Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez
Ahora que los sitios web de redes sociales empiezan a preponderar y los individuos comparten en la red cada vez más detalles de su vida personal, creo que tenemos que repensar los límites de nuestro derecho a la privacidad. No para regular la tecnología ni este sector de la industria (en realidad, creo que el gobierno debería tener mucho cuidado con dónde pisa en ese terreno), ni para limitar la forma en que las autoridades pueden acceder a nuestros datos, sino para protegernos a los unos de los otros.
Se puede decir que los remedios actuales han funcionado bien en la última centuria, más o menos, pero no están muy bien adaptados al actual mundo web-céntrico. Tal como lo expongo en una reciente y larga exposición sobre GigaOM Pro (realizada bajo petición), antes de que mañana amanezca se habrán quedado obsoletos.
Lo que llamamos derecho a la privacidad
Aunque la Constitución no garantiza expresamente el derecho a la privacidad, con el paso de los años, las sentencias judiciales y las leyes lo han creado de hecho. Ahora existen algunas limitaciones claras acerca de cuánto puede inmiscuirse el gobierno en nuestra vida personal, o dónde empieza y acaba la Cuarta Enmienda. También hay legislación penal que nos protege de las violaciones de la intimidad por parte de otros ciudadanos, como la relacionada con los ciber-delitos o la intromisión física efectiva en nuestro espacio personal.
Pese a todo, la mayor parte de las veces la invasión de nuestra privacidad simplemente lesiona nuestros sentimientos. Para esos casos, nos queda una recopilación de legislación ordinaria o de lo que denominamos «demandas por agravio»: por violar los espacios de soledad, dar publicidad a la vida privada, apropiarse del nombre o el aspecto de otro o tergiversar la imagen pública de alguien. Se definen, por regla general, en el Apartado 652 de la (Segunda) Reafirmación de Agravios (de la que se puede ver un extracto aquí), si bien los estados norteamericanos que la reconocen lo hacen cada uno con interpretaciones ligeramente distintas.
Tal vez dar publicidad a la vida privada sea el más interesante porque, a diferencia del libelo o la calumnia, en ese caso la verdad no sirve para defenderse. Y si alguien se enfada porque otro publica detalles de su vida privada en Internet, esa reclamación quizá sea la mejor opción a la que apostar para obtener reparación. Pero en la era de la Web 3.0 y después, seguramente no baste.
Internet lo cambia todo
Las demandas por agravios contra la intromisión en nuestra privacidad se vieron alentadas en buena medida por un influeyente artículo de 1890 publicado en The Harvard Law Review por Samuel Warren y Louis Brandeis, un futuro juez del Tribunal Supremo. Les preocupaba que la invención de la cámara, así como las unas técnicas periodísticas más invasivas, se tradujeran en perjuicios indebidos para nuestro «derecho a que nos dejen en paz». Los periódicos constituían un canal de comunicación ideal para difundir chismes simplemente sobre cualquiera y publicar fotografías que pusieran nombre y ofrecieran detalles potencialmente embarazosos sobre rostros que, sin la revelación, serían anónimos entre la multitud.
La demanda por dar publicidad a la vida privada ha resistido las innovaciones tecnológicas de la última centuria, como la televisión o las cámaras instantáneas, pero queda anticuada para la red y las redes sociales. Para empezar, ha forjado una excepción con el denominado interés periodístico que resulta potencialmente problemática en la era del periodismo ciudadano. También requiere que la información «sea muy ofensiva para una persona razonable». Por último, la exigencia de publicidad en lugar de la mera publicación resulta muy restrictiva y está redactada para un mundo con medios de comunicación tradicionales. Veamos cómo describe esa diferencia la Reafirmación de Agravios:
«Publicación» […] es un término artístico con el que se alude a cualquier comunicación realizada por el acusado a una tercera persona. Por el contrario, «publicidad» significa que el asunto se hace público comunicándolo al público en general, o a muchas personas, de tal modo que se puede dar por seguro que al comunicar el asunto acabará convirtiéndose en conocimiento público.
Sin embargo, en un mundo en el que el hasta una fotografía aparentemente inocua puede convertirse en algo malicioso, estas distinciones dificultan mucho que se pueda trazar una línea demarcadora muy nítida. Por ejemplo:
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Si el amigo de un personaje famoso difunde en Tweeter una fotografía del famoso fumando maría en su casa, ¿hay que proteger esa información por su interés periodístico?
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Si soy una persona que, simplemente, quiero protegerme (nada de Facebook, nada de Twitter, ni siquiera tengo dirección de correo electrónico), escribir sobre mí en un blog o en una página de Facebook, o subir (y/o etiquetar) fotos mías, ¿es «muy ofensivo para una persona razonable»?
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Aun cuando una revelación sea muy ofensiva, ¿constituye publicidad difundirla a través de las redes sociales? ¿Y si quien lo publica solo tiene 3 amigos? ¿Y si tiene 100? ¿Y si tiene 2.000?
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Si algo se vuelve malicioso, ¿publicarlo entre amigos pasa a convertirse en publicidad?
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¿Qué pasa si una fotografía de Flickr de una cena íntima con amigos, no muy ofensiva pero potencialmente embarazosa únicamente porque alguien es feo, se vuelve maliciosa y el sujeto en cuestión queda en ridículo? ¿A qué puede recurrir?
Pero la cosa no acaba aquí. Como analizo con mayor detalle en mi artículo sobre GigaOM Pro, la confluencia de tecnología de reconocimiento de rasgos faciales, la computación en nube y el procesamiento de grandes cantidades de información podría permitir muy pronto determinar el nombre de una persona y cualquier información públicamente accesible sobre ella a través de una aplicación de un móvil. La mala gente con destrezas científicas y habilidad para el tratamiento de datos podría averiguar el número de la seguridad social de alguien partiendo únicamente de su nombre, su edad y la ciudad en que vive. Y todo esto empieza con una simple fotografía en Facebook.
Para quien deliberadamente ha mantenido un perfil poco sobresaliente en la red para evitar compartir información personal, la aparición de semejantes tecnologías socava por completo esa decisión personal. Lejos de ser nada más que un rostro en la multitud o un tipo que se coloca al fondo del bar, cualquiera que tenga un teléfono móvil y aplicaciones de 4,99 dólares podría conocer más información personal de alguien de la que esa misma persona compartiría jamás de forma voluntaria. Todo porque sus amigos comparten los detalles de su vida en la red.
No sé con exactitud cómo los jueces y los expertos legales podrían crear un nuevo derecho contra el agravio para equilibrar el interés de los individuos por la privacidad frente a la libertad de expresión y avance tecnológico de los demás, pero me parece que ha llegado el momento, más de 120 años después de Warren & Brandeis, de repensar nuestro derecho a que nos dejen en paz. En una época de vídeos maliciosos e identidades en redes sociales, la información viaja más deprisa y más lejos que nunca, lo que vuelve más importante que nunca determinar quién es el titular del derecho a narrar la historia de alguien.
Fuente: http://gigaom.com/2011/09/18/nows-the-time-for-a-web-3-0-right-to-privacy/