La comparación entre estos dos hechos históricos puede parecer a primera vista una exageración pero debe ser útil para analizar los cambios y permanencias de la sociedad y el estado en México. Huelga decir que las matanzas en Iguala y Tlatelolco tuvieron las mismas víctimas: los jóvenes estudiantes ejerciendo su derecho a la libre manifestación […]
La comparación entre estos dos hechos históricos puede parecer a primera vista una exageración pero debe ser útil para analizar los cambios y permanencias de la sociedad y el estado en México. Huelga decir que las matanzas en Iguala y Tlatelolco tuvieron las mismas víctimas: los jóvenes estudiantes ejerciendo su derecho a la libre manifestación de ideas. Es por eso que se impone la necesidad de establecer algunas líneas de comparación que nos permitan comprender mejor los tiempos que estamos viviendo.
Lo primero que conviene destacar es el cambio de un estado que en el 68 se definía como un estado de bienestar, protector de la incipiente industria nacional y estrechamente relacionado con los distintos sectores corporativos del partido del estado. El estado mexicano de fines de la década de los sesenta conservaba la ideología de la revolución mexicana aunque se empezaban a notar debilidades en el régimen político, sobre todo en su capacidad para incluir en el pacto corporativo a los sectores emergentes de una sociedad que se alejaba cada vez más del mundo rural para concentrar a la mayoría de la población en las ciudades. Un estado que se enfrentaba a una sociedad más activa y crítica de la lógica excluyente de un régimen incapaz de gestionar y satisfacer las nuevas demandas sociales emanadas del cambio demográfico de las décadas posteriores al fin de la segunda guerra mundial.
En los años ochenta el giro en el carácter del estado para organizarse alrededor de las máximas neoliberales corta de tajo la posibilidad de darle continuidad al proyecto de la revolución. Este hecho modificó profundamente las relaciones entre estado y sociedad, alterando para siempre las expectativas de los sectores sociales en ascenso para colocarlos en un estado de precariedad hasta nuestros días. Las reformas estructurales se mantuvieron a pesar de su costo político y como solución parcial el régimen efectuó varias reformas políticas para ajustarse a una situación en la que el partido del estado perdería paulatinamente su hegemonía para convertirse en un partido dominante.
En este sentido, el estado que articula la represión al movimiento estudiantil en 2014 no es el mismo que el del 1968, -aunque cumpla con la misma misión. La composición de los integrantes de los gobiernos mexicanos de hoy no se parece mucho a la del sexenio de Díaz Ordaz así como tampoco su ideario político. Sin embargo, su mesianismo y su desconfianza de la participación política de la ciudadanía no se han alterado casi nada, a pesar de todas las leyes surgidas al calor de la llamada transición política mexicana. Y otro detalle: la relación entre los políticos y los militares ha cambiado sustancialmente en la última década. Hoy estamos frente a una situación en la que la participación de los militares en la política ha dejado de ser un tabú político para convertirse en moneda corriente. Seguramente un análisis de contenido de las declaraciones y menciones de las fuerzas armadas en la prensa contemporánea confirmaría la hipótesis que apunta a un mayor protagonismo político de los militares en el gobierno nacional y en la definición de los grandes problemas nacionales.
De lo anterior se podría afirmar que el estado mexicano contemporáneo es un estado más alejado de la población, más dependiente de los mercados financieros internacionales y con menores niveles de autonomía en la toma de decisiones económicas internas y de política exterior. Es por lo tanto un estado mucho más sensible a los dictámenes de los organismos financieros internacionales y las necesidades de las grandes corporaciones internacionales y por ende, menos dispuesto a escuchar y gestionar los intereses de las mayorías.
Esto puede verse reflejado en la forma en que se diseñó y ejecutó la represión. En el 68 la matanza la realizó directamente el ejército y el presidente aceptó su responsabilidad en los hechos con el argumento de que había que detener una conspiración internacional para acabar con el estado mexicano, muy en el estilo de la guerra fría, lo que además neutralizó cualquier protesta de los países de occidente. La matanza de Iguala, sin negar la responsabilidad del ejército en los hechos, fue llevada a cabo por grupos de narcotraficantes que, en el mejor estilo paramilitar, procuraron ocultar la responsabilidad del estado. De hecho Peña Nieto y su gabinete la han negado sistemáticamente, lo que ha generado una ola de descontento popular en constante crecimiento. Sin embargo, en ambos casos, el agravio a la sociedad mexicana ha sido visto como un parteaguas en la historia nacional. ¿Cómo reaccionó la sociedad ante Tlatelolco e Iguala?
La matanza de Tlatelolco ha sido señalada como un punto de inflexión en el devenir del régimen político en México, ya que la sociedad nunca volvió a ser la misma. El agravio fue de tal magnitud que una década después el estado se vio obligado a reformarse, abriendo el juego electoral a partidos marginados en la clandestinidad, como el Partido Comunista Mexicano (PCM). La reacción de la sociedad mexicana, si bien en apariencia inexistente en un primer momento, configuró poco a poco una nueva relación entre sociedad y estado. Por un lado, la sociedad empezó a organizarse al margen del corporativismo posrevolucionario y por el otro empezó a producir información acorde con una agenda propia para contrarrestar la información oficial.
