Para Julián, para Silvia y para todos nuestros chicos y chicas masacrados Silvia está partida al medio. No lo puede creer. Toda chiquitita y consumida por esa tristeza que invade y no respeta nada, se pregunta una y otra vez porqué, porqué. Y se responde ella misma: «Siempre nos matan a los pibes. Esta vez […]
Para Julián, para Silvia y para todos nuestros chicos y chicas masacrados
Silvia está partida al medio. No lo puede creer. Toda chiquitita y consumida por esa tristeza que invade y no respeta nada, se pregunta una y otra vez porqué, porqué. Y se responde ella misma: «Siempre nos matan a los pibes. Esta vez le tocó al mío. Siempre los matan». Rodeada por sus padres y por sus compañeros nos cuenta. Julián era un muchacho muy alegre y muy inquieto. Se detiene un segundo, con la mirada perdida, y sigue. «Tendría que ir a casa a buscar su camiseta y su imagen del Che. Julián tenía una estrella roja tatuada». Se detiene otra vez, baja la cabeza, hace silencio. Un silencio terrible que se mete hasta en los huesos. Todos acompañamos ese silencio. Levanta la cabeza con una sonrisa tristísima y vuelve: «Estaba leyendo a Gramsci. Juli leía mucho». El abuelo, militante como Silvia de toda la vida, agrega: «Sí, me preguntaba: «decime: ¿qué puedo leer de Lenin?»». El abuelo y la mamá se quedan en silencio. Uno al lado del otro. Ensimismados. Orgullosos. Vuelve Silvia. Retoma el hilo. Nos cuenta. Parece que Julián se quedó adentro del boliche buscando a su novia. No se podía ir sin ella. Por eso se demoró tanto y no pudo superar el envenenamiento, falleciendo en el hospital. Cuando pudo salir lo primero que hizo fue preguntar por ella. Silvia de nuevo hace silencio con la mirada perdida, pero en seguida retoma, moviendo la cabeza: «Y está bien eso que hizo, está bien, está bien, está bien…». Es lo que Silvia le enseñó. Sí, está bien.
Con ese gesto, Julián Rozengardt, de tan sólo 18 años, hijo de Silvia, marca toda una actitud ante la vida. Una concepción del mundo resumida y apretada en un pequeño gesto. Nada fuera de lo que debería ser común, de lo que debería ser algo normal, pero que lamentablemente no lo es. Sólo lo aceptamos como algo heroico cuando debería ser habitual. Poner en riesgo la propia vida para salvar a otro. Nunca salvarse solo. Salvarse, sí, porque la vida vale la pena ser vivida, pero con los demás. Juntos, nunca solos.
Esa actitud de Julián, síntesis inmediata, práctica, inequívoca, de una manera de situarse ante el mundo y ante la vida, es exactamente el mismo gesto de Darío Santillán, quien en la masacre del Puente Pueyrredón -cuando el gobierno peronista de Duhalde reprimió salvajemente al movimiento piquetero- se quedó junto a su compañero herido cuidándolo para no abandonarlo. Un gesto que para la policía argentina fue algo tan peligroso e imperdonable que le cobró la vida.
Julián y Darío, dos jóvenes argentinos. La solidaridad hecha carne y uña, el amor, el compañerismo, la ausencia de cálculo mezquino, la falta de medición. Primero, antes que nada, la vida y la solidaridad, el salvarse juntos, el vivir y hasta morir por los demás. Estos muchachos sí que entendieron lo más profundo y esencial del pensamiento del Che Guevara. Lo llevaron a la práctica.
Frente a ellos, un sistema inmundo. Perverso, siniestro, infernal. Y un gobierno con nombres y apellidos bien concretos que defiende ese sistema de muerte, de vidas puestas a plazo fijo y sometidas al lucro y a la acumulación, de solidaridades rematadas en la bolsa de valores, de una juventud que sigue siendo ante los ojos del poder peligrosa y sospechosa.
Nombres y apellidos bien concretos. Aníbal Ibarra, Néstor Kichner. Protectores de los empresarios. ¡No sólo protectores! Constructores de fantasías, ensoñaciones y relatos apologéticos del «empresariado nacional». Glorioso y abnegado «empresariado nacional» -siempre incomprendido por la izquierda, nos diría Kirchner- del cual el propietario del boliche Cromañón constituye un excelente representante. Uno más de tantos. ¿Por qué convertirlo en exclusivo chivo expiatorio si todos los empresarios son tan criminales como él? (¿Macri es muy distinto?).
Nombres y apellidos bien concretos. Ibarra, Kirchner. La palabra medida, previamente calculada; el gesto ensayado; la aparición con traje o camisa de mangas arremangadas, según convenga; el discurso encendido o eficientista, según el público; la mueca llorona o enojada, según marquen las encuestas de imagen o la proximidad de las elecciones.
Ibarra, Kirchner. Todo bajo control. Todo calculado. Todo cuantificado. Todo medido. Primero salvarse ellos. Primero su propio interés. Primero sus puestos y sus campañas. Primero su imagen. Una concepción del mundo y de la vida exactamente opuesta -no sólo distinta, sino opuesta y contradictoria- a la de Julián, a la de Darío.
Y vienen las marchas, las movilizaciones. La bronca, el enojo hasta quedarse afónicos. Chicos y chicas rockeras, sobrevivientes de la masacre, que descubren de golpe que sus amigos muertos que ahora lloran no son los primeros muertos de la Argentina. Y así, cruelmente, sin anestesia, sin un rodeo, sin mayores trámites, se chocan con los muertos del Puente Pueyrredón, de la AMIA, de LAPA, del gatillo fácil en los barrios periféricos, de los 30.000 desaparecidos, de las masacres de toda nuestra historia. Así, de golpe. Cruelmente. Porque nuestro país es cruel, muy cruel, demasiado cruel. A veces no se soporta tanta crueldad. No alcanzan los textos marxistas para explicarse racionalmente tanta previsible crueldad. No alcanzan. Nuestra sociedad no le tiene lástima ni de los más chicos. Demasiada crueldad para este pueblo.
