A dos años de la asunción de Andrés Manuel López Obrador, la desorientación a la hora de discernir si se trata o no de un gobierno de izquierda sigue siendo la misma. Pero, ¿vale la pena el esfuerzo por etiquetarlo?
En marzo de 2019, a unos meses de haber comenzado su mandato, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) decretó el fin del neoliberalismo en México: «Quedan abolidos el modelo neoliberal y su política de pillaje antipopular y entreguista». Pero, más allá de la retórica, ¿ha dado pasos concretos en esa dirección? Aquí vengo a argumentar que sí, aunque no sin ambigüedades, y en un contexto que le marca una serie de límites estructurales.
En poco menos de dos años en el poder, se ha incrementado la recaudación de impuestos de los más ricos en más de 200%, terminando con la práctica de condonaciones fiscales a grandes empresas y atacando la industria paralela de facturas fraudulentas para la evasión de impuestos (el Financial Times recientemente calificó a Raquel Buenrostro, jefa de la Secretaría de Administración Tributaria, como una «dama de hierro» dando «latigazos a las multinacionales»).
Antes de la crisis económica provocada por las medidas de cuarentena para desacelerar el contagio de COVID-19, el sector más pobre de la población había experimentado un incremento en sus ingresos de 24%, el mayor en décadas. Hubo el alza más importante al salario mínimo en más de cuarenta años. Los programas de transferencias de dinero en efectivo llegan a 65% más personas que en gobiernos anteriores.
Se reconocieron, por primera vez, los derechos laborales de las trabajadoras domésticas, y entró en efecto una reforma laboral diseñada para facilitar la democracia sindical (crucial, pues uno de los legados del régimen priísta del siglo XX es un tipo de sindicalismo completamente apegado al patrón y, hasta antes de la reforma, prácticamente imposible de desterrar). Se promueve actualmente la eliminación del formato de contratación precaria llamado outsourcing (tercerización).
El crimen de Ayotzinapa es investigado por una comisión de la verdad que cuenta con el beneficio de la duda –hasta ahora, al menos– de los padres de las víctimas. Preside el primer gabinete paritario, con 50% de los altos mandos en manos de mujeres.
Dado este breve recuento de algunas acciones de su gobierno, la respuesta a la pregunta que da título a esto artículo parece obvia. La imagen que AMLO tiene de Salvador Allende en su oficina parece confirmar que él se ve a sí mismo como un gobernante de izquierda. El hecho de que, según una encuesta reciente en El Financiero, el 95% de los ciudadanos que se autodesignan de izquierda en el país aprueban la gestión del presidente, parece tornar nuestra pregunta inicial casi en un sinsentido.
¿Ambigüedades?
Sin embargo, al resumen inicial hay que agregar que Alfonso Romo, uno de los empresarios más ricos de el país, es el jefe de gabinete del gobierno de AMLO (y ya cobró una víctima clara en el ahora exsecretario de Medio Ambiente y conocido activista Víctor Toledo). También hay que tomar en cuenta la reivindicación de López Obrador del Tratado de Libre Comercio con Norte América –ahora TMEC– del que antes fue un gran crítico. Y no solo eso: también hay un esfuerzo oficial por relegitimar la imagen del ejército, dañada en los últimos años de abusos a los derechos humanos durante la «guerra contra el narco».
El plan de desarrollo del gobierno involucra, entre otras cosas, el rescate de PEMEX, la compañía estatal de hidrocarburos, en una era en que el cambio climático es una realidad. Tampoco parece interesado en los derechos de las parejas del mismo sexo o la libertad de abortar, cuestiones sobre las cuales se a rehusado a pronunciar postura en repetidas ocasiones (proponiendo que dichas cuestiones se sometan a consulta popular). Su acercamiento a fuerzas confesionales evangélicas, expresado más claramente en la alianza con el partido conservador PES, en 2018, abona a la confusión sobre el perfil ideológico de el gobierno (aunque, dicho sea de paso, es una alianza pragmática con un minúsculo partido que no alteró en lo más mínimo la agenda original de su partido, MORENA).
Ante el surgimiento de un combativo movimiento feminista a raíz de la persistente ola de feminicidios, AMLO ha tropezado, mostrándose más interesado en «desenmascararlo» como un ataque orquestado desde la derecha (que sí ha intentado montarse en él), que en escuchar sus demandas. Su repetida romantización de la familia como fuente de seguridad social, y del trabajo de las mujeres en los cuidados del hogar, lo acerca inclusive a un conservadurismo social no reaccionario.
