Hace varios meses que, desde círculos cercanos al gobierno federal, su partido y elementos afines, se ha venido manejando la tesis de que en México se urde un llamado “golpe blando” (El Fisgón) contra el gobierno constitucional que encabeza Andrés Manuel López Obrador. Desde luego, los opositores a este gobierno, los partidos de derecha, las organizaciones cupulares del sector empresarial, diversos medios de prensa y de difusión, periodistas y opinólogos estarían participando en la también llamada “conjura de las élites” (Epigmenio Ibarra). Esa coalición, con la clara impronta de las derechas que en el país habitan, representaría una poderosa y diligente amenaza no sólo contra el presidente sino contra el régimen constitucional y sobre todo contra la mayoría popular que dio a AMLO y Morena su contundente triunfo en 2018. Esas amenazas, sin embargo, en pocas ocasiones se vinculan con actores concretos, más allá de las denominaciones genéricas con que se los ha identificado: fifíes, “conservadores”; antes, la “mafia del poder”.
En octubre de 2019, después del fracaso de la operación en que se dejó libre al capo del Cártel de Sinaloa Ovidio Guzmán, el general retirado Carlos Gaytán Ochoa, en un desayuno con el secretario de la Defensa afirmó que los militares se encuentran agraviados y señaló como un fracaso de los mandos civiles el operativo en Culiacán. Fue interpretado como un llamado a la desobediencia militar al jefe de Estado. Los Ferriz, padre e hijo, plantearon en Twitter la cuestión de apoyar o no un golpe de Estado bajo el argumento de que el país va hacia el comunismo. Gilberto Lozano, vocero de un grupo empresarial de Nuevo León y cabeza visible del Frente Nacional Anti AMLO (Frenaa), Pedro Luis Martín Bringas (miembro del Consejo de Administración de Soriana, que de inmediato fue separado de ese cargo) y el empresario Juan Bosco Abascal figuran entre las voces que, con distintos tonos, han demandado deponer al presidente, incluso con la fuerza militar.
Hay golpistas en la ultraderecha mexicana, pero lo que no hay que perder de vista es si existen condiciones para un golpe de los llamados blandos en este país.
Según todos los indicios, el golpe blando es una nueva modalidad estratégica que ha venido a sustituir la anterior figura de las dictaduras militares, con sus niveles de represión, polarización social, sangre y su elevado costo en imagen desde que el presidente estadounidense James Carter se pronunció en defensa de los derechos humanos y dejó de apoyar a un régimen como el de Anastasio Somoza en Nicaragua. Se trataría ahora, en una era en que se presume se han restaurado en todos los países de América la constitucionalidad y la legalidad, de evitar la toma del poder de manera directa por las fuerzas armadas, como ocurrió en los años setenta del siglo pasado, e instaurar gobiernos civiles, pero de derecha y adictos a Washington.
La deposición del presidente hondureño Manuel Zelaya en 2009, la del paraguayo Fernando Lugo en 2012 y la de la presidenta Dilma Rousseff del Brasil en 2016 son los casos conocidos de golpes exitosos bajo esa modalidad. Fracasó, en cambio, y a pesar del pleno respaldo de Washington, el intento del político Juan Guaidó de aplicarla en Venezuela contra Nicolás Maduro. Lo que estos casos muestran en común es: 1) que se aplicaron contra gobiernos progresistas o de izquierda distanciados del llamado Consenso de Washington; 2) que la remoción de los gobernantes fue operada desde los poderes Legislativo, Judicial o ambos, con acusaciones falsas de corrupción, traición a la patria o “mal desempeño en sus funciones” (Paraguay); 3) si bien asumen civiles el mando del país, y el ejército no aparece en el primer plano de las acciones, los militares siguen siendo el factor real de poder y apoyan y se disciplinan al golpe. Esto último fue lo que hizo la diferencia en el caso de Venezuela en 2019. En Bolivia, Jeanine Áñez logró encaramarse al gobierno, pero después de una asonada violenta y sangrienta, policiaca y civil, contra Evo Morales y el MAS, pero contando con el mando de las fuerzas armadas, que lanzó amenazas públicas contra el presidente legítimo, y con el respaldo de una magra minoría del congreso.
Pero en México sería muy difícil reproducir en la actual coyuntura las condiciones que hicieron posible la caída de aquellos gobiernos izquierdistas de América Central y del Sur. El presidente López Obrador, si bien ha visto descender en los sondeos sus niveles de respaldo popular, sigue manteniendo una cómoda aprobación de alrededor de 60 por ciento a su gobierno. No es menor el papel que los programas sociales —ahora convertidos en garantía constitucional— están desempeñando en ese apoyo social.
Pero, más importante, en el congreso, el partido del gobierno y sus aliados cuentan con mayoría absoluta en el Senado y calificada en la Cámara de Diputados, haciendo imposible una acción legislativa contra el presidente. También Morena ha ganado importantes gobiernos estatales y congresos como los de Ciudad de México, Puebla y Veracruz.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación, si bien no es mayoritariamente proclive a López Obrador, ha ido acomodándose a un claro modus vivendi con la éste a través de su presidente Arturo Zaldívar —que lo es también de la Judicatura Federal— y de los nuevos ministros colocados en 2019. Igualmente, la presidencia de la Comisión Nacional de Derechos Humanos está en manos de una militante de Morena, muy cercana al presidente López Obrador. Muy pronto, también el INE será capturado por el poder presidencial con la renovación de cuatro de sus consejeros.
Por su parte, los partidos de oposición—PAN, PRI, PRD, MC—, en un perfecto ejercicio de nado sincronizado, se encuentran en el mayor descrédito social y político por los escándalos de corrupción de sus gobiernos, carencia de credibilidad y liderazgos, y su descomposición interna. López Obrador ha buscado un acercamiento, por otra parte, con las iglesias, asumiendo posturas conservadoras en temas sociales como el aborto e integrando a algunas de ellas a tareas sociales.
El presidente de México ha asumido desde el inicio una política pragmática, incluso utilitaria, frente al gobierno de Donald Trump y ha apostado por la reelección de éste. Sus posiciones en el nuevo TMEC, los migrantes centroamericanos, energía y la reciente reapertura de la minería y la industria de automotores en México como “actividades esenciales” en medio de la paralización por la pandemia de Covid 19, sin duda han servido para fortalecer la posición del magnate neoyorkino en el inminente proceso electoral estadounidense. Hay discrepancias en las relaciones con Cuba y Venezuela, es cierto, que son ya históricas y se corresponden con el relativo apego del actual gobierno mexicano a su tradición diplomática de muchas décadas; pero difícilmente esos puntos serían determinantes en las relaciones con los Estados Unidos mientras no afecten directamente intereses del capital o el gobierno yanqui.
Pensar en un golpe militar o cuartelazo también suena fuera de lugar. López Obrador ha hecho todo lo posible por atraer el apoyo de las fuerzas armadas a su gobierno, y aislar a los sectores que pudieran serle adversos dentro de éstas. La militarización de la nueva Guardia Nacional, el otorgamiento de contratos de construcción —y su futuro manejo— en el nuevo aeropuerto de Santa Lucía; también de las sucursales del Banco del Bienestar; el empleo de militares en el programa Sembrando Vida (que originalmente, se dijo, sería para generar empleos en las regiones); ahora, en la construcción y manejo de hospitales civiles frente a la emergencia sanitaria; y el reciente decreto para prolongar la presencia de las fuerzas armadas en la seguridad pública, otorgan o refuerzan el poder de éstas, pero en tareas de carácter civil. Y esta nueva cercanía con el poder presidencial, pero también con la población, tienden a neutralizar o a aislar la tentación golpista.
La oposición activa al gobierno de López Obrador, se encuentra, entonces, en las burocracias partidarias desplazadas del aparato de Estado y minimizadas en la representación política, y en un sector de la burguesía que tiene control o acceso predominante sobre determinados medios de difusión, y en las redes sociales. Sus convocatorias a la movilización en la calle han puesto en claro las limitaciones de su presencia pública. Pero también está claro que la oligarquía financiera no está actuando de manera unánime como oposición; hay sectores de ellas que se han visto favorecidos o tienen acuerdos y contratos con la llamada Cuarta Transformación; por ejemplo, en los megaproyectos del sureste.
Pero, pese a todo ello, la idea del golpe blando se ha extendido entre militantes y simpatizantes del Morena, y el martes 9 de junio se hizo oficial con la insólita presentación, en la conferencia mañanera, de un documento anónimo denominado Rescatemos a México, en el que se plantea la conformación de un “Bloque Opositor Amplio” con el propósito de ganar la mayoría en la Cámara de Diputados y revocar el mandato de AMLO en 2022. En ese plan se involucrarían medios de comunicación, intelectuales, los gobernadores de 14 Estados, los partidos de oposición al gobierno federal y hasta las organizaciones cúpula empresariales. No se trata, al parecer, de un agrupamiento ya existente, sino de un proyecto, pero del cual se han deslindado públicamente casi todos los ahí mencionados. ¿Era esa la intención al balconearlos en la mañanera? Si lo era, al parecer ha funcionado. La exhibición del documento —en caso de ser éste real— ha dejado a los promotores sin mucho margen de acción para convocar al BOA, que de inmediato dio lugar en las redes sociales al rechazo, chistes y memes.
