A lo largo del gobierno de Andrés Manuel López Obrador se ha venido anunciando a los ciudadanos no meramente una serie de reformas sino una auténtica transformación, que desmesuradamente se pretende equiparar con los grandes movimientos sociales y económicos de nuestra historia, y con un cambio de régimen. Sin embargo, ni López Obrador mismo ni sus voceros han aclarado o especificado a qué nuevo régimen se buscaría llegar y cuáles serían sus características.
De hecho, esa transición se ha estado operando ya, aunque no en el sentido más deseable. Se ha configurado un régimen cívico-militar con ciertos paralelismos con el uribismo colombiano, si bien con distinto signo ideológico y en un contexto político diferente también, pero en el cual el gobierno civil cede cada vez más espacios a las fuerzas armadas para intervenir en la vida social, económica y de seguridad, y se apoya cada vez más en éstas para ejercer el poder del Estado. Acaso no sea, sin embargo, a ese nuevo régimen al que aluden las voces representativas del lopezobradorismo, sino a otro que no acaban de explicar.
Una caracterización más a la mano es la que nos permite distinguir el gobierno del caudillo tabasqueño como un régimen populista, caracterización que no deja de ser problemática en varios sentidos. En primer lugar, porque se trata de un concepto polisémico, ambiguo, del que se han hecho muy diversos usos e interpretaciones. De éstas, la más simple es la de la ideología de derecha que no ve en el populismo más que demagogia y un acercamiento políticamente convenenciero a las masas y sectores populares; es para esa visión un término de descalificación al régimen o a quien se vea como representante de sus posiciones. Sin ocuparme ahora de esa denominación, que podrá ser tema de otra colaboración, señalo ahora que para mí el populismo del actual gobierno se ubica no en su discurso sino en su pretensión de representar a clases y grupos sociales no sólo distintos sino con intereses contradictorios, política que con frecuencia frena u obstaculiza su acción.
Se trata ahora, en cambio, de ensayar si algunos de los conceptos del marxista italiano Antonio Gramsci (1891-1937) nos pueden ser de utilidad para caracterizar la forma de régimen que se ha venido instalando en nuestro país durante el más reciente periodo. Gramsci, cofundador del Partido Comunista de su país, cayó preso del gobierno fascista de Mussolini y, durante su prisión de más de una década, escribió en sus Cuadernos de la cárcel la parte más rica, original e interesante de su pensamiento, parte de ella centrada en el análisis político y de la historia del Estado italiano y en la renovación del marxismo para el diseño de la estrategia obrera en los países de la Europa occidental del siglo XX.
Entre los conceptos aportados o actualizados por Gramsci dos, el de transformismo y el de revolución pasiva resultan útiles a mi parecer para caracterizar y entender la dinámica política del México actual.
La noción de transformismo comenzó a usarse en el siglo XIX, nos dice Alfio Mastropaolo, cuando el primer ministro italiano Agostino Depretis pronunció en 1876 un discurso electoral en el que “auspiciaba una ‘fecunda transformación’, una ‘unificación de las partes liberales de la cámara […para] encontrar los instrumentos políticos para ofrecer respuestas más adecuadas y eficaces tanto al vasto complejo de viejos problemas que la administración de la derecha había dejado sin solución como a las nuevas exigencias y demandas provenientes de la sociedad civil”. Se trataba de “ganarse la opinión pública moderada y […] ampliar el consenso alrededor de una experiencia política que albergaba propósitos claramente reformadores, mediante una ampliación de la mayoría parlamentaria y asegurando al gobierno la colaboración de todos los exponentes de la clase política de ese tiempo”. Sin embargo, ya puesta en acción la “fecunda transformación”, “la palabra transformismo serviría para indicar un nuevo tipo de práctica parlamentaria consistente en una continua negociación de votos entre la mayoría y la oposición, en la corrupción elevada a recurso político fundamental y determinante, en algo totalmente distinto de la rara transición de hombres políticos de un sector a otro del parlamento, de un partido a otro. […] En el futuro, con la ampliación del sufragio y la consolidación de grandes partidos de masa, el mismo término se utilizaría para indicar los complejos juegos de equilibrio, los cambios de opinión más imprevistos, las colusiones aparentemente menos coherentes, que todavía en la actualidad aparecen a nuestra vista con tanta frecuencia, especialmente con la tendencia impuesta a los partidos por las reglas de la competencia electoral, a desordenar su propia especificidad y a transformarse en partidos ‘atrapatodo’” (N. Bobbio y N. Matteucci: Diccionario de política II).
Según lo interpreta Gramsci, el transformismo “clásico” tuvo un papel central en la unificación del Estado italiano. En el siglo XX el pragmatismo que lo caracteriza se expresó ya como la incapacidad de la burguesía para formar ideológicamente a sus jóvenes, que se “aproximan” entonces al pueblo; pero en las crisis esos jóvenes regresan a sus orígenes de clase y llegan incluso a alimentar el fascismo. Temporalmente, se sienten atraídos por el discurso radical y de lucha, pero finalmente se dejan arrastrar por las tendencias políticas que corresponden a su clase.
