En estos días, se cumplen tres años de presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. Circulan ya algunos balances preliminares, como el de Hernán Brienza, que me impulsan a reflexionar sobre el tema. Brienza distingue, a su juicio, cuatro etapas: «un primer momento de profundización del modelo redistributivo que generó una fuerte confrontación con algunos sectores […]
En estos días, se cumplen tres años de presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. Circulan ya algunos balances preliminares, como el de Hernán Brienza, que me impulsan a reflexionar sobre el tema.
Brienza distingue, a su juicio, cuatro etapas: «un primer momento de profundización del modelo redistributivo que generó una fuerte confrontación con algunos sectores de poder concentrado, una segunda instancia de institucionalización de reformas, un tercer estado de recuperación escalonado de la fuerza propia sobre la base de la batalla cultural y una cuarta etapa basada en el ingreso de la dimensión humana en la política por causa de la muerte de Néstor Kirchner.»
Mi impresión parte de un recorrido diferente, que nace en la misma jornada electoral de 2007, cuyos resultados, a mi juicio, escondían ya el desgaste de la base electoral de sustentación que, vaya paradoja, supo en su agonía dar al kirchnerismo el mejor de sus triunfos.
En primer lugar, el FPV había perdido en casi todas las ciudades principales del país. Ciudad de Buenos Aires, La Plata, Córdoba, Bahía Blanca y Mar del Plata son algunos ejemplos. Ese revés relativo en el voto urbano, que se explicaba por la alienación de un importante sector de las clases medias metropolitanas, se compensaba por el tremendo rendimiento electoral del kirchnerismo en las áreas periurbanas y rurales. Fueron estos hechos los que dieron lugar -¿se acuerdan?- a la afiebrada lectura de la entonces autoproclamada «jefa de la oposición», Elisa Carrió, al hablar de legitimidad segmentada.
En segundo lugar, el kirchnerismo, que había construido su fortaleza electoral a partir del avance decidido de los ingresos de los sectores populares, sufría ya las primeras estocadas de un envión inflacionario que alcanzaba, en ausencia de un firme contrapeso de política social, para erosionar dicho avance. Esta situación, ocultada mal por la intervención al INDEC, no fue sin embargo decisiva en ese momento, pero sería decisiva hacia las elecciones de medio mandato.
En tercer lugar, estaba el problema de la sustentación política. Néstor Kirchner había soñado con una reestructuración de la política argentina sobre la base de dos constelaciones, un kirchnerismo de centro – izquierda frente a una oposición de centro – derecha. Los ejes de la elección, sin embargo, pasaron menos por ese camino que por clivajes más tradicionales, como el que divide a peronistas y antiperonistas. Asomaba la necesidad de reorganizar el justicialismo como un imperioso baluarte de la gobernabilidad futura.
En la fuerza triunfante, no obstante, primaba un diagnóstico altamente optimista, que suponía un amplio margen de maniobra para la presidenta electa. Se hablaba de convocatorias amplias y de «sintonía fina», circulaban densos textos con planes de gobierno que incluían la renovada promesa de un pacto social, de larga tradición en el peronismo. El encuentro de Cristina con el cardenal Jorge Bergoglio, concretado en los primeros días de su mandato, parecía confirmar las ambiciones de consolidación del flamante gobierno.
Estas impresiones preliminares serían de corta duración: en apenas noventa días, CFK enfrentaría el conflicto político que definiría los rasgos más salientes de la primera mitad de su mandato.
Como se sabe, el conflicto agropecuario fue el resultado de la alianza estratégica de los distintos sectores de la propiedad y la producción del ámbito pampeano, desde los grandes propietarios hasta los pequeños y medianos productores que habían sido, como dijimos, uno de los baluartes electorales del kirchnerismo en octubre, con los sectores medios que se habían manifestado ya entonces como el pilar social de la oposición.
Homologados en sus intereses por procesos económicos globales y por una política tributaria equivocada, estos sectores gozaron, además, de la ampliación de sus demandas por parte del complejo mass – mediático, y contaron con el concurso decisivo de las clases medias, en tanto fuerza movilizadora capaz de darles un rostro urbano sin el cual no hubiesen tenido la misma trascendencia. La capacidad movilizadora del peronismo no alcanzó para evitar la derrota política, primero en las calles, y luego en el Senado, de una iniciativa que parecía terminar definitivamente con el kirchnerismo en tanto experiencia política.
Unos días después de la derogación de la R. 125, todo parecía acabado. La alianza social que había dado luz a los años dorados del kirchnerismo, simbolizada en la necesaria partida de Alberto Fernández, era historia. El gobierno había jugado a todo o nada, y había perdido.