Y con las marchas, con el abrazarse colectivamente, con el llorar junto con otros y otras, viene, una vez más, como no podía ser de otro modo, la represión. Otra vez la policía reprime. Y reprime con todo. Demasiada crueldad. Demasiada.
Nombres concretos. Ibarra, Kirchner. Y aparecen reformas mediáticas, para calmar los ánimos. Y entonces, después de andar bailando como equilibrista que sólo tiene en mente su imagen y su puesto político, después de andar repartiendo responsabilidades hasta al cafetero que pasaba por la esquina de la Legislatura, a Ibarra no se le ocurre mejor idea que cambiar al secretario de seguridad. El flamante nuevo secretario de seguridad, Juan José Álvarez, es nada menos que uno de los principales responsable de la masacre piquetera del Puente Pueyrredón. Y como no podía ser de otro modo, Álvarez debutó como mejor sabe y conoce, con la represión.
Otra vez la infantería repartiendo a troche y moche aquel viejo «palito de abollar ideologías» del que hablaba Mafalda hace casi cuarenta años. Otra vez los camiones hidrantes (escupiendo líquido azul para «marcar» jóvenes rebeldes y así poder detenerlos más rápido). Otra vez ese despiadado, cruel y corrupto ejército de uniforme azul que como hordas invasoras se apoderan de la ciudad, de sus calles, sus pizzerías, sus cafés y sus plazas. Otra vez muchachos jóvenes, chicas, pibes y pibas, llevados arrastrados de los pelos y encerrados en patrulleros, en camiones, en lo que tengan a mano. Otra vez.
Por la celeridad de la represión, las detenciones, el amplio despliegue «disuasivo» de los carros de asalto y toda la parafernalia represiva, queda claro que el Estado argentino no es neutral ni «nos defiende a todos por igual», según reza la histórica ficción del liberalismo vernáculo, repetida hasta el cansancio en escuelas y textos pedagógicos.
La burocracia del Estado argentino no es neutral. Tiene claramente una funcionalidad. Se sabe. Durante el incendio del boliche, las ambulancias no alcanzaban, muchos tubos de oxígeno no tenían instrumental adecuado para suministrárselo a las víctimas, los equipos forenses eran insuficientes para atender a tantos cuerpos que debían esperar la autopsia sin heladera, la información sobre los internados y los cadáveres no circulaba y las familias debían deambular como espectros desesperados -sin agua, sin comida, sin dinero- entre los hospitales y la morgue durante días. Se sabe. Se sabe. Pura burocracia. Pura ineficiencia. El Estado, a la hora de cuidar a los «ciudadanos», no sirve, es totalmente inoperante. Sin embargo, a la hora de desplegar infantería para la defensa de la Legislatura, para proteger a los políticos repudiados por el pueblo o para cuidar a los empresarios que ganan dinero con las vidas ajenas, ahí no hay ineficacia alguna. Las operaciones de represión se llevan a cabo con suma celeridad. Se sabe. Se sabe. La burocracia estatal se inclina para un lado. No es «equitativa». Con el neoliberalismo el Estado no desapareció. Se transformó. Se fortalecieron y aceitaron los mecanismos represivos, mientras los hospitales y escuelas públicas se deterioraron cada vez más. La masacre de Once y las represiones estatales que acompañaron las protestas de familiares y víctimas sobrevivientes lo demuestran blanco sobre negro.
Nombres concretos. Ibarra, Kirchner. Doble discurso. Una constante de este gobierno. Por la mañana: paz, amor, unidad nacional, mesas de diálogo y comprensión. Por la noche: palos, infantería, camiones hidrantes y policía de civil «marcando» jóvenes rebeldes. Este doble discurso, aparentemente esquizofrénico, constituye la verdad última de una forma de mantener la gobernabilidad y la dominación del capitalismo latinoamericano en tiempos de rebeldías generalizadas.
Pero el doble discurso no alcanza. Debe ser acompañado por la sistemática división del campo popular. No hay que ser adivino para vaticinar la operación que se viene. La división que el gobierno de Kirchner e Ibarra intentarán inocular entre las víctimas de la masacre de Once, entre los familiares, los sobrevivientes y todos los que esgrimen el reclamo irrenunciable de justicia. Como antes hicieron con el movimiento piquetero, con las fábricas recuperadas, con las asambleas barriales, con los organismos de derechos humanos, ahora comenzará la operación de dividir para reinar. Los «buenos» y los «malos», los «duros» y los «dialoguistas». Dividir. Dividir. Dividir. Una vieja estrategia de la política de los poderosos de la que Kirchner, es justo reconocerlo, constituye un verdadero maestro.
Después de la masacre, después de enterrar a los hijos de nuestros amigos y compañeros, después de toda la bronca contenida en el pecho, después de las asambleas de jóvenes y las movilizaciones masivas, después de las represiones y los numerosos detenidos, después de las operaciones mediáticas para demonizar la rebeldía y desinflar la protesta, nos queda atragantada una sensación amarga y un interrogante que nos aprieta el estómago.
Una y otra vez, como en los viejos cines barriales de funciones continuadas, estamos asistiendo a la misma película. Una y otra vez, una y otra vez. Nuevamente más de lo mismo. Por eso nos preguntamos: ¿siempre los muertos los vamos a poner nosotros? ¿Hasta cuándo?