El 18 de diciembre de 2005 casi no hubo festejos populares: a algún observador recién llegado podría haberle parecido que se trataba de una elección rutinaria, cuyo resultado se limitaba a lo que los politólogos llaman «alternancia», propia de toda democracia. Sin embargo, la tranquilidad de las principales ciudades bolivianas encubría lo que, desde varios […]
El 18 de diciembre de 2005 casi no hubo festejos populares: a algún observador recién llegado podría haberle parecido que se trataba de una elección rutinaria, cuyo resultado se limitaba a lo que los politólogos llaman «alternancia», propia de toda democracia.
Sin embargo, la tranquilidad de las principales ciudades bolivianas encubría lo que, desde varios puntos de vista, es un hecho histórico en la vida republicana de este país andino-amazónico: la llegada al sillón presidencial de un indígena, y para más datos, cocalero; una combinación -otrora condenada a la estigmatización- que habla de cambios profundos en las percepciones de los bolivianos. La victoria del Movimiento al Socialismo (MAS) informa sobre el agotamiento del ciclo de la «democracia pactada» -superestructura del modelo de libre mercado aplicado desde mediados de los años ’80-, pero también constituye una reacción social ante el crónico fracaso de las élites para transformar una coexistencia territorial no exenta de tensiones en un proyecto de nación incluyente.
La izquierda que llega al poder con el 53,7% de los votos no es la izquierda «criolla», partidaria y marxista de antaño, sino un archipiélago de movimientos sociales y sindicales -una suerte de simbiosis entre partido y sindicatos- con ritmos, culturas políticas y objetivos no siempre coincidentes ni fáciles de articular, y con fronteras ideológicas más amplias y pragmáticas que incorporan un componente étnico casi inexistente en la izquierda clásica. Como señala Félix Patzi «no son partidos que se insertan en el movimiento (social) para articularse con él (como ocurría años atrás) sino que salen de él», en un proceso de expansión desde el campo a la ciudad (otro elemento que distingue a esta izquierda de la precedente).
En gran medida, este «populismo de izquierda» -en el sentido de propiciar la construcción de una identidad popular amplia por encima de las identidades étnicas y de clase- combina elementos del discurso nacionalista revolucionario de los años ’50 (lucha entre la nación y la antinación, antiimperialismo y demanda de nacionalización de la economía y el Estado) y del katarismo de los años ’70, que estructuraba su discurso a partir de la denuncia del «colonialismo interno» que perduró en el país después de su independencia. Paralelamente, podemos hablar de una «indianización» de la izquierda boliviana. Hoy, a diferencia del pasado, los indígenas están a la cabeza de las nuevas organizaciones partidarias (antes, en la izquierda, «los blanco-mestizos eran los arquitectos y los indígenas los albañiles», suele graficar Evo Morales), con liderazgos construidos en un largo proceso de ocupación sucesiva de cargos en el sindicato campesino, para luego ocupar posiciones en el Instrumento Político y, eventualmente, en el Parlamento. Estas nuevas estructuras organizativas han desplegado con fuerza la idea de autorrepresentación -«votar por nosotros mismos»- frente a las anteriores formas de representación mediadas por «intermediarios culturales» de las clases medias o de las élites, como fue el caso del movimiento neopopulista Conciencia de Patria (CONDEPA), liderado por el «compadre» Carlos Palenque, o del acceso del aymara Víctor Hugo Cárdenas a la Vicepresidencia de la República, de la mano de Gonzalo Sánchez de Lozada (1993-1997).