El panorama, necesariamente, requería de fuertes cambios. Pero, ¿Cuáles? ¿Cómo instrumentarlos? Aquí se vería constado algo que para muchos de nosotros era ya evidente, y que Brienza resume en su nota señalando que «el kirchnerismo, hay que reconocerlo, es mucho más seductor y convocante acumulando poder que consolidándolo o institucionalizándolo.»
El camino elegido combinó dosis importantes de reformismo institucional con notorios avances sociales. La estatización de Aerolíneas Argentinas, la ley de movilidad jubilatoria, el primer anuncio sobre un eventual pago al Club de París, la decidida acción regional en defensa de la democracia, fueron algunas de esas medidas, que se asentaban tanto sobre corrientes de opinión fáciles de reconocer, como sobre la amplia dificultad opositora para negar su necesidad. Lentamente, el kirchnerismo recuperaba iniciativa.
Mientras tanto, la crisis económica comenzaba a insinuarse con una fuerza descomunal en los Estados Unidos, afectando decisivamente los paradigmas ideológicos en que anclaba la oposición. Claro que tendría también efectos locales, pero mucho más moderados que los anunciados por los oscuros agoreros del libre mercado, gracias a la incansable actividad del Ejecutivo. A fines de ese año, y en parte debido al nuevo contexto cultural, el gobierno daba el paso más trascendente, desde el punto de vista estructural, desde la salida de la Convertibilidad: la estatización de los fondos de pensión, base misma de la política económica anticíclica como de la política social del porvenir.
El gobierno, decididamente, volvía a enamorar. Pero el recuerdo del conflicto agropecuario seguía presente, y, ahora sí, el impacto de la crisis internacional y de la inflación local se sentía en los bolsillos populares. Tal vez por eso, no fue del todo sorprendente que el kirchnerismo, pese a sus meritorios esfuerzos, perdiese finalmente las elecciones de medio mandato de 2009, que el propio Néstor Kirchner había marcado como un plebiscito por la entera gestión iniciada en 2003.
Fue una derrota dura, dolorosa, compleja por sus muchas aristas, pero a fin de cuentas, fue también una derrota anunciada. Al día siguiente, un Kirchner todavía dolido dejaba la presidencia del justicialismo. Poco tiempo más tarde, sobrevino el necesario recambio de ministros, que sonó a enroque más que a otra cosa.
De nuevo, medios de comunicación y referentes políticos anunciaron el final de la experiencia kirchnerista, y hasta se dieron el lujo de garantizar «una transición ordenada». De nuevo, el mazo de cartas escondía algunas sorpresas.
La ley de medios, precedida por la recuperación del fútbol como espectáculo de consumo popular, la reforma política y, especialmente, la asignación universal por hijo fueron algunos de los hitos de una agenda que, de nuevo, combinaba en tiempos y espacios reducidos el cambio institucional y la reforma social. Pese al intento de contragolpe parlamentario -cuyo saldo final es como mínimo exiguo-, el gobierno logró mantener la iniciativa sin mayoría legislativa, mantuvo la gobernabilidad y el rumbo económico, garantizó la política social y el aliento a la producción.
En eso estábamos cuando la repentina muerte de Néstor Kirchner nos tocó, de distintos modos, a todos. La multitudinaria participación popular en las exequias de Estado que le correspondían en tanto ex mandatario volvieron a romper, como había ocurrido en ocasión de los festejos por el Bicentenario, el relato mediático de una sociedad ganada por el odio o la indiferencia. La ausencia de su irreemplazable figura no significó, sin embargo, una merma en la calidad y el estilo firme de gestión, y sirvió para mostrar un inédito abroquelamiento de fuerzas sociales y políticas en torno de la institución presidencial.
De este modo, y tras un recorrido en el que no siempre supo o pudo esquivar las piedras, Cristina Fernández llega al año final de su mandato luego de un recorrido menos lineal que el que puede describirse, pero llega entera. De presentarse como candidato por el FPV, todos los escenarios la dan como una candidata ganadora, imbatible en primera como en segunda vuelta de ser el caso. Capitaliza, asimismo, el fracaso del entero arco opositor en construir, ora una alternativa política clara -lo más parecido a ello es el radicalismo, si no choca la calesita-, ora un proyecto de continuidad o cambio explícito.
La presidencia de Cristina Fernández ha sido, seguramente, muy distinta a todo lo planeado. Ha sido difícil, compleja, pero también ha sido reparadora y transformadora. Ha terminado de consolidar un ciclo de cambios políticos, económicos y sociales que, con o sin pacto social, tienen en las organizaciones gremiales, sociales y políticas su mejor legado. Ahora le toca elegir su broche de oro, que seguramente, conforme la tradición, será una combinación de reformas legales (ley de entidades financieras, reforma de la Federal) y avances sociales. En cualquier caso, y habiendo enfrentado adversidades notorias, su gestión deja un listón muy alto para quienes decidan continuar.
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