuntura electoral y construir una práctica política que permita defender sus principios, sin ser subsumidos por la política institucional. Al mismo tiempo queda en el aire la duda si hay la capacidad y el interés de la política institucional para oír las demandas de la población juvenil del país. Ante la falaz apertura democrática y la artificial integración de los jóvenes a la política, hay un rugir que llama por ser escuchado.
Daniel Inclán y David Barrios son integrantes del Observatorio Latinoamericano de Geopolítica.
* Artículo publicado en la revista América Latina en Movimiento Nº 477, Juventudes en escena, julio de 2012 – http://alainet.org/publica/477