¿Qué razones tiene el actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, para haber decidido arriesgar y apostar por la continuidad, ampliación y profundización de la militarización de la vida en sociedad, pese a que las consecuencias de ese acto, a todas luces, trascienden en sus consecuencias, tanto inmediatas como a largo plazo, el supuesto […]
¿Qué razones tiene el actual presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, para haber decidido arriesgar y apostar por la continuidad, ampliación y profundización de la militarización de la vida en sociedad, pese a que las consecuencias de ese acto, a todas luces, trascienden en sus consecuencias, tanto inmediatas como a largo plazo, el supuesto control ético y político con el que el mandatario del ejecutivo federal cree ser capaz de contener a las estructuras castrenses en su concentración de poder y su incidencia en el desarrollo de la cotidianidad de la vida pública en México?
En el Sur de América, las relaciones de los mandos civiles nacionales con sus instituciones militares, históricamente, remiten, en todo momento, a la necesidad de esos mismos actores de asegurar -en el más amplio sentido de la palabra- tanto el desarrollo presente de sus plataformas políticas como la posibilidad de darles continuidad. Y lo cierto es que no es para menos, en América, como en cualquier otro Estado alrededor del mundo, las instituciones militares, al detentar la capacidad de fuego nacional por excelencia, son, de entrada, los únicos andamiajes estatales permanentes capaces de alterar el orden político, social, cultural, económico, etc., de la sociedad a la que pertenecen por la vía de una irrupción y profusión de violencia armada; la historia de los golpes de Estado y la instauración de gobiernos autoritarios o de Estados de excepción es justo eso, la ejemplificación de esa capacidad.
Y en América, además, esa historia y esa necesidad (de carácter estructural, como ocurre en otras periferias globales), se encuentra anclada a su condición de subordinación y permanente estado de intervención por parte de potencias occidentales -con Estados Unidos en primera instancia-; siempre dispuestas a valerse de la intervención política, económica y militar directa para hacerse con el control de los recursos naturales, la mano de obra y el funcionamiento del aparato de Estado de esas sociedades periféricas; manteniéndolas en esa permanente condición colonial que alimenta el funcionamiento de la economía mundial, en su unidad.
Es decir, América, por cuanto espacio-tiempo geocultural privilegiado en el proceso de construcción y sostenimiento de la hegemonía estadounidense -en tránsito de desplazarse hacia China-, ha visto como las relaciones entre el mando civil y el militar se articulan en rededor de la necesidad ya de asegurar esa condición para Estados Unidos (que es el caso de las dictaduras militares de la segunda mitad del siglo XX) o de rechazarla y de defender su propia soberanía regional frente a cualquier injerencismo y pretensión de control por parte de otras naciones y otros Estados.
En el momento presente de esta historia, América se encuentra transitando desde una situación en la que la relación dominante en esa articulación entre lo civil y lo castrense se configuró alrededor de los proyectos políticos de una izquierda reformista que se enfocó en reconquistar cierto grado de autonomía política, cultural y económica respecto del dominio que durante décadas ejerció Estados Unidos en cada país de la región -con honrosas excepciones como Cuba y, en algún momento, Nicaragua-, hacia la abierta instauración y sostenimiento de regímenes supremacistas (como con Bolsonaro, en Brasil) y gobiernos autoritarios y profundamente contra-reformistas (como con Macri, en Argentina; Moreno, en Ecuador; Kuczynski, en Perú; etc.).
En este sentido, cuando América toda ella vira hacia el conservadurismo político y la intensificación de los ajustes estructurales propios del neoliberalismo, valiéndose del establecimiento de un matrimonio de los gobiernos centrales con los institutos castrenses apara asegurarse que no tendrán una oposición lo suficientemente fuerte como para gestarles un golpe de Estado en el que sean los andamiajes militares los que controlen por completo el funcionamiento del Estado; México, que llega al ciclo reformista del Sur del continente una década después (tras dos sexenios de intensificación neoliberal, con el panismo de Felipe Calderón y el priísmo de Enrique Peña Nieto), lo hace con un gobierno que, devastado por dieciochos años de abierto confrontamiento armado en contra del crimen organizado, opta por negociar una serie de concesiones que, lejos de asegurar que las condiciones de violencia en el país serán -por lo menos- contenidas, en realidad parecen estar más encaminadas a asegurar que las únicas instituciones que hoy podrían deponer al gobierno sin la necesidad de contar con ningún grado de legitimidad, no gesten un golpe de Estado.
Y lo cierto es que no es para menos. En apenas dos meses de gobierno efectivo de la nueva administración, batallas titánicas como las de dar marcha atrás en proyectos de infraestructura multimillonarios (tipo el Nuevo Aeropuerto Internacional de México), combatir el robo de combustibles (huachicoleo) y reemplazar a los conglomerados empresariales del priísmo y del panismo por los del morenismo y su plataforma política (por la vía de la austeridad republicana y el combate a la corrupción), han movido intereses anquilosados en el funcionamiento del andamiaje estatal tan sensibles que lograr establecer acuerdos con fuerzas de oposición sólidas se ha vuelto una necesidad de supervivencia para asegurar que, aunado al bono de legitimidad con el que cuentan el presidente y el gobierno, bloqueen disidencias que le resulten peligrosas.
El problema de todo ello es, no obstante, que tanto con las concesiones ofrecidas de manera directa a la milicia (concediéndole el privilegio de securitizar la cadena de valor de los hidrocarburos) cuanto con las prebendas indirectas (en el caso de la formación de una Guardia Nacional que normalice el actuar del ejército, la marina y la fuerza aérea en la vida pública nacional), lejos de consolidarse un esquema de cooperación mutua en el que todo ello evite que el ejército se oponga al gobierno federal, en realidad está alimentando una estructura de poder -que ya es toda ella megalomaníaca- que justo por el robustecimiento por el que se encuentran atravesando pone en cuestión que el gobierno actual cuente con la capacidad para contener su fortaleza -sobre todo en los momentos en los que el apoyo popular al gobierno ya no sea tan grande y apabullante como para proteger cada decisión de Obrador y su plataforma. Y más aún, pone en cuestión el uso que a ese cuerpo militarizado se le conferiría en regímenes abiertamente represivos, como lo fueron los sexenios de Calderón y de Peña Nieto.
Insistir en el argumento de que la Guardia Nacional es el síntoma más claro de la renuncia del Estado a resolver tanto la violencia criminal como la violencia social por una vía que no involucre a instituciones especializadas en lidiar con todo conflicto social por la vía del disciplinamiento colectivo y del ejercicio de las armas ya es un lugar común en el debate general. Sin embargo, no es inútil insistir en que las consecuencias que se desprenden de ello no se resuelven sólo con ratificar el mando civil sobre el ejército y anular el fuero militar para juzgar a los efectivos castrenses en tribunales civiles. Menos aún apelando al argumento de que la regeneración moral y ética del servicio público y de la actividad gubernamental son pesos y contrapesos suficientes para no hacer un uso ilegitimo de las funciones militares sobre la sociedad.
Ya desde la campaña presidencial, López Obrador evidenció que los tres sectores con los que mayores, más profundos y estables acuerdos se debían establecer si quería, primero, llegar a ser presidente de México; y luego, llegar a gobernar sin mayores contratiempos; son, por orden de importancia, el empresariado nacional e internacional, las instituciones militares y las burocracias de los tres niveles de Gobierno en los tres poderes públicos. Sobre el primer grupo de poder, la ecuación se ha venido resolviendo por la vía de una plataforma económica rentista y extractivista que privilegia macroproyectos de infraestructura del tipo del Tren Maya y las múltiples centrales generadoras de energía (refinerías e hidroeléctricas). Respecto de las burocracias, la tensión ha sido más abierta, en particular por causa del plan de austeridad que busca reencausar recursos públicos hacia programas sociales clientelares y que en el medio ha implicado eliminar a una proporción importante de trabajadores públicos.
El caso del ejército, la marina y la fuerza aérea, sin embargo, transita por una vía independiente. Y lo trágico de esta vía es que, a pesar de los años tan dolorosos que fueron para el país aquellos de la guerra en contra del narcotráfico (y que la mayor parte de las ocasiones terminó siendo una guerra abierta en contra de la población en general), la poca legitimidad con la que se habían quedado las fuerzas armadas del país hoy ya ha invertido su signo político, y cada vez más resultan ser las instituciones con mayor legitimidad, incluso, entre los sectores de izquierda que antaño eran los más críticos de su despliegue masivo por los espacios públicos del país. El reformismo del gobierno de López Obrador, en este sentido, ha sido tan apabullante que ha logrado anestesiar el debate crítico sobre sus decisiones, y el grueso y el núcleo duro de ese anestesiamiento se concentra, hoy, justo sobre la izquierda, y no sobre esa oposición de derecha que hoy no se cansa de enarbolar banderas de izquierda para construir un imaginario colectivo nacional en el que la Cuarta Transformación sea representación de la derecha y el conservadurismo.
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