Cerca de la medianoche del pasado jueves 11 de septiembre, el canal «Encuentro», de la televisión argentina, puso en pantalla un excelente trabajo documental sobre la digna vida y la heroica muerte de Salvador Allende. Un conmovedor ejemplo de quien fuera presidente de Chile -al inicio de los años setenta- enfrentado a la oligarquía de […]
Cerca de la medianoche del pasado jueves 11 de septiembre, el canal «Encuentro», de la televisión argentina, puso en pantalla un excelente trabajo documental sobre la digna vida y la heroica muerte de Salvador Allende. Un conmovedor ejemplo de quien fuera presidente de Chile -al inicio de los años setenta- enfrentado a la oligarquía de su país y a la trama criminal pinochetista, urdida, entre otros, por el mismísimo Henry Kissinger, quien actualmente hace las veces de «analista» de la política exterior de EE.UU.. Hombre de consulta de proclamados demócratas de Latinoamérica y el mundo entero, preocupados porque con «sus» propias democracias los pueblos deciden votar, por ejemplo, a Evo Morales, en Bolivia. Deciden elegirlo y, luego, refrendarlo. Es decir: a la tan declamada democracia para sojuzgar, democracia y media, para liberar.
«El drama que vivimos hoy es consecuencia de que lo volvieron a votar al señor Evo Morales», dijo una diputada opositora, lo más suelta de cuerpo y a cara descubierta, por televisión. Sincerando, una vez más, lo incómodo que le resulta a los dueños del dinero y a sus legisladores que «sus» propias democracias se les escapen de las manos. Ya, en su momento, ante la reiteración de triunfos electorales del presidente Hugo Chávez en Venezuela, la inefable Condoleezza Rice reflexionó, en voz alta, sobre la conveniencia de analizar qué hacer con el «mal funcionamiento» del engranaje político por excelencia.
En el documental que pasó el canal «Encuentro», decíamos, hombres y mujeres de encomiable integridad -que fueran compañeros y compañeras de Allende y que permanecieran con él hasta último momento dentro del Palacio de la Moneda, bajo el bombardeo- recordaron casi hora por hora aquella trágica jornada.
En otros canales, también cerca de la medianoche del último jueves 11 de septiembre, se reiteraba la noticia referida a las muertes en Bolivia, el llamamiento de Evo Morales a recuperar la cordura, y las manifestaciones del gobierno de Estados Unidos pretendiendo, primero, desmarcarse de un conflicto que, junto a las oligarquías separatistas, fogonea desde hace largos meses. Primero desmarcarse, pero inmediatamente después -descaradamente- acusando al presidente de Bolivia de encender la hoguera «para disimular su aislamiento internacional». El mismo argumento que fuera utilizado otrora contra el presidente de Venezuela, Hugo Chávez. El mismo latiguillo de cuando le dieran el golpe de estado, en el año 2002, y el mismo ahora, cuando el primer mandatario venezolano respaldó, sin que le tiemble la voz, al gobierno boliviano.
Las groserías políticas y los genocidios que caracterizan a distintos gobiernos de Estados Unidos a lo largo de la historia no varían. Siempre la misma mierda. En «Chile para recordar», uno de los grandes y minuciosos trabajos del periodista y escritor, Gregorio Selser -ya fallecido-, se alude a que la matanza de casi un millón de personas, a mediados de los años sesenta, en Indonesia -donde EE.UU. estuvo implicado con sus servicios de inteligencia, armas y efectivos regulares disfrazados de mercenarios-, sirvió de inspiración al golpe contra Allende y para el inmediato genocidio de al menos quince mil mujeres, hombres y niños. Explica Selser que meses antes del asalto pinochetista al gobierno de la Unidad Popular, en muchos barrios de Santiago había aparecido pintada la palabra «Yakarta». Era la consigna. Hacer en Chile lo que, como genocidio en Indonesia comenzó por su capital, Yakarta.
Aquí y allá, ayer y hoy. Siempre la misma mierda. Y frente a tanto genocidio, a tanta brutalidad, lo que sigue siendo escalofriante es la hipocresía de no pocos «demócratas» y no poca prensa de fácil irritabilidad, al escuchar a Hugo Chávez decir «coño», «carajo» «yankis de mierda». Los espantan las palabras y no los holocaustos con que EE.UU. viene regando este mundo para devorárselo.
