Hace ya 194 años, en la ciudad de Tucumán, los representantes de las Provincias Unidas de Sudamérica declararon su «voluntad unánime e indubitable» de «romper los violentos vínculos que los ligaban a los reyes de España […] e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y […]
Hace ya 194 años, en la ciudad de Tucumán, los representantes de las Provincias Unidas de Sudamérica declararon su «voluntad unánime e indubitable» de «romper los violentos vínculos que los ligaban a los reyes de España […] e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli». Diez días después, en una sesión secreta, expresaron mejor sus verdaderas intenciones agregando que la nueva Nación sería libre «de toda otra dominación extranjera».
Sin embargo, la Declaración de la Independencia no pasó de una mera formalidad. En realidad, se trató del reconocimiento de una situación que, para los actores de la época, no representó novedad alguna. Seis años antes, los revolucionarios no habían podido anunciar abiertamente su intención de romper las cadenas de la tiranía española. La alianza en Europa entre Gran Bretaña y España, más el conservadurismo de las clases dominantes del Interior, obligó a la Junta de Mayo a tomar el poder en nombre de Fernando VII y presentar la guerra de independencia como una guerra civil. Así, los británicos podían declararse neutrales y comerciar con Buenos Aires.
Esta «mascara» no le impidió a la burguesía porteña impulsar una de las revoluciones más radicales del continente. Para 1816, las bases de la liquidación de la contrarrevolución en Buenos Aires era un hecho: la organización política de los revolucionarios (la construcción del programa), la formación del Partido de la Revolución (los Patricios), la unión del Partido con las masas (las Invasiones Inglesas), el asalto al poder (la semana de Mayo de 1810), la expropiación de las riquezas de los enemigos de la revolución (juicios por «Pertenencias Extrañas» a los comerciantes monopolistas) y su aniquilación política y hasta física (el ahogamiento de la Conspiración de Álzaga de 1812). Sin embargo, en el resto de Sudamérica los ejércitos realistas parecían tener la iniciativa. La declaración se realizó en momentos realmente dramáticos.
Pese a la virulencia del proceso y a la magnitud de las transformaciones puestas en marcha, existe una nutrida corriente de pensamiento que asegura que, la de julio de 1816, fue una independencia a medias. Quienes así razonan, plantean que se trató de un proceso abortado, por lo que la Argentina, lejos de ser un país libre y soberano, terminó siendo una Nación sometida al imperialismo de turno. De allí la idea de que nuestro país necesita una «segunda independencia», es decir, la eliminación de toda «dependencia» que pueda inhibir el desarrollo nacional. Es esta una visión nacionalista que recorre desde el peronismo hasta sectores de la izquierda. En todo caso, la discusión gira en torno a saber si esa «emancipación» está en camino (el peronismo hoy) o está por hacerse (según la izquierda «nacional»). Frente a estas posiciones, resulta pertinente hacer un poco de historia.
Como señalamos anteriormente, no debemos olvidar, en primer lugar, que la Revolución de Mayo destruyó todo lazo de opresión extranjera, desatando los lazos feudales que aprisionaban a la estructura social. Luego de 1810, la población rioplatense se duplicó y las exportaciones pecuarias se triplicaron, en menos de 30 años. Asimismo, la economía ganadera permitió una notable expansión territorial, por lo que no caben dudas de que la revolución impulsó el desarrollo económico. Y lo hizo a partir de una pobre demografía previa, resignando gran parte de su territorio (Bolivia, Paraguay, Uruguay, sur de Brasil) y utilizando la mayoría de los recursos para sostener la guerra revolucionaria. A pesar de todas esas trabas, en cincuenta años, la Argentina contaba ya con un Estado centralizado, un mercado interno incipiente y una población en constante crecimiento.
Asimismo, el siglo XIX no fue testigo de ningún «retroceso». Quienes hablan de «neocolonialismo», o de que el país pasó de las garras del imperialismo español al inglés, pasan por alto que el comercio con Inglaterra no era exclusivo. Hacia 1824, aunque Gran Bretaña compraba el 60% de las exportaciones pecuarias, esto no implicaba la existencia de ningún «monopolio». De hecho, ese porcentaje disminuyó al 34%, en 1834. Incluso, en las dos décadas siguientes, los «opresores» ya no eran los mismos: en la de 1840, el primer comprador era Francia y, en la de 1850, Estados Unidos. Claro que también existieron presiones políticas y guerras entre competidores, pero esto es parte del sistema capitalista y, en última instancia, ellas tampoco impidieron el desarrollo.
Los profetas del «buen capital» suelen omitir el fenomenal desarrollo agrario que tuvo nuestro país y aseguran que se debería haber crecido por otros caminos más «industriales». Lo que no se tiene en cuenta es que, en aquel entonces, un desarrollo similar en otras ramas de la producción era materialmente inviable.
Los dirigentes de la revolución no fueron seres impolutos, ajenos a todo interés material. Saavedra, Moreno, Belgrano, Castelli, Vieytes, Escalada, Anchorena, Chiclana, Alvear, Pueyrredón, Martín Rodríguez, Dorrego y Rosas, son personajes que pertenecieron a una clase social específica: la burguesía agraria. Impulsados por la necesidad, enfrentaron a muerte al Imperio español. Concientes de transformar radicalmente el sistema que los oprimía, destruyeron un orden social para construir otro, en consonancia con sus intereses. Lo que vino después no es más que el resultado de este hecho: los revolucionarios (burgueses) hicieron a la Argentina (burguesa), tal como es. Ni deformado, ni incompleto, el capitalismo criollo y su clase dominante han dado todo lo que tenían para dar. Si esto no nos gusta, deberíamos tomar la posta de los héroes de Mayo y construir otra cosa.