La muestra de León Ferrari ha levantado mucha polvareda, la cual, como se sabe, nubla la vista y no permite distinguir una cosa de otra. Es por ello que quiero aportar refle-xiones sobre tres temas -Iglesia, Biblia y símbolos-que se entrecruzan constantemente en la muestra, en las concepciones que expresa el artista y en las […]
La muestra de León Ferrari ha levantado mucha polvareda, la cual, como se sabe, nubla la vista y no permite distinguir una cosa de otra. Es por ello que quiero aportar refle-xiones sobre tres temas -Iglesia, Biblia y símbolos-que se entrecruzan constantemente en la muestra, en las concepciones que expresa el artista y en las reacciones que provocan.
En primer lugar, tanto la muestra en sí como las reacciones que provoca muestran en forma contundente el poder de los símbolos. El sujeto desde que sale del vientre materno se esfuerza por explorar el mundo hasta que descubre que «detrás del llamado telón, que debe cubrir el interior, no hay nada que ver, a menos que penetremos nosotros mismos tras él, tanto para ver, como para que haya detrás algo que pueda ver visto» (Hegel).
Entre nosotros y el objeto, entre nosotros y el mundo no hay un telón, porque allí donde está el objeto está el sujeto, estamos nosotros. El mundo no es tal si no se lo simboli-za. Sujeto y objeto conforman una totalidad dialéctica que no es un mero juego de fuerzas. Ello no podría constituir ningún juego dialéctico. La fuerzas siempre están simbolizadas. Los símbolos constituyen, pues, un momento esencial de la construcción e identificación de los sujetos.
Es válido para todo sujeto, lo que significa, tanto para los sujetos individuales como los sujetos colectivos, familias, grupos, sectores sociales, clubes, Estados, iglesias. La ban-dera nacional y el himno patrio constituyen símbolos fuertes de la identidad del argentino. Despreciarlos, es despreciar al sujeto argentino. Cada partido político, cada club, cada ins-titución tiene sus símbolos. Banderas, camisetas, estandartes, colores son otros tantos sím-bolos identificatorios.
Por ello, cuando se atenta contra un determinado símbolo, los sujetos que con ellos se identifican se sienten personalmente agraviados. Eso lo comprobamos todos los días. Eso lo sabe perfectamente León Ferrari como lo saben tanto quienes lo apoyan como quie-nes se le enfrentan.
Ahora bien, los símbolos son plurisémicos, están dotados de una multitud, en prin-cipio infinita, de significados que los hacen propicios para que la infinita pluralidad de su-jetos individuales y colectivos puedan identificarse interpretando, reinterpretando y vol-viendo a interpretar los mismos símbolos. Ello significa que en torno a un mismo símbolo puede darse una lucha hermenéutica que muchas veces llega a ser feroz en la medida en que su interpretación significa luchar por un determinado tipo de sujeto colectivo.
La cruz svástica fue el símbolo fundamental de la construcción del sujeto colectivo nazi, de manera que hoy pasa a ser uno de los símbolos de muerte más pavorosos. Pero no siempre ha sido así. De hecho es un símbolo utilizado por muchas culturas para las cuales significó vida y no muerte. En principio hoy podría ser resignificado, pero ello constituye una empresa imposible para nuestra cultura por la cercanía de los horrores del genocidio nazi. Es un caso extremo. Normalmente todos los símbolos se resignifican
Ahora bien, todas las culturas, todos los pueblos, se reconocen a sí mismos, se iden-tifican en los grandes mitos fundantes que son narraciones simbólicas que continuamente son resignificadas como momentos de las luchas sociales entre los estamentos y clases so-ciales que las componen.
Esta realidad no es ajena al pueblo hebreo en su historia y, en consecuencia, a la Biblia, memoria histórica del mismo, ni a la Iglesia Católica y su historia. Es esto lo que Ferrari no tiene para nada en cuenta. Identifica sin más Biblia, Jesús, Iglesia, como si se tratara de algo monolítico a ser repudiado en conjunto.
La Biblia no es un libro sino un conjunto de textos que se escribieron en un lapso de unos once siglos. En ellos se expresan proyectos religiosos, sociales, políticos, no sólo hete-rogéneos, sino también contrapuestos. Las narraciones, a su vez, se realizan mediante de-terminados géneros literarios, es decir, mediante determinadas maneras de expresarse, co-mo mitos, leyendas, sagas, escenificaciones, que una lectura «literal», fundamentalista, es incapaz de tener en cuenta.
Para referirme a uno de los grades símbolos, hablemos de «Dios». Ese símbolo ad-quiere connotaciones totalmente contrapuestas según lo emplee la literatura monárquico davídico-salomónica, la de los profetas Amós o Miqueas, la sacerdotal del Levítico o la de los Apocalipsis. Sólo el conocimiento del contexto, del respectivo proyecto de sociedad y de los géneros literarios empleados nos permiten visualizar su significado.
Jesús de Nazaret, en el contexto de la sociedad hebrea, dominada por el proyecto sacerdotal dependiente del imperio romano, retoma el proyecto liberador de los grandes profetas hebreos. El imperio, contando con la connivencia del poder sacerdotal judío lo asesina. Lamentablemente no contamos con narraciones históricas de esa gesta. Los evan-gelios constituyen un género literario mayor que incluye una multitud de géneros literarios menores.
La Iglesia, me refiero a la Iglesia Católica, se fue constituyendo en un proceso de siglos. Su estructura fundamental quedó establecida en el lapso de los siglos IV y V. Del conjunto de textos bíblicos hizo una selección y sometió a todo el conjunto a una determi-nada interpretación. El problema es que en la medida en que los cristianos van teniendo acceso no sólo al texto bíblico, sino también a la posibilidad de crítica que le otorgan las ciencias críticas, los mismos símbolos del dominador eclesiástico son reinterpretados desde prácticas liberadoras.
Aquí llegamos al punto en que sería necesario hacer un debate con León Ferrari. Quede claro que defiendo su libertad para realizar y exponer su arte con toda su ideología y lucha política lo mismo que la libertad para todos los que queramos mirarlo. Ello no signi-fica ni aprobarlo, ni rechazarlo en bloque. Defendemos la libertad de apropiarnos las obras de arte y de ejercer sobre las mismas nuestra capacidad de gozar de ellas y de criticarlas .
El problema que se plantea en un intento de debate semejante es que para Ferrari los textos dicen lo que una lectura «literal» entiende de los mismos, rechazando toda interpreta-ción que tenga en cuenta el contexto, los géneros literarios, la crítica de las formas, la críti-ca de la redacción, la crítica de las fuentes, en una palabra, todo lo que la lectura de un texto requiere. Es pasmosa la simplificación que hace. De hecho concuerda, en la interpretación bíblica, con la derecha de la Iglesia Católica. Lo hace para rechazarla en bloque. Aparecen la Biblia, los evangelios, Jesús, el papa, San Agustín, Santo Tomás, todos en una línea de continuidad. O se acepta o se rechaza en bloque.
Ello hace que su interpretación no produzca inquietud, desasosiego, necesidad de reexaminar símbolos, creencias, prácticas, sino sólo aceptación o rechazo, sin ningún tipo de matiz. Efectivamente, así como Ferrari rechaza en bloque la Biblia-Iglesia, quienes lo leen o escuchan rechazan o aceptan en bloque su interpretación. Así se forman dos bloques absolutamente contrapuestos, «intolerantes». Bergoglio llama al ayuno y la oración para reparar tamañas blasfemias. Del otro lado se firman cartas de apoyo. Raramente encuentro alguna reflexión que nos saque del puro enfrentamiento.
Por lo que llevo leído de diversas entrevistas que se le han hecho, uno de los tópicos en los que su interpretación «literal» lo lleva a conclusiones aberrantes es todo lo referente a los textos que responden al género «apocalíptico» porque es allí donde encuentra la intole-rancia» que ha producido tantos desastres en nuestra historia occidental. Como a él no le interesa el contexto, no se pregunta dónde, cuándo, en qué circunstancias alguien o algún grupo pudo producir esos textos. Pero sin ello es imposible entenderlos.
Leamos un texto apocalíptico: «Páguenle con la misma moneda! Castíguenla do-blemente por sus crímenes, denle a beber el doble de lo que preparó para otros. Que sufra tantos tormentos y desdichas como fueron su orgullo y su lujo» (Apc 18, 6-7). ¿A quién hay que castigar de esa manera? ¿Con quién hay que ser tan intolerante? Imposible saberlo si no disponemos algún conocimiento tanto del grupo de donde surge el texto como del enemigo al que se dirige. Por suerte disponemos de esosconocimientos.
El enemigo es nada menos que el imperio romano. De él se trata. Es la época del emperador Diocleciano que había lanzado una feroz persecución en contra de los subversi-vos, es decir, de los cristianos que estaban que se esparcían como la gramilla, minando las bases del poder imperial. Son las comunidades perseguidas, impotentes políticamente frente a la bestia imperial, las que producen estos textos de rabia y de esperanza.
El castigo debe venir sobre los «malos». Pero ¿quiénes son éstos? Son los domina-dores. En el caso citado, el imperio romano, el emperador Diocleciano, su corte y su ejér-cito; en el nuestro, el imperio norteamericano, Bush, Rumsfeld, los marines. Son ellos los que han puesto a Cristo en el avión que arroja sus bombas sobre Vietnam y que tan bien se encuentra expresado en la muestra de Ferrari.
La mejor manera de entender el género apocalíptico es pensarlo desde los secuestra-dos de la Esma, de Campo de Mayo, del Olimpo. Desde esa situación ¿hay que practicar la «tolerancia» con Videla, con Massera, con el «tigre» Acosta?. ¿No hay que mandarlos al infierno? ¿Qué dicen al respecto las Madres? El problema es que si no se contextualiza el texto, y eso es lo que hacen tanto la Iglesia Católica, en sus interpretaciones «ortodoxas», como León Ferrari, las maldiciones contra el opresor se pueden volcar contra el oprimido.
«Si uno se pone a analizar el evangelio, quitándose el peso de la religión que todos sufrimos (aun ateos y agnósticos), dice León Ferrari, vemos que está lejos de la bondad y muy lejos del respeto de los Derechos Humanos, eso de lo que siente tan orgulloso occi-dente» (H.J.O.S. Nº 10, p. 31). Jesús está lejos de la bondad con que la Iglesia Católica lo quiere presentar. La metáfora de «dar la otra mejilla» se aplica a las relaciones interperso-nales, entre compañeros. Cuando Jesús trata con los dominadores es fulminante. Nada de perdón. Aquí es donde radica la intransigencia, la «intolerancia» de Jesús que escandaliza a nuestro artista.
Si León Ferrari distinguiese un poco lo perteneciente a la Biblia, y en especial a los evangelios, de las interpretaciones y la práctica de la Iglesia Católica, sus denuncias no producirían sólo rechazo o aceptación, sino una saludable inquietud que llevaría a muchos a cuestionar las prácticas abusivas de la Iglesia y su culpabilidad de una cantidad de horrores producidos en occidente.
Buenos Aires, 9 de diciembre de 2004