Un elemento central en este proceso fue el surgimiento de dos corrientes políticas que articularon una respuesta para enfrentar la represión y el debilitamiento de la legitimidad del gobierno federal a partir de 1968. La primera corriente se concentró en aglutinar fuerzas para crear un partido político opositor con base en la ideología socialdemócrata que privilegió la lucha electoral para transformar al país. La segunda corriente se concentró en el trabajo de base, orientado a organizar desde abajo a la población para gestionar sus intereses frente al estado. Una fracción de esta corriente se radicalizó, surgiendo grupos guerrilleros en varias ciudades y en zonas rurales como la de Guerrero, argumentando la imposibilidad de cambiar desde la vía pacífica.
Habría que señalar que la aparente inmovilidad de la sociedad después del 2 de octubre estuvo causada en parte por el férreo cerco informativo que aplicó el estado para evitar que la sociedad se enterara cabalmente de los hechos. Un ejemplo de ello fue la actitud de Jacobo Zabludovski, quien un día después en el noticiario más visto del país, informó de todo menos de lo acontecido en Tlatelolco. Pero además la represión fue brutal y tanto en la ciudad de México como en el resto del país se detuvo a cientos de estudiantes y ciudadanos que habían manifestado públicamente su apoyo al movimiento estudiantil. A su vez, el corporativismo mexicano logró que los sindicatos se mantuvieran al margen, obligando a los trabajadores a protestar de manera individual; los tres sectores del PRI cerraron filas y si tomamos en cuenta que buena parte de la población estaba nominalmente en el partido del estado, las protestas sociales se redujeron a su mínima expresión.
Casi medio siglo después, las relaciones entre el estado y la sociedad mexicana se han modificado de manera importante aunque no se puede pasar por alto que el PRI sigue gozando del apoyo de importantes sectores de la sociedad. Hoy existe una sociedad más consciente de su responsabilidad para salvaguardar sus libertades civiles frente a un estado que se ha militarizado, reforzando su carácter autoritario a pesar de transiciones democráticas, creación de órganos autónomos y reformas constitucionales orientadas a colocar en el centro del marco constitucional a los derechos humanos. La herencia del 68 se materializó en la rebelión de las comunidades indígenas en Chiapas; el primero de enero 1994 dijeron ¡Ya Basta! arrastrando consigo a sectores de la población tradicionalmente marginados de la lucha política pero sobre todo a la juventud mexicana, que vio en el levantamiento zapatista un ejemplo de dignidad y resistencia, un camino legítimo para actuar. El EZLN puso al descubierto para muchos la simulación reformista y democratizadora del estado, abriendo un nuevo ciclo de luchas sociales que persiste hasta nuestros días.
A partir de 1994, las nuevas tecnologías de la información debilitaron fuertemente poder del estado para ocultar y manipular la información. Esto no quiere decir que el cerco informativo haya desaparecido y aunque hoy esté debilitado sigue operando, al grado de que hoy los medios de comunicación sostienen alianzas con el estado con mucho mayor margen de negociación que hace casi medio siglo. Sin embargo, las redes sociales han abierto un espacio, limitado si se quiere pero muy efectivo para hacer visible el autoritarismo estatal. La indignación de la sociedad mexicana le deber mucho a la difusión de la barbarie en las redes sociales aunque habría que agregar el aumento de la pobreza, la inseguridad y la soberbia de los actores políticos institucionales, en particular los partidos políticos y los gobiernos federal y estatales.
Los ejemplos de autogestión y autonomía se han multiplicado desde 1994. Frente a la situación de inseguridad en la que vivimos han surgido o se han fortalecido policías comunitarias, autodefensas y municipios autónomos. Los casos de Michoacán y Guerrero han demostrado la eficacia de éstas formas de organización para enfrentar a los cárteles del narcotráfico y, al mismo tiempo, el temor del estado por perder su maltrecho monopolio de la fuerza legítima. Es aquí donde radica un elemento central que separa la sociedad del 68 y la de ahora.
En este sentido. la presente coyuntura está estrechamente relacionada con la matanza de Tlatelolco y dicha relación no está dada sólo por la existencia de delitos de lesa humanidad, como lo son el genocidio y la desaparición forzada, sino sobre todo porque los integrantes del estado y los gobiernos siguen demostrando su desprecio por la población que dicen representar, hoy más que nunca. Más allá de reformas cosméticas y estilos de gobernar, el estado mantiene su misión última: mantener el sistema de dominación, cueste lo que cueste. Y esto representa sin duda un elemento que nos permite comparar dos hechos que, a pesar de su distancia en el tiempo, visibilizan la naturaleza del estado liberal. Del estado no se pueden esperar acciones para que la barbarie desaparezca; sólo la sociedad puede lograrlo, manteniendo la ruta trazada por los zapatistas y dándole vida en todos los espacios posibles.
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