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Ernesto Laclau, filósofo y teórico político, analiza los dilemas del sistema de partidos, los desafíos del kirchnerismo y las debilidades de la oposición

«Hay que combinar la acción del Estado con una nueva democracia de base»

Fuentes: Revista Debate

En esta ocasión su visita anual al país fue más prolongada que las anteriores. Una serie de motivos extendieron la estadía de Ernesto Laclau en Buenos Aires, lugar en donde nació, pero que no habita desde finales de la década del sesenta. Por un lado, la presentación del ciclo Diálogos con Laclau, que se emite […]

En esta ocasión su visita anual al país fue más prolongada que las anteriores. Una serie de motivos extendieron la estadía de Ernesto Laclau en Buenos Aires, lugar en donde nació, pero que no habita desde finales de la década del sesenta. Por un lado, la presentación del ciclo Diálogos con Laclau, que se emite por el canal Encuentro y que lo tiene como protagonista junto a varios de los más importantes pensadores contemporáneos. Por el otro, el lanzamiento de la revista Debates y combates, una publicación a su cargo que espera que sea para América Latina lo que fue «New Left Review para el mundo anglosajón». Además, claro, de seguir de cerca la campaña presidencial y brindar una numerosa serie de conferencias y charlas abiertas. En esta entrevista con Debate, el autor de Hegemonía y estrategia socialista (en colaboración con Chantal Mouffe) y La razón populista, analiza el escenario político argentino luego del triunfo de Cristina Kirchner, y las dificultades de la oposición para generar una alternativa de poder.

Las primarias habían dado un indicador importante de lo que serían estas elecciones. Pero, aun así, ¿esperaba un triunfo tan contundente de la Presidenta?

Esperaba un triunfo contundente. Las cifras exactas, obviamente, no se podían prever. Lo que me preocupaba era saber si iba a tener el control del Congreso o no. Ahora, evidentemente, lo tiene. O sea que todo salió muy bien.

Hace dos o tres años, o menos aún, tal vez, pensar en ese resultado hubiera parecido una osadía. Se habló mucho de la incapacidad manifiesta de la oposición, más que de las virtudes propias de la gestión. ¿Cuáles destacaría?

Las virtudes de la gestión están ligadas a la ruptura clara con el mundo político previo a 2003. Eso suscitó una serie de respuestas negativas de los sectores ligados al statu quo conservador y, por consiguiente, hubo una guerra de posiciones, en el sentido gramsciano del término, que fue ganada por el Gobierno.

¿Cuál fue la novedad política que trajo el kirchnerismo a la política argentina?

Hay rupturas a varios niveles, cosa que enriquece más la cuestión. A nivel de los derechos humanos tenemos la ruptura más importante en toda América Latina. Con el pasado dictatorial se fijó una frontera decisiva, se promovió abiertamente un quiebre. En otros países, como en Chile, el proceso ha sido de medias tintas y lento. Hasta no hace mucho se hablaba de la reconciliación nacional y el mismo Augusto Pinochet cumplió un papel importante en esa transición. En definitiva, la ideología de ruptura no estaba presente. Aquí, además de lo que se había hecho previamente, se le agregó una marca profunda en términos simbólicos. Pero, además, hubo rupturas a niveles del modelo económico, con el Fondo Monetario Internacional y con las políticas de ajuste de los años noventa. Si uno escucha el discurso de la Presidenta en el G-20 se corrobora. Finalmente, también hubo rupturas en términos de la integración social. Las bases sociales del sistema político se han ampliado enormemente. Y ese es un fenómeno de tipo irreversible. La inteligencia del kirchnerismo fue no haber dejado simplemente la protesta social al nivel horizontal, sino tratar de que ellas produjeran efectos al nivel de la organización del Estado. Todo esto es un proceso acumulativo que hace que estemos viviendo en un país muy distinto de aquel en el que vivíamos hace diez años.

¿Se puede pensar en términos de «cristinismo», como una posible etapa diferenciada de lo que se conoció como kirchnerismo?