Para Gramsci, en la Italia de su tiempo el Estado-gobierno sustituía la acción de los partidos “para disgregarlos, para apartarlos de las grandes masas y tener ‘una fuerza sin partido ligada al gobierno con vínculos paternalistas de tipo bonapartista-cesáreo’: así es como hay que analizar […] el fenómeno parlamentario del transformismo. Las clases expresan a los partidos, los partidos elaboran a los hombres de Estado y de gobierno, los dirigentes de la sociedad civil y de la sociedad política. […]” Y añadía que “No puede haber elaboración de dirigentes donde falta la actividad teórica, doctrinaria de los partidos, donde no se buscan y estudian sistemáticamente las razones de ser y de desarrollo de la clase representada. De ahí la escasez de hombres de Estado, de gobierno, miseria de la vida parlamentaria, facilidad de disgregar a los partidos, corrompiéndolos, absorbiendo a sus pocos hombres indispensables». Prevalecía así, en esa política, “el día por día, con sus sectarismos y sus enfrentamientos personalistas, en vez de la política seria. […] Así la burocracia se enajenaba el país, y a través de las posiciones administrativas, se convertía en un verdadero partido político, el peor de todos, porque la jerarquía burocrática sustituía a la jerarquía intelectual y política: la burocracia se convertía precisamente en el partido estatal-bonapartista”.
Hoy podríamos considerar el transformismo como un efecto del pragmatismo extremo en que cayeron desde finales del siglo XIX muchos partidos y gobiernos (y, consecuentemente, sus militantes y prosélitos), en el cual se desvanecían las diferencias ideológicas, los programas, las señas de identidad. La búsqueda del poder se convierte no en un medio para la consecución de determinados objetivos, sino en un fin en sí que permite el disfrute, para quienes lo ostentan, de privilegios y canonjías inaccesibles para el resto de los ciudadanos. Una vez configurada una determinada ecuación de poder, sobre todo si ésta es duradera, pocos quieren permanecer al margen. El PRI y su actual sucedáneo, Morena son los casos paradigmáticos, pero en esas prácticas caen los demás partidos legalizados también en diversas medidas.
Hasta hace pocos años, en el mundo los procesos electorales se dirimían entre opciones partidarias o coaliciones muy similares programáticamente (sin importar sus orígenes y contraviniendo una famosa tesis de Angelo Panebianco que consideraba el nacimiento como destino para un partido); partidos “centristas”, que convergían en la zona moderada del espectro político.
Pero de un tiempo a la actualidad, acaso como radicalización de la ideología neoliberal o al ultraliberalismo depredador, o como reacción a éstos, los campos han tendido a deslindarse y diferenciarse nuevamente. No se trata propia o necesariamente de partidos ideológicos (como lo fueron los católicos, comunistas, liberales, fascistas, conservadores, socialdemócratas, etc.), pero hay una nueva y creciente tendencia a la polarización en Francia, Brasil, Austria, Italia y otros países, donde los electores han optado en mayor grado por las formaciones partidarias radicalizadas en los polos extremos de la configuración electoral. Aun en los Estados Unidos, tradicionalmente una configuración bipartidista no polarizada ideológicamente, la ultraderecha ha asumido un indiscutible protagonismo que ya incluso la llevó a la presidencia con Donald Trump.
En México, seguramente por una cultura política como la que el PRI inculcó durante décadas, no estamos en esa situación, y el novedoso partido de régimen es sumario y epítome del transformismo y el receptáculo y de cuanto político profesional quiera adherirse. Están ahí muchos de quienes diseñaron o promovieron el proyecto neoliberal, de quienes firmaron o avalaron el Pacto por México de Peña Nieto hace apenas una década, muchos conservadores de pensamiento y obra, muchos meros oportunistas sin ideología ni proyecto social alguno, pero incorporados al aparato partidario mismo o al del Estado.
Que el derechista PAN sea el segundo partido por su fuerza electoral en el país y Morena se encuentre firme en el control estatal no son prueba de que éste represente a la izquierda, de que el sistema electoral esté en modo alguno polarizado ni de que el conjunto de electores se ubique claramente en el flanco izquierdo del sistema. La decadencia del otrora omnipotente PRI, en cambio, sí es en parte, aunque sólo en parte, explicable porque una nueva opción ha venido a desempeñar ese papel omniabarcante y “atrapatodo” que por décadas le correspondió. Lo deplorable de la situación es el vacío evidente a la izquierda de Morena. No existe ningún partido o coalición con presencia nacional que sostenga posturas consecuentes con la necesaria y por hoy impracticable transformación del régimen y, más aún, de la sociedad.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
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