Ante la aparente ambigüedad, valdría la pena preguntarse si sirve de algo siquiera definir si es o no de izquierda. La etiqueta en sí no tiene peso entre la población; no hay beneficio político concreto en defender la categorización. AMLO no la usa, prefiriendo términos como «humanista» o «liberal» (en el sentido antioligárquico del siglo XIX). Y lo obvio: hay muchas izquierdas (al menos por el hecho de que, por definición, siempre es una posición relativa en los tableros políticos realmente existentes en cada país y momento histórico).
Este punto es olvidado entre quienes buscan en una tabulación del historial ideológico del personal burocrático las pistas de la orientación del gobierno, o entre quienes se acercan a entender el fenómeno con un listado en mano de lo que constituye la izquierda pura en abstracto y ostentando un imaginado monopolio sobre la credencialización de la izquierda verdadera.
Puesto así, el debate se estanca en un superficial análisis cuantitativo: ¿qué tan de izquierda es AMLO?
Pero si de algo sirve mantener la categorización de «izquierda» –si avanza, en algún modo, a esclarecer lo que ha sucedido hasta ahora y nos de una pista de qué esperar en el futuro– sería más útil reformular el debate y preguntar: ¿qué tipo de izquierda es? Es decir: ¿cuáles son sus prioridades? ¿Cómo entiende el país que heredó y cómo maniobra con los límites estructurales presentes?
¿Qué izquierda?
El gobierno de AMLO tiene, hasta ahora, dos ejes principales que guían las decisiones oficiales: 1) la concepción de la corrupción no como un crimen individual sino como una economía política específica y 2) una visión neodesarrollista y nacionalista del rol del Estado en la economía. Estos dos ejes, sin embargo, deben ser negociados en un contexto de límites producto del período neoliberal: la desarticulación de las clases trabajadoras, el ahuecamiento del Estado y la crisis de violencia del narco.
En la concepción de AMLO, el neoliberalismo convirtió al país en una especie de Estado rentista en reversa, en el que miembros del gobierno hacían negocios con una red de contratistas que drenaban el dinero público a través de una serie de mecanismos, que van desde el outsourcing de funciones gubernamentales, ofreciendo servicios a sobreprecio, hasta –en los casos más extremos (pero comunes)– crear una estructura paralela de empresas fantasma y recibos falsos para la evasión fiscal.
El gobierno de AMLO ha combatido estas prácticas, reorganizando y recentralizando el gasto público para recortar «desde arriba» (lo que él llama «austeridad republicana»), así como creando una agresiva Unidad de Inteligencia Financiera que investiga el fraude de cuello blanco. Además, ha eliminado la condonación de impuestos que se obtenía a través del cabildeo de grandes compañías. Los esfuerzos han redituado en un país con índices de recaudación por debajo de los promedios de la OCDE y ALC, obteniendo un incremento en la recolección de impuestos sin recurrir a una reforma a la estructura fiscal vigente, lo que constituye una reforma fiscal progresiva de facto.
La estrategia de desarrollo del gobierno consiste en canalizar fondos a una serie de programas tales como transferencias en efectivo incondicionales a estudiantes, personas en la tercera edad, personas con discapacidades, entre otras; un programa de pasantías profesionales para adultos jóvenes y garantías de precios y subsidios para pequeños productores agrícolas.
Los fondos públicos se destinan, también, a una serie de proyectos masivos de infraestructura, como una refinería, un aeropuerto, un tren en la península de Yucatán, un corredor de transportación en el Istmo de Tehuantepec conectando el Golfo de México con el Océano Pacífico, un proyecto de caminos rurales y un programa de reforestación, con el plan de generar al menos dos millones de empleos de obra pública.
Entendiendo esta visión, no es sorpresa entonces que, en una reciente disputa con una compañía de energía «verde» norteamericana, que alegaba estar siendo relegada del mercado mexicano por la compañía estatal de electricidad en supuesta violación al TLC, AMLO refrendara claramente su apoyo a la empresa estatal, aun ganándose críticas por antiambientalista.
Límites estructurales
Los límites que estructuran y condicionan las visiones previamente descritas son herencia de la transformación neoliberal de las décadas pasadas. Como en el resto del mundo, el neoliberalismo produjo en México una desarticulación de las clases trabajadoras como agentes políticos.
Esta desarticulación no fue solo el resultado de la erosión del sindicalismo (que, a decir verdad, en México había sido dócil desde antes de el período en cuestión), sino por los cambios profundos en la composición de clase, resultado de la precariedad y el trabajo informal (actualmente, el 60% de la fuerza laboral mexicana esta en el sector informal). Esta condición dificulta la capacidad de las clases trabajadoras para generar sus propias demandas y elevarlas a la esfera política; no hay presión organizada desde abajo que pueda, simbióticamente, empujar el gobierno hacia la izquierda.
Paradójicamente, la relación entre el movimiento social y el gobierno se ha dado, en ocasiones, en sentido opuesto. Algunas medidas tomadas por AMLO han resultado en un resurgimiento de las clases trabajadoras como actor político. El ejemplo más claro es el alza al salario mínimo, que llevó a una insurrección en las maquiladoras en Matamoros, Tamaulipas, en demanda de el incremento equivalente en otras prestaciones.
Sin embargo, este desarrollo autónomo no ha encontrado en MORENA un apoyo organizativo. El partido es una coalición amplia de intereses anti establishment, un bloque con serias tensiones al interior y atrapado en una lucha interna que lleva dos años, abdicando su función como aparato articulatorio.
El ascenso de AMLO sucede también en el contexto de un ahuecamiento prolongado del Estado, dificultando la ejecución de algunos proyectos gubernamentales. Esto ha significado una dependencia en las colaboraciones público-privadas. Uno de los proyectos insignia de López Obrador, el Tren Maya alrededor de la península de Yucatán, aunque propiedad del Estado, incluye componentes público-privados. El ambicioso plan de transferencias en efectivo se lleva a cabo a través de la infraestructura administrativa de Banco Azteca. El dueño del banco es el magnate de medios Ricardo Salinas Pliego y su director ha dicho abiertamente que consideran a los enlistados en los programas de transferencias como futuros clientes de sus (abusivos) servicios de préstamos (aunque ya hay planes para que las transferencias se den a través del recién creado Banco del Bienestar).
Se ha eliminado la práctica de «subcontratar» servicios públicos (instancias en que el gobierno transfería recursos a organizaciones privadas para administrar, por ejemplo, guarderías infantiles) con la intención de reintegrar estos servicios a instituciones del gobierno centralizadas. Pero en la fase transicional, las personas que dependen de estos servicios han recibido vouchers (resultando en un extraño libertarismo desde la izquierda).
La eliminación de fideicomisos que administraban fondos públicos de manera altamente discrecional para reintegrar los fondos al control de secretarías de Estado constituye un ejemplo más de las dificultades a las que se enfrenta una izquierda retomando las riendas del poder pero con un aparato gubernamental neoliberalizado.
Por último, los dilemas impuestos por la necesidad urgente de recuperar el poder del Estado se han manifestado en la crisis de violencia relacionada a los carteles de la droga y el debate sobre la creación de un Guardia Nacional (GN). La GN es un nuevo cuerpo armado compuesto por miembros de el ejército (más nuevos reclutas), reentrenados para labores policíacas. Estará bajo control militar por un período de cinco años antes de pasar a mando civil. Los crímenes cometidos por miembros de la GN serían juzgados en una corte civil (no una militar).
Los críticos de la GN temen que represente un incremento en la militarización de la vida pública. La participación de el ejército en la «guerra contra el narco» anteriormente ocurría bajo términos legales ambiguos. La administración de Peña Nieto intentó modificar la Constitución para permitir el uso de el ejército en labores de seguridad pública.
Aunque, durante la campaña, AMLO habló de la creación de una guardia nacional (y hay un apoyo claro a esta medida por parte de la opinión pública), también había sido crítico de el rol de el ejército en labores policíacas. La GN es un punto medio entre quitar por completo a los militares de las calles y la demanda popular por la presencia de fuerzas armadas.
Los árboles y el bosque
¿Es el gobierno de AMLO de izquierda? Sí. La pregunta, sin embargo, debe ser: ¿qué tipo de izquierda? El balance anterior sugiere una izquierda definida por su énfasis en recuperar al Estado como gestor. De este modo, se aleja de la tradición en el país de una izquierda más «autonomista», representada en el neozapatismo, férreos opositores al proyecto de López Obrador.
López Obrador prioriza los temas de desigualdad económica, y no los temas del progresismo social; esta recuperación involucra una visión de el Estado como agente de desarrollo siempre dentro de un paradigma capitalista, acercándose a la tradición de izquierda representada por el Cardenismo en su versión más radical o, en su versión más reformista, por el Estado benefactor de mediados del siglo XX. No puede ser más que posneoliberal (más que antineoliberal), pues la reestructuración del período neoliberal afectó inclusive la propia formación del sujeto político colectivo y las herramientas mismas para gobernar.
Este es solo un boceto de qué izquierda gobierna. En todo caso, la respuesta a esta pregunta –el estudio del diagnóstico de la realidad que hace esta izquierda, de sus prioridades en la práctica, y de su negociación con los límites estructurales y/o autoimpuestos a los que se enfrenta– es lo que nos ayudará a dar justa proporción en el análisis a los logros, contradicciones y errores de este histórico momento. Solo así se puede diferenciar entre los árboles y el bosque.
Edwin Ackerman es profesor de Sociología en la Universidad de Syracuse (Estados Unidos).
Fuente: https://jacobinlat.com/2020/12/01/gobierna-la-izquierda-en-mexico/