Mientras en Argentina se ataca todo el tiempo a trabajadores y pobres, a jubilades, estudiantes, intelectuales y científicos, el “debate” político aparece hegemonizado por el tira y afloje sobre alianzas electorales entre las fuerzas de la ultraderecha y la otrora “derecha democrática”.
No sólo aquí
En diversos países se ha dado un proceso de crecimiento de extremas derechas “renovadas”. Se da en un escenario de ofensivas reaccionarias generalizadas y mediando el auspicio de políticas económicas y sociales orientadas por completo a los imperativos del gran capital.
Con el sistema de partidos y la representación parlamentaria en un tembladeral, uno de los efectos más salientes es que la derecha “tradicional” (“centroderecha” en versión pudorosa) comienza a radicalizarse y confundirse en la práctica con la “nueva derecha” extrema. Pese a ello sus apoyos electorales se deshilachan y su identidad política se diluye. Mientras se fortalecen a su costa sus variantes más extremas.
Las ideas del liberalismo político y del diseño institucional republicano pierden vigencia de modo acelerado. Queda claro que el Estado de Derecho, la separación de poderes, el pluralismo ideológico, las libertades públicas, la responsabilidad de los gobernantes y demás principios afines son sepultados a ritmo veloz.
Revélase así que para ellos son construcciones discursivas, sólo destinadas a encubrir los intereses de las grandes empresas, locales e internacionales. Al mismo tiempo entierran, o al menos guardan hasta nuevo aviso, las apelaciones “multiculturalistas” y “tolerantes” que exhibieron en las últimas décadas.
Un ejemplo que muestra un recorrido de este tipo es el del partido Republicano en EE.UU, subsumido tras el carisma autoritario de Donald Trump. Otro caso es el de la vecina Chile, donde las fuerzas que se enfilan detrás de José Antonio Kast, el Partido Republicano y sus aliados, han conseguido el desplazamiento de la coalición de derechas más “liberal”. La que gobernó el país en dos períodos, con el difunto Sebastíán Piñera como presidente.
En Brasil, Jair Bolsonaro consiguió en todo momento el apoyo de las fuerzas políticas conocidas como “centrao”. Un conglomerado con estrechos lazos con las oligarquías estaduales del país continente. El que suele otorgar respaldo a cualquier oficialismo y hoy desplazó a otras derechas, como el muy alicaído Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB).
En otros países de la región en los que las fuerzas conservadoras son oposición, también emerge con fuerza la perspectiva radicalizada, como en Bolivia y Venezuela.
En particular aquí
Como no habrá escapado a los lectores, la política argentina atraviesa un trayecto de este tipo. Más allá de los reiterados y duraderos escarceos entre Javier Milei, Mauricio Macri y sus respectivos seguidores, cabe eludir la hojarasca anecdótica.
Si se procura un poco más de profundidad en el análisis el sentido general está claro: Asistimos a la progresiva rendición de los partidos PRO y la disgregada y provincializada Unión Cívica Radical (UCR) frente a la ascendente La Libertad Avanza (LLA). Una coalición más bien informe en las elecciones presidenciales de 2023. Y ahora en trance de convertirse en un partido político sólido de alcance nacional.
El último episodio saliente ha sido la respuesta amable del ex presidente Macri, líder de PRO, frente a la virtual intimación del presidente Milei para que PRO haga alianza con su nuevo partido en todo el país.
Milei revistió su convocatoria con el objetivo de “arrasar con el kirchnerismo”. Lo que puede traducirse como una convocatoria a la empresa común y perdurable de las derechas argentinas. La que apunta a dar por tierra con los rasgos de la sociedad argentina que tomaron arraigo desde mediados de la década de 1940. Y cuya destrucción inició la dictadura instaurada en marzo de 1976.
En términos más gráficos: Terminar para siempre con la herencia económica, social, política y cultural que tiene al peronismo como un protagonista central.
Quien fuera presidente de la Nación entre 2015 y 2019 contestó poniéndose a disposición del presidente.
El dos veces jefe de gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires levantó la apuesta en lo que respecta a la aniquilación del kirchnerismo. Enunció la finalidad de que éste no vuelva a ser gobierno ni siquiera en el plano local, en ninguna de las 24 provincias argentinas. Lo identifica además con “populismo”, “falta de transparencia” y “demagogia”. Un tenue barniz “republicano” para el maquillaje de la opción “ultra”.
Sin necesidad de mayor avance en los pormenores, lo que queda claro es que quieren convertir en alianza electoral coincidencias que han quedado más que claras. Se vio con el apoyo de las bancadas de PRO en el Congreso Nacional. Tanto a las iniciativas legislativas del gobierno, como a los vetos que la actual administración lanzó sobre las leyes de financiamiento universitario y de ajuste de las jubilaciones.
La esfera parlamentaria dejó así de manifiesto la convergencia de concepción y de intereses. Entre el que fue por dos décadas el partido favorito de los grandes empresarios argentinos (PRO) y el de la irrupción inesperada que ha asumido hasta el exceso el programa de máxima del gran capital (LLA).
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Sería
importante que las clases populares y las agrupaciones que procuran
organizarlas y representarlas comprendieran el carácter de
distracción del anecdotario que desde los grandes medios y las redes
sociales les ofrecen como “información política”.
Peleas y
acercamientos, elogios e insultos, negociaciones y rupturas, sólo
atañen a la superficie de una política de fondo.
Ésa que busca la anulación de derechos y la destrucción del nivel de vida y las condiciones de trabajo de argentinas y argentinos. Ahora con el acompañamiento de una agenda cultural ultraconservadora. La que se aboca a echar para atrás desde los juicios a los genocidas a la educación sexual en las escuelas. Mientras ataca al sistema científico-técnico o el cine y el teatro nacionales. Y el largo etcétera que ya es de dominio público.
Mientras Milei sea «exitoso», los «dueños de la Argentina» estarán de su lado. Desarrolla un programa de reconfiguración regresiva de la sociedad más audaz y profundo que el llevado a cabo en el período 2015-2019. Por ahora lo hace sin una convulsión social generalizada como respuesta.
Pro no tiene ni la velocidad ni el arrojo, ni el desprejuicio de la conducción «libertaria». Por ahora no lo necesitan para nada distinto a ser «furgón de cola».
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