Quizá en algún aspecto aparezcan fenómenos nuevos, pero creo que es un fenómeno de prolongación que se da dentro de la continuidad. Lo que me parece más claro como característico de esta etapa es el énfasis en las organizaciones juveniles. Por ejemplo, La Cámpora, la JP Evita, y una serie de movimientos concomitantes que hacen que, aunque se proceda de la matriz histórica del peronismo, surjan nuevos sectores de vanguardia que apuntan a una profundización del modelo.

¿Cuáles deberían ser sus principales desafíos de la nueva gestión? ¿Qué nuevas demandas democráticas debería sumar a la «cadena equivalencial» que estableció el kirchnerismo?

Lo que se tiene que dar es el afianzamiento de los centros de poder local. Es decir, un modelo que combine la acción en la esfera del Estado con una expansión de una democracia de base nueva. Todas estas nuevas organizaciones están apuntando a esta segunda dimensión. Algo de eso se está dando en los hechos. Hay que reproducirlo y consolidarlo. Ahí tiene que residir el futuro.

Se apela al término «institucionalización» para hablar de la tarea que le quedaría a Cristina por delante. Unos lo usan como una manera de pedir marcha atrás con muchas de las políticas de su gobierno. Otros como forma de cristalizarlas en nuevos hechos irrevocables.

Lo que hay que entender es que las instituciones no son nunca neutrales. Las instituciones son la cristalización de una relación de fuerza entre los grupos, entre las clases. Quienes defienden la institucionalidad, a secas, son precisamente los sectores conservadores que quieren mantener el statu quo sin que nada cambie. Un proyecto de cambio radical tiene que darse nuevas formas institucionales. Y esto es lo que me parece que está ocurriendo. En esta etapa, en la que todas las condiciones políticas son favorables, lo que hay que ir creando es, precisamente, una nueva institucionalidad.

¿Cuánto de movilización y cuánto de institucionalidad puede esperarse, entonces?

Las dos tienen que darse juntas. Una institucionalización sin cambios consolida el statu quo. A su vez, una movilización que no se traduce en formas institucionales nuevas es algo que se agota pronto. Hay algunos escritores conservadores que insisten mucho, los plumíferos de La Nación, por ejemplo, en la defensa de la institucionalidad. Ahora, ¿qué institucionalidad? ¿Cómo implementar los cambios necesarios con una institucionalidad que nos mantengan sin modificaciones? El proceso de cambio es «sic transit gloria mundi», para hablar de lo efímero de los triunfos. O «así transa don Raimundo», como decía Lucio V. Mansilla (risas).

El sistema político parece haber quedado reducido a un peronismo mayormente kirchnerista y expresiones menores que no alcanzan a ofrecerse como alternativas con posibilidades. Algunos han marcado esta particularidad como un problema importante para la salud del sistema político. ¿Lo es?

Si la oposición no es capaz de crearse a sí misma, alguna oposición vamos a tener que inventar. No se puede esperar que el Gobierno lo haga todo. Hay algunos líderes que van a perder visibilidad, que van a pasar a mejor vida políticamente. Claramente, Elisa Carrió y Eduardo Duhalde. Y, si va a haber alguna oposición, va a venir más del lado de Hermes Binner y el frente que él está representando. Va a ser una oposición más constructiva; no va a ser una oposición obstaculizante. Por lo menos, se espera que establezca algún diálogo con el Gobierno. Pero la diferencia de votos es tan sideral, que esa oposición va a ser, por lo menos en lo inmediato, más bien testimonial. En el futuro puede pensarse que de ahí surja una oposición un poco más fuerte y efectiva. Por otra parte, el país la necesita.

Otra hipótesis posible es que esa oposición surja del seno mismo del peronismo, no ya de quienes confrontaron con el kirchnerismo hasta hoy, sino posiblemente de quienes están hoy cercanos o dentro del espacio.

Lo veo difícil. El Peronismo Federal está muerto y, de alguna manera, fue una experiencia frustrante para aquéllos que la emprendieron. Lo veo más por el lado de Binner y las fuerzas que él representa.

¿No lo ve posible de acá a 2015, teniendo en cuenta la pelea por la sucesión?

Eso no lo sé, pero no hay muchos síntomas por el momento.