Por estos días, los gobiernos de Brasil y Argentina firmaron acuerdos comerciales y llegaron, con propuestas recíprocas, a concluir que el intercambio bilateral se regirá a partir de las monedas de ambos países y no del dólar. El presidente Lula reiteró, además, que la idea de crear el Banco del Sur es, ya, mucho más que una idea.
Por otra parte, en Ecuador, el presidente Rafael Correa, elevando la apuesta por encima de la democracia formal, avanza hacia una profunda modificación de la carta magna, con la declarada intención de que la participación popular sirva para cambiar la matriz institucional y distributiva, todavía afín a los intereses de la clase dominante. Además, le pone punto final al enclave militar de EE. UU. en la base de Manta.
Fernando Lugo, recientemente electo presidente de Paraguay, no únicamente ha designado un canciller -Alejandro Hamed Franco, considerado por EE.UU. amigo de países del «Eje del mal»-, sino que se propone avanzar en profundas relaciones comerciales con Venezuela.
El Imperio está inquieto. Las derechas, alzadas. Conspirando tempestades y trabajando a destajo en la creación de condiciones mediáticas que instalen ideas madres en el conjunto social, para el desembarco masivo -violando territorio ajeno- de «hombres de negocios enmascarando a agentes de la CIA, el Pentágono, el FBI y a rompe huesos y carniceros, clones de los que actuaron -y actúan- en Irak, Afganistán, Yugoslavia. Varios de los que por estos días saben viajar a bordo de la IV Flota, que se pasea «solidaria» por ríos y mares de nuestro continente. Y que ha llevado al canciller de Brasil, Celso Amorín, a consultar a funcionarios del gobierno de Bush a título de qué tanta «solidaridad» naval husmeando el Amazonas.
En tanto, cosa para nada menor, los medios de comunicación que responden, directa o indirectamente, a la lógica e intereses de EE.UU. redoblan las campañas más sutiles y las más burdas: desprestigiando gobiernos y organizaciones de masas que no se arrodillan. Una labor que se conoce como el paso de antesala a las demoliciones y saqueos de recursos naturales -gas, petróleo, minerales, agua, territorios-. O sea: lo hecho en Yugoslavia, hace unos años, en lo que fuera, quizás, una de las más claras evidencias de la aplicación de la teoría del descuartizamiento. De eso se trata. De crear las condiciones previas, incluidos los bloqueos intermitentes que desgasten parcial y selectivamente, a diferencia del sistemático, interminable y criminal aplicado contra Cuba desde hace cerca de cincuenta años.
De los tiempos de la obediencia debida al Consenso de Washington, a estos días de discursos y actitudes sin mordazas, hay un trecho: lo suficientemente importante como para no regresar al pasado y, por los retos frente al poder ciego, sumamente difícil de transitar hacia el futuro. Al pretendido gendarme del mundo lo incomoda que, a pesar de su voracidad y ferocidad, se haya extendido el lenguaje de la multilateralidad. Eso, que no es sencillo y tiene sus bemoles al interior de la lucha intercapitalista, se da de patadas con el proyecto de dominación integral que Estados Unidos -halcones y palomas- se reservaba para el presente siglo.
En el documental que, referido a Salvador Allende, pasara el canal «Encuentro», casi a la medianoche del jueves 11 de septiembre, las mujeres y hombres que dieron testimonio, se mostraban serenos. Dolidos y dignos. Quien cerró las entrevistas fue un señor mayor, sepulturero. Aquí -señalando con un dedo- fue enterrado Allende, dijo. Y palabras más o menos, ganado por la emoción, agregó que él, como millones de personas, lo habían votado para presidente. Una manera de hacerse cargo de la historia, enfrentándose a las cámaras y a los largos miedos con que los Pinochet y los Kissinger llegaron a penetrar hasta los huesos a la sociedad chilena por décadas.
A la misma hora, de ese jueves 11 de septiembre, en su llamado a la cordura, Evo Morales convocó, sin miedos, a defender la soberanía y a luchar por la defensa de un proyecto de país enfrentado a quinientos años de ultraje.
El autor es Presidente de la Federación Latinoamericana de Periodistas (FELAP).