Desde el comienzo, el gobierno de Evo Morales estuvo cargado de gestos y símbolos para reforzar la idea de «revolución democrática y cultural» con la que la izquierda quiere comenzar su gestión. Primero fueron las tres ceremonias de asunción, incluidas la investidura indígena en Tiahuanacu y el «juramento» ante el pueblo en la Plaza de los Héroes. Luego vino el nombramiento de un gabinete considerado «duro» por la prensa local. «El gabinete recoge el conjunto de demandas de cambio y de transformación de la política boliviana. Los nuevos ministros están o han trabajado con los movimientos sociales, han estado en la trinchera de combate contra el orden neoliberal», dice el nuevo ministro de la Presidencia, el sociólogo y ex militar Juan Ramón Quintana. En el estratégico ministerio de Hidrocarburos recayó el «combativo» Andrés Soliz Rada, partidario de una nacionalización dura y crítico por la izquierda del Movimiento al Socialismo (MAS) en el tema energético. En el recién creado ministerio del Aguas -uno de los temas sensibles en Bolivia- fue nombrado el líder de la Federación de Juntas Vecinales (Fejuve) de la ciudad de El Alto, Andel Mamani, que encabezó, el año pasado, las luchas por la expulsión de la empresa de aguas francesa Suez.
Una de las sorpresas fue la designación de Casimira Rodríguez -dirigente de la asociación de empleadas domésticas- a cargo de la cartera de Justicia. «Es la reivindicación histórica de una gran mayoría de trabajadoras domésticas tradicionalmente marginadas, invisibles para la sociedad, maltratadas y excluidas, tratadas muchas veces como animales», continúa Quintana. Dos señales fueron emitidas con las designaciones del ex productor de coca, Felipe Cáceres, como nuevo zar antidrogas y del intelectual indigenista, David Choquehuanca, a cargo de la Cancillería. «Los diplomáticos deberían hablar quechua o aymara», dijo el nuevo canciller y amenazó con cerrar la Academia Diplomática «por ser excluyente».
En sus primeras y vertiginosas dos semanas de gestión, el presidente Evo Morales cumplió con la prometida rebaja de salarios de los altos funcionarios estatales -57% para el presidente, que ganará menos de 2.000 dólares y 50% para los parlamentarios- e impuso un ritmo de trabajo marcial: entra al Palacio Quemado a las 5 de la mañana y, a veces, antes.
Por otro lado, Morales removió a toda la cúpula militar y se saltó dos promociones sospechosas de haber participado en la polémica entrega de 28 misiles chinos HN-5 a Estados Unidos «para ser desactivados», debido al temor de la potencia del norte a que cayeran en manos de grupos terroristas; también nombró a un activista de derechos humanos, Sacha Llorenti, como embajador en Washington «para traer a Gonzalo Sánchez de Lozada» (para que responda por los 60 muertos de octubre de 2003) y está preparando una ley de convocatoria de la Asamblea Constituyente que «garantice» mayoría para los movimientos sociales e indígenas para «refundar» Bolivia.
Sin embargo, el camino hacia el cambio no está libre de obstáculos y el nuevo gobierno enfrentará las mismas dificultades para resolver la ecuación entre utopía y realpolitik que ya debieron encarar otros gobiernos de izquierda en la región. Además, los movimientos sociales y sindicales están lejos de la imagen idealizada con que por momentos se los ve en el exterior y, corrientemente, el corporativismo se impone a su «vocación hegemónica».
A modo de ejemplo: el nuevo ministro de Trabajo, Santiago Gálvez Mamani, es un obrero, dirigente de la Federación de Fabriles, que está a favor del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. Incluso los trabajadores fabriles realizaron el 23 de octubre pasado una masiva marcha, en alianza con los empresarios textiles, que llegó hasta las puertas de la embajada estadounidense en reclamo de la firma del TLC, muchos de cuyos participantes provenían de la «combativa» ciudad de El Alto. Y, paradójicamente, el gobierno tiene como aliado «anti TLC» a un sector de los grandes exportadores de Santa Cruz de la Sierra, principalmente de soja y, para consolidar esa alianza, se perfilan acuerdos con Venezuela y Libia para exportar soja y azúcar.
La presencia en el gabinete del millonario «de izquierda», Salvador Ric Riera, hijo de catalanes republicanos exiliados y un outsider entre los grupos de poder de la autonomista Santa Cruz, buscaría una alianza con sectores del capital «nacional». También hay algunas «manchas» en el nuevo gabinete: uno de los ministros más cuestionados es el titular de Defensa, Walker San Miguel, recomendado por el alcalde paceño Juan del Granado, que se desempeñó como abogado de varias privatizaciones y forma parte del directorio del Lloyd Aéreo Boliviano, propiedad del empresario filomafioso Ernesto Asbún.
Para muchos, uno de los temas que definirá el rumbo del gobierno será la licitación del Mutún -principal reserva de hierro y manganeso de Bolivia-, reclamada por los sectores empresariales cruceños y codiciada por varias empresas transnacionales. Morales se comprometió a dar luz verde a la licitación y sectores duros del gobierno como el ministro de Hidrocarburos, Andrés Soliz Rada, se opondrían, reclamando la modificación previa del Código de Minería. También se espera una definición sobre el tipo de «nacionalización» petrolera que impulsará la nueva administración.
La realidad es que, más allá del discurso nacionalista del nuevo gobierno, muchos de sus proyectos deberán ser financiados por la cooperación internacional («En mi viaje aprendí que ser un buen presidente es hacer buenos negocios», dijo Morales a la vuelta de su gira mundial). Y el «capitalismo andino» propuesto por el vicepresidente Álvaro García Linera no deja de emparentarse al «capitalismo nacional» promovido por el viejo populismo latinoamericano.
Un «instrumento político» y un líder nacidos en el campo
Pocos auguraron que la emergencia del «Instrumento político» impulsado por los campesinos cocaleros del Chapare alteraría tan profunda y rápidamente el mapa político y social boliviano, dando origen a nuevas identidades políticas y mostrando gran capacidad de interpelación sobre los sectores subalternos. La izquierda tradicional tardó bastante tiempo en reconocer a los cocaleros como actores sociales de envergadura y nunca terminó de comprender y aceptar la forma sui generis que plantea el «instrumento político» de los sindicatos, una forma organizativa distante del partido defendido históricamente por la izquierda marxista en sus diferentes versiones como «conciencia colectiva» y estructura de combate de las clases oprimidas.
El salto cualitativo y novedoso en la creación del Instrumento Político se produjo en 1995, cuando un conjunto de sindicatos campesinos aprobó una «tesis» que consistía en fundar un movimiento organizado como extensión de las instancias sindicales campesinas que venían protagonizando grandes movilizaciones en defensa de la tierra y el territorio y contra la erradicación de los cultivos de coca. Era una época de debilidad para el movimiento social, aún golpeado por la derrota de la marcha minera «por la Vida» que marcó el principio del fin de la «poderosa» Central Obrera Boliviana (COB) como instancia articuladora de los sectores populares e incluso de una izquierda política que legitimaba sus programas en los congresos cobistas, pero también era un momento de ensayos y errores para superar la fragmentación y encontrar puntos de apoyo para una reemergencia plebeya que se operaría algunos años después con la «guerra del agua» en Cochabamba y la expulsión de la empresa de aguas Bechtel, en abril de 2000.
A partir de las resoluciones de Santa Cruz se puso en pie la Asamblea por la Soberanía de los Pueblos (ASP), presidida por el dirigente cochabambino Alejo Véliz, que -siguiendo las resoluciones de su II Congreso- se definió como «una opción revolucionaria y liberadora que nace del seno de los compañeros campesinos y oprimidos [que] con el transcurso del tiempo ha captado la adhesión de otros sectores, conforme a sus principios de Instrumento Político de los oprimidos y no sólo de los campesinos» (ASP, 1997). Un proceso -que luego de divisiones internas, especialmente el alejamiento de Alejo Véliz, se materializará en el MAS-IPSP.
En los años siguientes, estas gigantescas maquinarias sindicales y comunitarias -sustentadas en estructuras corporativas- han mostrado gran capacidad para disputarle los votos a los partidos tradicionales y promover un sentido común alternativo al irradiado desde la institucionalidad estatal, siguiendo una ola que en cinco años debilitó profundamente a los partidos que se alternaron en el poder desde la recuperación de la democracia: Movimiento Nacionalista Revolucionario, Movimiento de Izquierda Revolucionaria y Acción Democrática Nacionalista, además de estrellas más fugaces como Nueva Fuerza Republicana, todos vaciados ya del contenido ideológico que anunciaban sus siglas.
La Asamblea por la Soberanía de los Pueblos (ASP) nunca obtuvo el reconocimiento de la Corte Nacional Electoral (CNE) por lo que la primera vez que el Instrumento Político se puso a prueba -en 1995- lo hizo en el marco de la alianza Izquierda Unida (IU), conformada principalmente por el Partido Comunista (PCB) y una fracción izquierdista de la antigua Falange, el Movimiento al Socialismo (MAS), y obtuvo 49 concejalías y diez alcaldes, todos en Cochabamba; luego -en 1997- Evo Morales fue elegido diputado uninominal con el 61,8% de los votos (un récord nacional). Pero en 1998 el «matrimonio» político entre Evo Morales y Alejo Véliz se rompió definitivamente después de tortuosas disputas por el liderazgo campesino en Cochabamba, y Morales decidió embarcarse con la sigla del Movimiento al Socialismo (MAS), esta vez ante las dificultades de lograr el reconocimiento electoral del Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos; de allí la sigla MAS-IPSP.
La expulsión de Evo Morales del Parlamento en enero de 2002 (acusado por los enfrentamientos entre policías y cocaleros en Sacaba) y sus enfrentamientos con el entonces embajador Manuel Rocha constituyen dos momentos en su emergencia como líder nacional. Ambos hechos le proveyeron al líder cocalero el referente simbólico necesario para lograr la adscripción política de una parte de las clases medias urbanas, más vinculadas a los procesos de individuación modernizante y alejadas de las lógicas sindical-corporativas predominantes en el MAS.
El encuentro «cara a cara» con las bases resulta clave en la construcción de liderazgo de «el Evo»; su vestimenta, vocabulario (y su victimización) constituye un eficaz intento de diferenciación con respecto a los «políticos tradicionales», presentándose genuinamente como un campesino indigena, pese a haber ocupado espacios antes reservados a los sectores elitarios, como el Parlamento y a partir de ahora la Presidencia de la República. Formado en la escuela del sindicalismo campesino, alejada de los cócteles y los canapés de los seminarios de las ONG internacionales, Evo Morales sabe que seguir siendo «uno más» entre sus bases es un capital que no puede dilapidar. Y eso se puso en evidencia luego de su victoria electoral, cuando recorrió el mundo y se entrevistó con los dignatarios de varias potencias mundiales, incluido el rey de España, en jersey o en mangas de camisa.
Las elecciones presidenciales de junio de 2002 constituyeron un «primer aviso» para el sistema político: Evo Morales logró una alianza electoral inédita entre los campesinos, los habitantes de los barrios pobres de las ciudades y no despreciables círculos de la clase media intelectual que le dieron un sorpresivo segundo lugar, pisándole los talones a Gonzalo Sánchez de Lozada, que obtendría una victoria pírrica en el Parlamento que terminaría pocos meses después con su huída del poder en medio de la cruenta asonada popular conocida como la «guerra del gas». La historia se aceleró a partir de esa fecha, en un ciclo de inestabilidad política que tuvo como segunda víctima a su sucesor, Carlos Mesa, y se cerró con el acuerdo político del 9 de junio, que posibilitó la investidura de Eduardo Rodríguez Veltzé y la convocatoria de elecciones generales anticipadas.
Los resultados electorales del 18 de diciembre le dieron al MAS un mandato inédito en la historia boliviana reciente y poco común a nivel continental. Además, el tercio de los votos masistas en Santa Cruz y Tarija pone de relieve la porosidad del discurso de las «dos Bolivias» (la occidental conflictiva y la oriental productiva) de la dirigencia cívica cruceña y ha puesto en escena a los numerosos excluidos de la identidad cruceña irradiada por las élites locales, que fueron eficazmente interpelados por el discurso «popular» del MAS. Un discurso heterogéneo, fruto de la articulacion de reivindicaciones de diferentes luchas sociales. El éxito del MAS se debió, en gran medida, a la capacidad de este movimiento para ligar la coca -como hoja sagrada- a la identidad indígena, cuestionando, al mismo tiempo, los efectos del modelo económico y proponiendo algunas líneas generales de un nuevo proyecto de país.
La victoria de Evo Morales es la expresión de un ciclo de movilizaciones casi ininterrumpidas después de cinco años, con picos como la «guerra del agua» en Cochabamba, en 2000, las jornadas de febrero del 2003 y la «guerra del gas» del mismo ano, las movilizaciones alteñas contra Aguas del Illimani en 2005, y finalmente, la segunda «guerra del gas» en mayo-junio de 2005, que abrió las puertas a las elecciones del 18 de diciembre.
Un viejo actor con rasgos nuevos: algunos aspectos del «pueblo» masista
El núcleo del discurso del MAS -y de la mayor parte de la izquierda boliviana- es hoy el antineoliberalismo, especialmente la recuperación del control estatal de algunas áreas estratégicas de la economía, como los recursos naturales o los servicios públicos. Se trata, en este sentido, de una izquierda «reformista», que propicia un proceso de «descolonización del poder» y renacionalización del país, y opera, con tensiones, en el terreno institucional y extrainstitucional. También el MAS incorporó la defensa de la democracia representativa a su horizonte discursivo aunque, a diferencia de pasado, no se trata de una fase en la «transición al socialismo» sino del campo en el que deberá realizarse la «refundación del país que incorpore a quienes no participaron de la fundación de Bolivia», es decir, se trata de la radicalización de la democracia «liberal». Para el vicepresidente electo, Álvaro García Linera, la imposibilidad del socialismo en Bolivia se basa en dos constataciones: la implosión de las economías comunitarias en economías familiares -estructuras de las últimas rebeliones sociales- y el repliegue político y organizativo de la vieja clase obrera, reemplazada por un nuevo proletariado precarizado y des-sindicalizado. A estos «factores objetivos», quizás convenga agregar los «subjetivos»: la inexistencia de corrientes socialistas entre los movimientos sociales bolivianos.
Ahora el MAS tiene el desafío de transformar el antineoliberalismo en una nueva institucionalidad y un nuevo modelo económico «postneoliberal», en un contexto en el que las elecciones parecen haber cancelado el «empate catastrófico» operado desde 2003 a favor de una nueva hegemonía indígena-popular aún por construirse.
Por lo pronto, la victoria de Evo Morales coloca a Bolivia en la longitud de onda de un continente que, luego de los decepcionantes resultados de las políticas «neoliberales» aplicadas desde mediados de los años ’80 -que combinaron achicamiento del Estado, empeoramiento de las condiciones de vida y elevados niveles de corrupción- vuelve a ensayar políticas de mayor intervención estatal y un relacionamiento algo más autónomo con los organismos financieros internacionales y Estados Unidos en una suerte de «nuevo nacionalismo».
En gran medida, el éxito masista fue articular un conjunto de corporaciones populares, cuyas formas organizativas combinan la forma comunidad con la forma sindicato, a partir de la operación populista descrita por Ernesto Laclau: el intento de construir al «pueblo» como actor histórico a partir de una pluralidad de situaciones antagónicas, en este caso mediante el liderazgo de Evo Morales, superficie de inscripción de una multiplicidad de frustraciones acumuladas de corta y larga duración. Sin embargo, una diferencia importante con otras experiencias de articulación populista «clásicas» es que aquí no se trata de un líder que «constituye» al «pueblo», sino de un líder surgido de los propios movimientos sociales, que bajo el nuevo gobierno «de poncho y corbata» reactualizarán una lógica de cogobierno con el Estado -surgida luego de la Revolución Nacional de 1952- y cuyo devenir no es posible definir a priori .
En este contexto, el gobierno masista deberá ir resolviendo -en la práctica- la tensión entre expansión hegemónica y repliegue corporativo de los movimientos sociales que conforman el «instrumento político», con un problema adicional: la difícil combinación entre capacidades técnicas y compromiso político entre quienes deberán ocupar los puestos estatales, en un movimiento en el que los intelectuales nunca fueron realmente incorporados, sino vinculados a través de la figura del «asesor».
Este primer tramo del gobierno del MAS determinará si se avanzará hacia una reforma intelectual y moral de la política o hacia un nuevo tipo de clientelismo popular que reemplace parte del personal del Estado sin cambiar de manera sustancial la forma de hacer política en el país. En gran medida, la votación al MAS expresa las mismas demandas que recogió el centroizquierda (con más o menos resultados) en otras de sus variantes continentales: mayor transparencia en la gestión pública y reconstrucción de un Estado pulverizado por dos décadas de aplicación dogmática de políticas neoliberales que precarizaron aún más las ya precarias condiciones de vida de los bolivianos (por ejemplo, producto del aumento de las tarifas de los servicios públicos privatizados).
Es un lugar común comparar este regreso de la izquierda al poder con su más inmediato antecedente, la Unidad Democrática Popular (UDP) (1982-1985), expulsada del poder por el sabotaje de la derecha empresarial (hiperinflación) y las presiones de la izquierda radical encarnada en la COB. Pero el contexto parece presentar más diferencias que similitudes con el de los años ’80. Además de encontrar una situación macroeconómica «equilibrada», frente a la crisis de los ’80, Evo Morales no tiene enfrente a una Central Obrera con un potencial de movilización capaz de vetar políticas estatales, como tuvo Hernán Siles Suazo, sino a una organización en la que los recuerdos de anteriores gestas heroicas pesan más que su debilitada realidad actual. Tampoco el caudillo aymara Felipe Quispe, que obtuvo menos del 3% de los votos, parece en condiciones de desafiar al liderazgo emergente de Morales.
A la legitimidad social del próximo gobierno -producto de la propia biografía de luchador social de Evo Morales, «no podemos bloquear a nuestro propio gobierno»- se suma un paraguas de legitimidad política derivada del resultado plebiscitario del triunfo electoral, que se expresará parcialmente en el plano de las instituciones: mientras el MAS contará con una mayoría absoluta en Diputados, en el Senado tendrá 12 bancas frente a 13 de Podemos, 1 del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y otra de Unidad Nacional (UN) de Samuel Doria Medina. Resulta aún incierto si las prefecturas (gobernaciones), de las cuales el MAS obtuvo sólo tres de nueve (Oruro, Potosí y Chuquisaca), se transformarán en un escenario propicio para la «resurrección» de una derecha expulsada del poder nacional, o si los intereses personales de los prefectos electos los conducirán a reacomodos que los acerquen pragmáticamente a un oficialismo que podría facilitarles su gestión local y que ya ha convocado a un «pacto de gobernabilidad».
Por otro lado, Bolivia será un laboratorio en términos de articulación entre lo político y lo social que a nivel continental se resolvió básicamente mediante dos fórmulas en apariencia antagónicas: «cambiar el mundo sin tomar el poder» o «tomar el poder sin cambiar el mundo». El zapatismo cae dentro de la primera de ellas, y experiencias como las del PT brasileño en la segunda. El desafío del MAS es buscar cómo lograr «cambiar el mundo desde el poder». Como siempre la historia se encargará de resolver la ecuación entre éxitos y fracasos, expectativas y realizaciones, trasformaciones y continuidades.