El ministro del Interior de la Nación, Eduardo “Wado” de Pedro habló el pasado 19 de agosto en una charla enmarcada en el ciclo “Diálogo Público-Privado”, organizado por la Cámara de Comercio de los Estados Unidos en la Argentina (AMCHAM).
Entre otras referencias amigables hacia los “inversores” norteamericanos afirmó “…analizamos el desarrollo de infraestructuras para generar las condiciones de inversión y las mejores oportunidades de negocios para el sector privado.” En otro pasaje de su intervención preconizó “…establecer acuerdos perdurables de largo plazo, que generen estabilidad y previsibilidad a cada sector.” En otras palabras, hace propia las ideas del “buen clima de negocios” y la “seguridad jurídica”, que constituyen bandera de los empresarios a la hora de reclamar políticas benévolas en el trato del aparato estatal con las grandes compañías.
Sonriéndole a las grandes empresas.
En el mismo encuentro, y ante una consulta de La Nación, abonó esa misma línea al fijarse el objetivo de “derribar prejuicios”. E hizo una implícita autocrítica a la relación gobierno-gran capital en gestiones kirchneristas anteriores: “Quizás antes, cuando tuvimos la administración de poder, no nos acercamos lo suficiente y nos pusieron un etiquetado frontal que no es. Pero las etiquetas con el tiempo se terminan cayendo.”
Por su parte los empresarios le reconocieron haber mostrado “…buena predisposición para abrirse al diálogo con la AmCham y su ecosistema.”
También enunció la idea de que Argentina es “uno de los países que tiene estabilidad institucional, democrática, política y social”. Este es un comentario que circula hace un tiempo y cuya importancia hay que justipreciar. Ante el escenario convulsionado de los “mejores alumnos” del consenso neoliberal (Colombia, Perú, Chile), la capacidad del peronismo para “contener” la protesta social y prevenir “estallidos sociales” se vuelve un activo valioso a la hora de negociar con los grandes capitalistas. Y de ofrecerse como garantes de sus intereses en comparación respecto a neoliberalismos con rampantes políticas proempresarias, que son al mismo tiempo portadores del riesgo de no poder evitar crisis sociales y políticas de alcances imprevisibles.
En una entrevista para La Nación publicada el 23 de agosto, el primer candidato a diputado en la lista del Frente de Todos en CABA, Leandro Santoro, se interroga: “¿Las empresas tienen que ganar dinero?” y se responde “Claro que sí, pero yo también quiero que ganan dinero los laburantes.” Y poco más adelante “Necesitamos que las empresas ganen más plata para que creen más mano de obra. Si eso sucede, si las empresas producen más y generan más es lógico que haya una matriz progresiva que reinvierta parte de su utilidad en términos sociales.”
Por cierto que en la valoración de estas declaraciones hay que tener en cuenta los condicionamientos electorales. Postulante en la ciudad de Buenos Aires, Santoro necesita interpelar a un electorado que, en gran proporción, es afín a las ideas “liberales” y “promercado”. De todas maneras, el candidato no estaba obligado a avalar una falacia demostrada. Tal la de que un incremento de los beneficios empresarios deriva de modo lineal en el aumento del nivel de ocupación.
Las preocupaciones sociales que manifiesta en el mismo párrafo son valiosas en sí mismas, pero pierden virtualidad si al mismo tiempo se suscribe algo parecido a la “teoría del derrame”. Es sabido que muchas veces las empresas aprovechan momentos de elevados beneficios para reorganizar el proceso productivo y reducir el número de sus empleados. Parece claro que el dirigente de origen radical se inclina también hacia el propósito de mostrar un rostro amable hacia lo más concentrado del capital.
Su par para la provincia de Buenos Aires, Victoria Tolosa Paz, se animó a proponer un avance hacia un sistema impositivo más progresivo (para el caso argentino es mejor decir “menos regresivo”). Por supuesto el coro proempresario de los medios dominantes salió al cruce en contra de aumentar “la ya asfixiante presión tributaria”. Un sonsonete utilizado para mantener la estructura de impuestos que cae en mayor proporción sobre consumidores y trabajadores (IVA e Impuesto a las Ganancias a los asalariados) y grava en mucha menor medida a la riqueza y los beneficios empresariales.
La dirigencia del Frente de Todos, o al menos una parte de ella, parece estar dispuesta a ofrecerse como administradora de lo existente; con mayores garantías de estabilidad y control social que la que pueden brindar sus opositores de derecha.
Lo que se complementa con una actitud del gobierno nacional que no se verbaliza pero se lleva adelante en la práctica: La de evitar que políticas de orientación reformista produzcan roces más o menos serios con los núcleos más poderosos de la clase dominante. O bien desandar el camino cuando se encuentran con un conflicto imprevisto, como ocurrió en la disputa en torno del grupo Vicentín y se ha repetido más tarde.
Los dichosos “Derechos Especiales de Giro” (DEG)
En una línea similar estuvo el reciente anuncio de la vicepresidencia de la Nación, acerca de que los DEG, equivalentes a más de 4300 millones de dólares, que el Fondo Monetario Internacional (FMI) acaba de remitirle a Argentina, serán utilizados para el pago de vencimientos de deuda al FMI y al Club de París. Tal acción iría en contra del propio pensamiento del Fondo en cuanto al destino de esos recursos, concebidos como aporte a la solución de los agudos problemas económico-sociales desatados o agravados por la pandemia.
Esa decisión contradice incluso la posición planteada en su momento por iniciativa de un grupo de parlamentarios a los que se supone afines a Cristina Fernández de Kirchner. Fue con ocasión del 25 de mayo pasado. Encabezados por la diputada y economista Fernanda Vallejos, más de 2000 personalidades signaron un manifiesto de apoyo a que los DEG fueran destinados a la “asistencia económica por la pandemia”. Incluso se postulaba que se suspendieran los pagos a los organismos internacionales, bajo la consigna “Primero la salud y la vida, después la deuda”.
Más allá de lo que ocurra en ámbitos de personalidades destacadas, en movilizaciones de organizaciones sociales cercanas al oficialismo se enarbolan consignas del tipo “La deuda es con el pueblo” o “Abajo el FMI”. La política de privilegiar el pago a los acreedores internacionales por sobre posibles erogaciones en beneficio de las mayorías populares se da de patadas con ese tipo de reclamos.
En tanto movimiento de orientación “nacional y popular” uno de los basamentos del peronismo es el de saber ser intérprete de las necesidades populares. O mejor todavía, de cómo éstas son experimentadas y sentidas en la vida cotidiana. No parece ser el caso en estos momentos. Al menos la coyuntura de las primarias abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO) del 12 de septiembre, parece ser enfrentada con muchas actitudes de “buena letra” frente a los representantes del capital. Cordialidades que no parecen sintonizar mucho con las urgencias de su base electoral, vapuleada a fondo por la doble crisis económica y pandémica.
Las intenciones amables hacia los poderes fácticos no hacen mella en los medios de comunicación predominantes. Las columnas incendiarias y los editoriales apocalípticos siguen a la orden del día. El grupo Clarín o el diario de los Mitre están jugados con la oposición de derecha. Y en todo caso toman como signo de debilidad cualquier rasgo de acercamiento. Son voceros del capital y grandes conglomerados capitalistas ellos mismos, por cierto. Pero en esta coyuntura parece que su compromiso prioritario es con la victoria electoral (o la derrota atenuada) de “Juntos”.
Cualquier cosa por los votos ¿dará votos?
Podría extraerse como conclusión que no está nada claro que las actitudes “proempresa” desde el Frente de Todos vayan a entrañar un buen negocio electoral. Lo que es más seguro es que las capitulaciones frente al gran capital, incluso las meramente discursivas, son convertidas por los líderes empresarios en base para renovadas y permanentes ofensivas contra las condiciones de vida y de trabajo de las clases populares. Y será así antes y después de las elecciones.
En medio de ese ingrato panorama, que emerja una alternativa popular clara, con capacidad de interpelar a grandes masas, sigue siendo una cuestión pendiente. Su necesidad se percibe acuciante. Su posibilidad, en cambio, aparece todavía lejana.