Algunos analistas hablan de la matriz política del México del siglo XX, con el PRI como partido dominante y una miríada de expresiones políticas con presencias residuales, como escenario posible. ¿Qué le sugiere el diagnóstico?

Dudo mucho que el sistema político argentino pueda evolucionar en un sentido mexicano. En primer lugar, el sistema político mexicano no era democrático en absoluto. Había elecciones, pero la maquinaria del Estado manipulaba todo eso. En una oportunidad hicieron un fraude abierto para que la oposición no ganara las elecciones. Nada de eso va a pasar en la Argentina.

Parece haber quedado atrás la crisis de representatividad de principios de siglo, pero no la del sistema de partidos. ¿Comparte?

Así es. Lo que pasa es que los partidos políticos argentinos ya no son partidos políticos. Son, simplemente, una serie de pequeños grupos, sobre todo, basados en maquinarias políticas locales, que no logran configurar una lógica de largo alcance.

Y esto, ¿puede reproducirse en el tiempo o ve la posibilidad de que haya novedades que canalicen nuevas demandas?

Binner, como le decía antes, puede crear una oposición de más largo aliento y con una responsabilidad hacia el país que la oposición no ha mostrado en los últimos años.

¿Con un corte centro-derecha/centro-
izquierda? Binner, en ese caso, representaría algunas pautas ideológicas, quizá muy vagas, de pertenencia parecida al kirchnerismo de hoy. ¿O no es tan así?

El macrismo, en ese sentido, va a permanecer como fenómeno político y es lo que más se asemeja a una centroderecha. Binner y su fuerza pueden representar, en la práctica, una centroderecha, aunque, formalmente, su ideología no lo sea. Pero muchas veces las prácticas de un grupo político y su ideología no coinciden. En 1945, el Partido Comunista no tenía una ideología de derecha y, sin embargo, fue la punta de lanza de la Unión Democrática, que fue el sello que utilizaron las fuerzas conservadoras para reestructurarse.

Durante este proceso, sectores importantes de la sociedad sin representación política clara han expresado su rechazo al kirchnerismo a través de ciertos emergentes, de manera episódica. Se podría pensar que la inseguridad lo fue en su momento, y que el conflicto con el campo en otro. ¿Puede darse esa misma lógica en los años por venir?

Siempre puede darse. Un hecho concreto, que en sí mismo no tendría significación, puede transformarse en el detonante de toda una movilización que está apagada. A la mayor parte de la gente que fue al Monumento de los Españoles hace unos años le importaba un bledo la cuestión del campo, pero fue el detonante de una oposición larvada que no podía encontrar canales directos de expresión. Está el ejemplo del Cordobazo. Comenzó porque subieron el ticket del comedor en una universidad provincial y se produjo un estallido de carácter nacional. Siempre las causas inmediatas de una crisis no tienen una relación proporcional con la crisis misma. Eso siempre puede pasar, pero no veo síntomas de que pueda repetirse en esta Argentina. En absoluto.

¿Qué futuro le ve al radicalismo?

No va a desaparecer totalmente, porque tiene maquinarias políticas regionales y locales con una fuerte tradición. Pero, en este momento, está en una crisis tal que es muy difícil que surja de allí una figura de relieve nacional.

¿Por qué considera que un partido con cierta impronta popular, de masa, con una identidad más o menos consolidada no pudo hacer pie en el nuevo siglo y haya perdido tanto poder territorial?

Hay razones estructurales que tienen que ver con demandas que ya no puede canalizar o con expresiones que no logra hacer propias. Todo eso se da. Además, no es sólo respecto del siglo XXI. En la segunda mitad del siglo XX tampoco representaban ninguna vanguardia política relevante. Ganaron las elecciones en 1983, con Raúl Alfonsín, al final de la dictadura. El radicalismo es un fenómeno más bien del pasado y dudo mucho que vuelva a representar una alternativa en términos globales.

Se dijo que existe un proyecto para desandar el camino del presidencialismo y tomar alguna faceta del parlamentarismo. ¿Cuál es su perspectiva?

No tengo una visión demasiado clara sobre esto. Lo hablé con Raúl Zaffaroni, en estos días. En un régimen parlamentario de ese estilo, el primer ministro podría ser elegido indefinidamente, que es lo que ocurre en Italia, en España, en Inglaterra. Sería perfectamente compatible con un régimen democrático de gobierno. Con respecto a la conveniencia de ese régimen en la Argentina, no estoy seguro.

Una cuestión a tener en cuenta quizá sea el carácter más inestable que tienen los gobiernos parlamentarios. Más aún con un sistema de partidos tan endeble.

Sí, pero no sólo por eso. Si fuera un sistema como el inglés, donde rige el bipartidismo, sería un sistema partidario sólido. Si fuera como el italiano, donde hay una fragmentación electoral infinita, con una inestabilidad en las coaliciones, se haría muy difícil la gobernanza del país. No creo, de todos modos, que pueda darse el peligro de un sistema como el italiano. Pero es un asunto que hay que estudiar con mucho detenimiento. Y exigiría, entre otras cosas, una reforma constitucional.

En los últimos años usted no sólo ha seguido de cerca la política argentina, sino que ha tenido intervenciones fuertes en el debate político. ¿Cuánto de implicancia emotivo-personal y cuánto de identificación como pensador político hubo?

No creo que se puedan separar taxativamente. Evidentemente hay una identificación emotiva con el país, que nunca he perdido, y de alguna manera fue la fuente de mi reflexión política. Toda la teoría que he desarrollado sobre la hegemonía, el populismo y los significantes vacíos está profundamente anclada en mi experiencia argentina de los años sesenta. Creo, y hoy lo puedo ver mejor, que no podría ser de otra forma.

SISTEMA POLÍTICO Y CRISIS

El ciclo de experiencias populistas, de democracias radicales y de reformismo más o menos profundo que se dio en América del Sur, en la última década, parecía ser la gran novedad política de un mundo corrido a la derecha. ¿Cómo evalúa hoy lo que sucede en Europa?

Como una crisis realmente profunda. En primer lugar, desde el punto de vista de la política económica, todo lo que están haciendo es erróneo. Están aplicando las recetas de ajuste más tradicionales del neoliberalismo y una crisis como la griega, de esta manera, no se va a resolver. Y, además, está poniendo en peligro la estabilidad de toda la zona del euro. En segundo lugar, los sistemas políticos europeos tienen una capacidad muy limitada de absorber demandas que vengan de la sociedad civil.

Que esta crisis le haya explotado a gobiernos socialdemócratas, ¿qué implica para lo que viene? Estoy pensando en España, en Portugal, en Grecia.

La socialdemocracia no representa una alternativa política en Europa. El gobierno de Tony Blair siguió todos los modos fundamentales de la política thatcherista. Es más, lo radicalizó más a la derecha. Lo que se ha formado es una especie de pensamiento único, con una tecnocracia con matices más socialdemócratas o conservadores, que detenta el control del aparato del Estado. El resultado es que hay cada vez más insatisfacción con el modelo político en su conjunto. Así surgen estos movimientos como el de los indignados, que cuestionan el sistema político en su globalidad.

Esta crisis, ¿puede ser capitalizada por un populismo de derecha, que construya políticamente en base a equivalencias y demandas no inclusivas y hasta retrógradas?

Definitivamente. En casi todos los países europeos se da el avance de un populismo de derecha. El caso del lepenismo, en Francia, es uno de los más obvios. Pero lo mismo ocurre en Bélgica, en Suiza y en Italia, con los últimos diez años de berlusconismo.

En cuanto a América Latina, hoy resulta menos pertinente cuestionar la validez democrática del populismo como forma de construcción política, y mucho menos cuestionar su eficacia, ¿lo ve así?

Algo de razón hay en eso, con el beneficio de que en América Latina no creo que haya peligro de un populismo de derecha. El populismo que tenemos, y en eso incluyo a la Argentina, es un populismo de izquierda. Aquí la lucha es entre el neoliberalismo y una reorientación nacional-popular a todos los niveles: la economía, la sociedad, los derechos humanos, etcétera.

Fuente: http://www.revistadebate.com.ar//2011/11/11/4688.php