Mito fundante de la Argentina tal como la conocemos y origen de casi todas nuestras pesadillas, la crisis del 2001 también alumbró algunos consensos sociales, como la necesidad de sostener una red de protección mínima, largo camino que comenzó con el Plan Jefas y Jefes de Hogar -algún día habrá que hacerle un acto de […]
Mito fundante de la Argentina tal como la conocemos y origen de casi todas nuestras pesadillas, la crisis del 2001 también alumbró algunos consensos sociales, como la necesidad de sostener una red de protección mínima, largo camino que comenzó con el Plan Jefas y Jefes de Hogar -algún día habrá que hacerle un acto de desagravio a Chiche Duhalde- y concluyó con la Asignación Universal por Hijo (AUH). Podemos señalar también la autocontención en la represión policial que inauguró el kirchnerismo y que el macrismo está poniendo en crisis. Y, decisivamente, un acuerdo tácito en torno a la necesidad de que los presidentes concluyan sus mandatos, que hace que hoy ningún actor político relevante, contra el fantasma destituyente que creen ver los representantes más paranoicos del oficialismo y más allá de alguna voz desorbitada de la oposición, apueste a una salida anticipada de Mauricio Macri del poder.
El 2001 también engendró un conjunto de consensos interpretativos, que son más difíciles de comprobar pero no menos relevantes en la medida en que funcionan como las coordenadas a partir de las cuales se orientan los protagonistas políticos, sociales y económicos. Tan operativos como una ley del Congreso o una restricción económica, dan forma a «mapas cognitivos» que modelan el comportamiento social. El ejemplo más conocido, que la corrida contra el peso de los últimos meses repuso en el centro de la escena, es la idea de que una crisis económica con devaluación deriva automáticamente en caos social, y que esto a su vez produce un quiebre institucional al estilo 89 o 2001. Desde aquel diciembre, todos los diciembres huelen a ese diciembre.
Pero ese diciembre fue único. De hecho, el 2018 cerrará con la peor crisis desde los tiempos del corralito sin que por el momento se verifique una respuesta social contundente: la pobreza superará a fin de año el 30 por ciento, el desempleo podría llegar al 12 (15 por ciento en el Conurbano, donde viven tres de cada cuatro nuevos desocupados) y el salario real habrá perdido unos 15 puntos contra la inflación. Pese a ello, el gobierno logró que el Congreso aprobara el presupuesto y al cierre de esta edición seguía controlando la política y las calles.
Este paisaje de crisis sin estallido admite varias explicaciones. La primera es el colchón social creado por los niveles de bienestar y la relativa estabilidad del mercado laboral heredados del kirchnerismo. Adicionalmente, la heterogeneidad productiva de Argentina permite que algunas regiones -la zona núcleo, Vaca Muerta y su periferia y alguna economía regional- no sufran como el resto del país, e incluso prosperen. Por último, el entramado de programas sociales, más allá de la pérdida de poder adquisitivo, se mantiene (1).
Pero conviene no engañarse: que la crisis no estalle no quiere decir que no exista. Desde hace tiempo, diferentes especialistas coinciden en que el malestar que producen la recesión y el aumento de la pobreza y el desempleo se está traduciendo en un fenómeno de implosión social: personas y familias que revientan para adentro (2).
Entenderlo exige una aproximación microeconómica. En primer lugar, aunque los programas sociales se mantienen e incluso se han extendido en cobertura, su poder de compra cae: se estima que este año la AUH perderá 15 puntos de poder de compra. La «inflación de los pobres», entendiendo como tal la que incluye solo a los productos de la canasta básica, cerrará el año en 55 por ciento, 9 por ciento más que el 46 esperado para la inflación general (3). La «inflación de las segundas marcas» es, en promedio, 40 por ciento superior a la de las marcas líderes (4).
Esta pérdida de efectividad de los mecanismos de protección social agudiza la crisis de la «economía de la pobreza». El mundo del trabajo informal, las changas que emplean a buena parte de los habitantes de los conurbanos de Argentina, sufre como ningún otro sector el desplome de la construcción y la industria manufacturera. Es un problema, porque estamos hablando aproximadamente del 20 por ciento de las familias argentinas y porque de su estabilidad depende en buena medida la paz social. Los aumentos de los servicios públicos afectan a una porción importante de la clase media baja que no accede a la tarifa social.
Desesperadas, muchas de esas personas se endeudan, primero con los créditos blandos de la ANSES y luego acudiendo a la financiera de la esquina. La web de «Efectivo sí» , por ejemplo, ofrece créditos a sola firma a un costo financiero total de… 316 por ciento (un préstamo de 5 mil pesos se convierte en 24 cuotas de 661,26). La escena se repite: llega fin de mes y en los barrios más pobres solo el prestamista dispone de dinero (también el narco, que a menudo presta barato y va construyendo una legitimidad que confirma que su penetración no es solo el efecto de su feroz imposición armada sino también resultado de la función social que cumple cuando el Estado se retira).
Pero no nos desviemos. Hablábamos de la bronca, que desplazada del espacio público, se individualiza, casi diríamos se privatiza. No se expresa abiertamente ni logra articularse políticamente; se tramita, silenciosa pero dolorosamente, en privado. ¿Cómo se manifiesta? Por ejemplo, a través del aumento de la violencia intrafamiliar y de la escalada de pequeños conflictos callejeros sin sentido que rápidamente terminan en pelea salvaje, lo que resulta especialmente grave en un contexto en el que abundan las armas de fuego. El consumo de drogas y alcohol aumenta, y se ha disparado el que tal vez sea el signo más notable de esta nueva etapa: el uso de ansiolíticos y antidepresivos. Pastillas para olvidar la pobreza.
El Observatorio de la Deuda Social de la UCA -que merecería otro desagravio, en este caso del kirchnerismo que lo cuestionaba cuando ocupaba el poder- viene advirtiendo sobre la profundización de lo que llama la «pobreza invisible», aquellos aspectos de la miseria que las estadísticas no logran capturar: el «malestar psicológico», entendiendo como tal a las personas que presentan síntomas frecuentes de ansiedad y depresión, afecta a una mayoría -63,9 por ciento- de los pobres (5).
Esta crisis de los estados de ánimo, que no es psicológica sino social, se refleja no ya en el estrés típico de la clase media sino en lo que el mismo estudio llama el «sentimiento de afrontamiento negativo», definido como el «predominio de conductas destinadas a evadir ocasiones para pensar en la situación problemática sin realizar intentos activos por tratar de resolverla». En otras palabras, una posición de agotada impotencia, de brazos caídos, que se completa con otro síntoma extendido, la «creencia de control externo», en el sentido de personas que sienten que su vida y su destino están más allá de lo que hagan o dejen de hacer.
Esta percepción admite un matiz, que es todo un signo de los tiempos: aunque no hay estadísticas al respecto, quienes caminan los barrios de la pobreza sostienen que la imagen de los brazos caídos en realidad es la imagen de hombres de brazos caídos, y que los espacios de construcción de lazos comunitarios que aún subsisten -la canchita, el merendero, la iglesia evangélica- están cada vez más dominados por mujeres.
Retomemos el comienzo. Si el análisis de la coyuntura argentina nos reenvía siempre al 2001, entonces habrá que admitir que el macrismo aprendió de aquella experiencia que parte de su trabajo consiste en garantizar una protección mínima para los sectores más vulnerables y un diálogo fluido con las organizaciones sociales, que su proyecto de reforma neoliberal podría escurrirse por el caño implacable de la historia ante la primera insinuación de caos, el menor atisbo de saqueo, el más mínimo signo de que está en riesgo la paz social.
Lo importante, decíamos, no es que un consenso interpretativo sea verdadero en términos históricos sino que sea operativo: no importa si una devaluación se traduce siempre en inflación que se convierte en crisis social que explota en saqueos; lo relevante es que los actores políticos y económicos -y la sociedad en general- así lo crean. Como sostiene el sociólogo Ignacio Ramírez, la única realidad es la percepción de la realidad. El macrismo, que es el principal actor de nuestra política, no es ajeno a este consenso, y por eso, sin resignar las líneas maestras de su programa, ofrece bonos, adelantos y refuerzos, mientras con la otra mano alimenta el fuego de la represión sobre los sectores populares: ajuste, política social y mano dura.
Quedará para otro momento entender por qué dos mujeres, Carolina Stanley y Patricia Bullrich, encarnan el yin y el yan de un gobierno que logró domesticar la crisis por el simple mecanismo de empujarla hacia adentro de los hogares.
Notas: