A quien esto escribe no le gusta la utilización de palabras fuertes en sus notas y artículos, pero no se le ocurre otra más suave.
Felipe González, el hombre que convirtió al Partido Socialista Obrero Español (PSOE), partido de Pablo Iglesias y Francisco Largo Caballero, en un bastión de las reformas neoliberales vino una vez más a Argentina.
Es conocido su pasado. Fundamentalmente una larguísima estadía como “presidente”, el nombre que asigna la normativa española a quien hace las veces de jefe de gobierno o primer ministro. Permaneció en el cargo 14 años, entre 1982 y 1996.
Claro que si se tratara de un líder latinoamericano con alguna aspiración de autonomía (y a veces sin ella) tal duración entrañaría “abuso de poder”, “avasallamiento de las instituciones”, “manipulación del electorado” o lisa y llanamente “dictadura”.
Cuando se trata de dirigentes afines al poder económico y comunicacional, y sobre todo si es un o una dirigente europea/o que rebasa una década en el poder, la continuidad sostenida se convierte en “rica experiencia”, “conocimiento profundo de la administración pública”, “mirada de consumado estadista”, etc.
Y allí tenemos a González, celebrado a pesar de su trayectoria. Que por cierto, una vez dejada la función pública, tuvo entre sus ejes ejercer presión a favor de grandes empresas españolas. En especial, por supuesto, en Nuestra América. Qué importa, es un mimado del poder mundial. Se lo invita y se lo agasaja.
Un preferido del gran capital… y de muchos otrxs
Lo trajo el «grupo de los seis», que nuclea a las mayores entidades empresarias, entre ellas la Unión Industrial, la Bolsa de Comercio, la Sociedad Rural Argentina, la Cámara de la Construcción. Pero no fueron sólo grandes capitalistas los asistentes a su larga tenida oratoria: Alrededor de una hora y media.
Dirigentes del gobierno y oposición fueron a escucharlo. Y ¡cómo no! los capitostes sindicales, siempre sumisos con los dueños del poder. Y no sólo personajes del tenor de Armando Cavalieri, sino también “combativos” como Hugo Moyano y Juan Carlos Schmid.
González predicó en Buenos Aires (¿Hasta cuándo?), las bondades de la «transición española». Se comprende en un punto. Él tornó al PSOE en sostén de la monarquía instaurada por Francisco Franco.
El partido que respaldó a la Segunda República y le dio dos presidentes del Consejo de ministros, trastocado en deferente a «Su Majestad». Y contribuyó activamente al “pacto de silencio”. Y a los arreglos económicos para que quienes se beneficiaron bajo el franquismo sigan haciéndolo bajo la monarquía que lo heredó. El significante “Pacto de la Moncloa” suele ser llenado con esos contenidos. Y erigido en objeto de reverencia.
Claro que a los poderes permanentes de España le venía más que bien un “socialista” llevando adelante buena parte de su programa. Ya no había que recurrir a conversos del franquismo, sedicentes “demócratas de toda la vida”. Para qué, si podían contar con un jefe de gobierno con credenciales de lucha contra la dictadura. Y hasta vínculos con organizaciones obreras de izquierda.
Ése es el sujeto que viene a “darnos clase” de “democracia” y “progreso”, con el beneplácito vergonzante de las elites argentinas. Estuvo incluso el «progresista» ministro del Interior, Eduardo «Wado» de Pedro. Y sentado al lado de Héctor Daer, burócrata entre burócratas de la CGT. Dio el presente asimismo el jefe de gabinete, Juan Manzur.
No juzgamos necesario aburrir a lxs lectorxs con las parrafadas del ex premier. En general recorrió los tópicos del pensamiento político de la corriente principal más convencional. No faltó alguna diatriba contra el “populismo”, y referencias genéricas a la necesidad de “dejar de pelear y establecer consensos”.
Le sumó alguna consabida diatriba hacia el “populismo”. Y hasta un guiño “progre” acerca de la necesidad de distribuir riqueza, como para mejor tranquilizar a alguna parte del auditorio que pudiera sentirse algo fuera de lugar.
“Lecciones” y colonialismo.
Lo que sí merece un par de líneas es el colonialismo mental de quienes permiten que venga a darnos lecciones de democracia el adalid de una “transición” que pretendió dar eterna impunidad a los crímenes de una de las dictaduras más cruentas de la historia europea.
Sobre todo porque quienes lo habilitan son ciudadanos de un país que, mal que bien, juzgó a numerosos represores, sin excluir a quienes estuvieron en la cima de las Fuerzas Armadas y el Estado por esos años.
Aún con funestas agachadas como el “punto final”, la “obediencia debida” y los indultos, la comparación con la península, donde todavía no se han anulado las sentencias de muerte dictadas por tribunales militares u otros “especiales”, no presenta la menor duda.
Y qué decir del antecedente más tenebroso de González, la organización de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL), unidades parapoliciales que en la década de 1980 llevaron adelante una “guerra sucia” contra ETA.
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Estas preferencias no pueden extrañar en los grandes capitalistas, que seguramente hubieran preferido el “orden” y la “seriedad” de la transición española.
Lo más significativo es que dirigentes que blasonan de cierta autonomía frente al poder económico y amagan enfrentar a los emporios de la comunicación, saluden sumisos la visita. La de un emblema de la apostasía respecto de quienes, literalmente, se dejaron la piel bajo las garras del franquismo.
¿O es que en el fondo aplauden a Telefónica, a Repsol, a Iberdrola y a otros grupos empresarios españoles que movilizan o han movilizado recursos abundantes en la maltrecha sociedad argentina?
Cada visita de González resulta una burla para las mayorías populares de Argentina. Se repetirán, salvo que se produzcan cambios profundos y destinados a perdurar.
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