Al día siguiente, también en la conferencia matinal, López Obrador volvió a referirse al caso. Reconoció que en el documento la oposición no se plantea objetivos ilegales o ilícitos. Unificarse para actuar en el proceso electoral de 2021 y en el plebiscito revocatorio de 2022 no es en ningún sentido ilegal. Pero advirtió, minimizando: “el que no tiene injerencia en el asunto, ¿qué le preocupa?”; y demandó que los autores del misterioso documento (obviamente, conocidos por la Presidencia) actúen abiertamente, no ensarapados, y sin máscaras.
Queda también en el ambiente lo señalado en la columna política de El Universal el miércoles 10: un destacado morenista se habría presentado ante la dirección del diario, interesado en que dieran difusión, como una exclusiva producto de la investigación periodística, al escrito Rescatemos a México. De ser cierto, desde dentro del gobierno federal, o de alguien muy cercano, existía el interés de divulgarlo con propósitos no claros todavía.
Pero más aún: el propio coordinador de comunicación social de la Presidencia, Jesús Ramírez Cuevas, soltó, apenas concluida la conferencia del martes 9, un significativo tuit en el que afirmó que el documento Rescatemos a México “propone la conformación de un bloque opositor para arrebatar la presidencia en el 2021, en el que participan partidos, empresarios, medios, intelectuales, periodistas”. En realidad, el escrito mencionado “cuyo origen y autenticidad desconocemos”, subraya el vocero presidencial, no habla de “arrebatar la presidencia” a AMLO, y menos en 2021. Plantea, en cambio, ganar la mayoría de la Cámara de Diputados en 2021 y luego ganar el plebiscito revocatorio en 2022.
¿Cómo creer que la Presidencia dé una amplia difusión a un documento cuyo origen y autenticidad desconoce? ¿Difundiría en el mismo foro cualquier anónimo que llegue al Palacio Nacional con una noticia falsa, un infundio?
El efecto inmediato del texto de marras fue exacerbar los ánimos de los seguidores y simpatizantes de López Obrador contra el supuesto BOA y sus integrantes, y salir por diversos medios (declaraciones públicas, redes sociales, artículos de opinión, etc.) a condenar a los críticos y detractores ahí mencionados. Es decir, operar con la lógica amigo-enemigo de la que hablaba el politólogo alemán Karl Schmitt en 1932, y que dio lugar luego a la tesis política del enemigo identificado.
A casi todo gobierno o régimen político le conviene, en determinadas circunstancias, señalar al enemigo, al peligro que amenaza al conjunto de la sociedad, para obtener el respaldo activo o pasivo de los grupos mayoritarios de la nación. El propio López Obrador fue señalado así durante la campaña de 2006 por los publicistas de Felipe Calderón. Para el viejo priismo, lo eran las “ideas exóticas” (comunistas), los “alborotadores”, los reos de disolución social, los complots y conjuras extranjeras, como la que imaginó Gustavo Díaz Ordaz en 1968 y con la que justificó los crímenes de Estado de los que se sintió orgulloso hasta el fin de sus días. Luis Echeverría hablaba de “emisarios del pasado” para descalificar a sus críticos. Para los católicos intolerantes, el ateísmo atentaba contra la esencia nacional, etc. Los ejemplos serían interminables, y podrían llevarnos al Santo Oficio y su combate a la herejía, y hasta el nazismo contra los judíos.
Claro que el gobierno de López Obrador no llevará a nadie a la cárcel ni en ningún caso a la muerte, como lo hizo el diazordacismo. Pero en lo inmediato, en medio de la descomunal crisis económica, la amenaza de la pandemia y la imparable violencia delictiva, un espectacular anuncio como el del BOA le permite asumirse como amenazado, atraer o reforzar la adhesión social activa o pasiva y desacreditar a sus críticos y opositores. Curiosa, pero no casualmente, en este caso la repulsa social de los obradoristas no se enderezó contra los anónimos autores del documento, sino contra los ahí mencionados, dando por hecho que todos ellos participaban de la conjura denunciada.
Auténtico o artificial, el proyecto BOA ha servido al gobierno federal para colocar a sus adversarios a la defensiva y obligarlos a deslindarse de cualquier complot. El grupo de gobernadores de PAN, PRI, PRD y MC, que sí conspiran contra el presidente sin atender al descrédito de varios de ellos en sus propios Estados; los organismos cúpula del empresariado; el vocinglero Felipe Calderón, adicto al Twitter como trinchera de combate; periodistas del antiguo régimen y otros componentes de la oposición se han replegado, al menos momentáneamente, en sus ataques al gobierno. Pero efímero al fin, esos efectos se han ido diluyendo con el paso de los días.
Pero más allá del protagonismo presidencial, serán las políticas públicas que asuma el gobierno la medida de su éxito o fracaso. Su próximo indicador, las elecciones de 2021 y la participación que logren concitar; y su sanción el plebiscito de 2022. Media un tiempo que no debiera ser desperdiciado en fuegos fatuos por el gobierno en el que más de 30 millones de mexicanos depositaron su confianza.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH