Esta semana la justicia hizo lo que se esperaba: condenó a reclusión perpetua (la máxima pena prevista en el Código Penal argentino) al todavía cura y ex capellán policial Christian Von Wernich. Lo encontró culpable de participar en 34 secuestros, 31 casos de tortura y tres asesinatos en centros clandestinos de detención regenteados por la […]
Esta semana la justicia hizo lo que se esperaba: condenó a reclusión perpetua (la máxima pena prevista en el Código Penal argentino) al todavía cura y ex capellán policial Christian Von Wernich. Lo encontró culpable de participar en 34 secuestros, 31 casos de tortura y tres asesinatos en centros clandestinos de detención regenteados por la temible Policía de Buenos Aires, en el marco del terrorismo de Estado desplegado por las Fuerzas Armadas durante la dictadura militar en Argentina (1976 – 1983).
Mientras Madres de Plaza de Mayo, defensores de los Derechos Humanos, sobrevivientes y familiares de las víctimas estallaban en un abrazo contenido por años y la mayoría de la sociedad acompañaba la decisión de los jueces, las miradas giraron hacia la cúpula de la Iglesia Católica. Por primera vez uno de los suyos era condenado por crímenes de lesa humanidad. Pero allí todo era silencio, apenas un comunicado demasiado tibio, como para lavarse las manos.
En 18 líneas, la comisión ejecutiva del Episcopado se mostró «conmovida por el dolor que nos causa la participación de un sacerdote en delitos gravísimos» aunque enseguida aclaró, condicionando, «según la sentencia del tribunal». Justicia de los hombres, al cabo, que la Iglesia no está dispuesta a acompañar con una autocrítica institucional seria.
Por el contrario, voceros del Episcopado deslizaron a la prensa local que sólo esperan «alguna señal de arrepentimiento» del condenado. Que aguarden sentados. En las últimas palabras ante el Tribunal, el cura torturador se mostró convencido de lo hecho. Cargó contra los sobrevivientes, «están preñados de malicia y concibiendo la maldad», dijo, y citó una misa reciente de uno de los referentes de la Curia y ex candidato a Papa, el cardinal Jorge Bergoglio, llamando a la paz, la reconciliación y la verdad.
Los abogados del cura, en tanto, aportaron otro dato que la Iglesia debería responder, en la defensa final del acusado dijeron que sus superiores en tiempos de la dictadura «estaban al tanto» de la actividad del religioso que -según ellos- se limitaba a recorrer centros de detención para acercar «ayuda espiritual» a los detenidos.
En el juicio, con testimonios directos, quedó claro que Von Wernich participaba de las torturas y colaboraba en interrogatorios para obtener información de los detenidos. Es decir, todo un partícipe necesario.
Norberto Lorenzo, uno de los jueces que condenó, indicó que «la Iglesia necesita hacer una autocrítica en serio, profunda, realista, frente a la sociedad sobre cómo actuaron» durante la dictadura militar. No es un reclamo nuevo, mientras la Iglesia insiste en que la institución no se equivoca pero sus hijos sí.
Muchos hijos, demasiados para sostener que son apenas ovejas descarriadas. El periodista Washington Uranga, especialista en temas religiosos, recordó en el diario bonaerense Página/12 que «el presidente de la Conferencia Episcopal en épocas de la dictadura, Adolfo Servando Tortolo, se mostró siempre como un entusiasta defensor del régimen dictatorial y justificó sus métodos de la misma manera que lo hizo el arzobispo de la Plata, Antonio Plaza (el jefe de Von Wernich) o el de San Luis, Juan Laise, para mencionar algunos».
Uranga indicó además que la institución de los capellanes militares y policiales, de la que Von Wernich formaba parte, «se convirtió en una herramienta ideológica-religiosa para legitimar los atropellos».
El que calla otorga, dice el viejo refrán. Hoy por hoy, aunque la justicia lo declaró torturador y asesino, Von Wernich no fue sancionado y podrá seguir ejerciendo su ministerio sacerdotal, aunque preso en un pabellón especial de una cárcel común. Su superior directo, dejó la decisión sobre la situación del cura para cuando sea «oportuno».
«La iglesia sigue encubriendo sin reconocer la complicidad que tuvo», declaró Tati Almeyda, madre de Plaza de Mayo. El premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, también indignado, mostró por su parte el camino que los obispos no quieren ver al indicar que «el actuar de la Iglesia (durante la dictadura) tuvo muchas luces y sombras. Hubo gente que dio su vida por el pueblo. Hay un martirilogio que todavía la jerarquía eclesiástica no reconoce». Son obispos y religiosos que se comprometieron en la defensa de los perseguidos por el terrorismo de Estado y pasaron a formar parte de la triste y casi interminable lista de los desaparecidos. Ya no se puede mirar para otro lado.