El pasado 11 de septiembre, fecha emblemática a nivel mundial porque recuerda el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile y los atentados terroristas contra las torres gemelas de Nueva York, hubo en México un intento de asonada. Como en los espectáculos del World Trade Center neoyorquino y los aviones pinochetistas bombardeando el Palacio […]
El pasado 11 de septiembre, fecha emblemática a nivel mundial porque recuerda el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile y los atentados terroristas contra las torres gemelas de Nueva York, hubo en México un intento de asonada.
Como en los espectáculos del World Trade Center neoyorquino y los aviones pinochetistas bombardeando el Palacio de la Moneda, la magia de la televisión hizo posible que millones de mexicanos contempláramos en vivo y en directo la intentona golpista de los dueños de los monopolios privados de la radio y la televisión contra uno de los brazos del Poder Legislativo, el Senado de la República.
Ese día, los barones de los medios electrónicos y sus mejores jilgueros, autoerigidos todos en seudorepresentantes de un partido mediático sin verificación popular, protagonizaron el mejor «reality show» que se haya visto nunca en la pantalla chica en México.
En su intento por frenar una reforma electoral que pone límites al poder del dinero en las campañas políticas, desafiaron, menospreciaron e insultaron a los legisladores, y al final perdieron. No pudieron echar atrás las reformas. Bueno, eso al menos por ahora.
La molestia de los patrones de las principales cadenas de radio y televisión tenía que ver con un hecho básico: de aprobarse la reforma, dejarían de percibir tres mil millones de pesos (300 millones de dólares) por conceptos de spots políticos en las campañas de 2009 y 2012.
Y como agravante, tendrán que incorporar en sus horarios de las seis de la tarde a las 12 de la noche un total de 18 minutos diarios para la propaganda política, a razón de tres minutos cada hora.
Como argumentó el magnate radiofónico Rogelio Azcárraga, perderán 30 por ciento del tiempo comercializable en ese horario y, además, audiencia. Desde la óptica capitalista de los dueños de los medios, es un razonamiento químicamente puro. De allí la irritación de los grandes empresarios del ramo.
Pero en el fondo no se trata sólo de intereses económicos, sino también del papel de la televisión comercial en la lucha política y, al mismo tiempo, de la relevante función de los dueños de las televisoras en la formación y actividad de los órganos del poder público.
Lo tragicómico del caso fue, precisamente, que para defender sus intereses privados, los monopolistas de los medios electrónicos se metamorfosearon en voceros públicos del interés nacional y en adalides de la libertad de expresión, amenazada, dijeron, por la reforma electoral promovida por consenso por los tres principales partidos parlamentarios de México.
El enfrentamiento entre la Cámara Nacional de la Industria de la Radio y la Televisión (CIRT) y el Senado, anuncia un nuevo capítulo en la teleguerra sucia, ya que los legisladores dijeron que sigue la reforma sobre la Ley de Medios.
Es decir, lo ocurrido el 11 de septiembre fue el prolegómeno de un ajuste de cuentas entra la “clase política†y un puñado de barones de la industria del entretenimiento, usufructuarios de concesiones radioeléctricas propiedad de la nación, devenidos fácticamente padres de la patria.
En rigor, el pleito de los conductores y sus patrones con los legisladores, en cadena nacional voluntaria ※verdadero mundo del revés–, es una disputa por la renta entre la mediocracia y la partidocracia.
En las elecciones de julio de 2006, los partidos destinaron casi 70 por ciento de los millonarios recursos que recibieron como prerrogativas por parte del Estado para financiar sus campañas, a la contratación de espacios propagandísticos en los medios electrónicos. Particularmente, en el duopolio de la televisión, Televisa y TV Azteca.
Eso explica la campaña de chantajes y distorsiones exhibidos por una docena de concesionarios que controlan la radio y la televisión, respaldados por el Consejo Coordinador Empresarial, la Confederación de Cámaras Industriales y el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios (la cúpula de cúpulas). Lo hicieron en nombre de la libertad de expresión, pero en realidad se trató de una defensa altisonante, mentirosa y por momentos grosera, de sus negocios.
Una vez más, como suele suceder en momentos de crisis, los representantes históricos de la censura, la desinformación y la exclusión social se ostentaron como demócratas y pluralistas, y sin recato, acusaron al Poder Legislativo de “estar tomando al país de rehén†.
Desde esa posición, dieron un paso más en su afán por subvertir el orden institucional, al convocar a un “referéndum por la libertad†, con el argumento de que la sociedad debe opinar sobre las modificaciones constitucionales que contempla la reforma electoral en ciernes, pero con la intención de fondo de echar abajo los cambios legales que les significan la pérdida del jugoso negocio de la propaganda electoral.
De allí lo del título: la exigencia de una consulta pública sin sustento legal alguno es, en los hechos, la convocatoria a una asonada contra la soberanía del Poder Legislativo. Todo ello, para colmo, mediante el uso indebido y faccioso de la banda de radiofrecuencias que, cabe recordarlo, es un bien de dominio público.
*El autor es un reconocido articulista de la prensa mexicana. Colaborador de Prensa Latina.