Pasados los primeros meses de impacto, en distintos países del mundo las poblaciones se van adaptando a lo que se ha venido a llamar nueva normalidad. [Coincidimos, en este sentido, con las palabras de José Antonio Estévez: «¿qué nueva normalidad? Lo que va a haber es una crisis económica monumental»]
Más allá de las cifras, del distanciamiento social y del más que evidente problema socioeconómico que esta pandemia deja tras de sí, cada vez son más los focos que se centran en lo que parece que va a ser la solución: la vacuna. A falta de tratamientos específicos efectivos que permitan evitar el peligro real de la enfermedad —la saturación de los sistemas sanitarios debido a la alta tasa de contagio—, la vacuna se presenta como el gran objetivo para que lo vivido este 2020 pase a los anales de la historia. Los medios informan a diario de los avances en las distintas vacunas; la rusa, a la que se acusa constantemente de elemento de propaganda, la de Oxford, muy similar a la anterior en su planteamiento de ataque contra el virus, y un amplio elenco de vacunas que se están investigando en Japón, EEUU, China, India, Reino Unido y un largo etcétera. En total, y según datos de la Organización Mundial de la Salud, a 28 de septiembre de 2020 hay 40 proyectos en fase clínica y 151 en fase preclínica (a principios de mes eran 34 en fase clínica y 142 en fase preclínica, lo que permite intuir que las iniciativas van en aumento). Si se accede al documento PDF que ofrece la OMS, no deja de ser ilustrativo ver cómo en los estudios en fase clínica, la gran mayoría se desarrollan en colaboración de centros de investigación o universitarios con empresas farmacéuticas, cuando no de éstas únicamente.
La presencia de las empresas en las universidades públicas ha sido una aspiración constante desde hace años, que persigue el sueño americano prometido por la Ley Bayh-Dole; puede verse, por ejemplo, en la proliferación de los tan laureados «centros de innovación y transferencia tecnológica». Transferencia significa aquí, en algunos casos, el traspaso de una investigación financiada públicamente a manos privadas. Y no sólo eso: entre los méritos académicos (para optar a plazas públicas, por ejemplo, o para ascender en la jerarquía académica) se encuentra el haber patentado algún invento, o el tener derechos de autor sobre alguna obra. Es decir, se premia la privatización del conocimiento, en ocasiones obtenido en su totalidad mediante financiación pública.
A estas alturas, por tanto, a nadie se le escapa que el próximo hito relacionado con la pandemia va a ser quién consiga desarrollar, patentar y comercializar —y a quién se va a aplicar primero, pues las cadenas de comercialización globales le dan ventaja a los países productores, que serán los primeros en disponer del resultado— una vacuna efectiva en primer lugar. Esto último es importante, porque al parecer hemos aceptado con pasmosa facilidad que puedan estar desarrollándose decenas de proyectos para encontrar una vacuna a la vez que compiten entre sí. La idea, totalmente plausible, de que una actitud más colaborativa de estos proyectos, frente a la carrera por ver quién es el primero, diera mejores o más rápidos frutos no parece estar en el imaginario colectivo. Que los países se estén ofreciendo para que los ensayos se realicen en su territorio permite intuir que pretenden de esa forma facilitar su acceso a las vacunas que terminen funcionando. No queda claro, sin embargo, que esta estrategia (hasta cierto punto colaborativa) vaya a facilitar ese acceso, pues quienes producen la vacuna son quienes tienen control sobre la misma. Además, las empresas tienen una capacidad de producción limitada, y la situación de pandemia implica que se requerirán miles de millones de dosis de las vacunas exitosas.
En el mundo de la propiedad intelectual (aunque es algo que engloba mucho más que eso), esa es la gran derrota. La asunción acrítica de que el conocimiento (científico, en este caso, pero ocurre también con las expresiones culturales) es en primer lugar objeto de intercambios mercantiles, incluso a costa del sufrimiento de las personas, es un síntoma, pero también una consecuencia, del tipo de sociedad que estamos construyendo desde hace ya décadas. Para quienes nos hemos dedicado a la propiedad intelectual en su sentido más amplio (patentes, marcas, derechos de autor, etc.), la reivindicación de que la normativa es manifiestamente injusta, o discordante con el sentir de algunas sociedades (presentes o anteriores en la historia) tiene un trasfondo que se entronca en algo más primitivo, más humano: la creencia de que es factible pensar en otro tipo de sociedad, y el rechazo de un entorno tecnológico, mercantil y político en el que toda clase de conocimiento es susceptible de ser convertido en un objeto de cambio, quedando otras consideraciones, incluso médicas (y que entroncan, por tanto, con algo tan común como el sufrimiento humano) en un segundo plano. Por decirlo de otra forma: en las sociedades contemporáneas, en la propiedad intelectual ni siquiera se ha llegado a ese mínimo de ¿decencia? que supone la función social de la propiedad.
Una de las grandes lecciones que nos está dejando esta situación de pandemia es que el conocimiento científico debería ser abierto. Entre algunas de las medidas (criticadas y criticables en algunos casos) adoptadas por distintos gobiernos —cuarentenas, confinamientos, toques de queda, distancia social, multas, obligación de mascarillas— hay que destacar la apertura de algunos datos de investigación [1], que ha pasado inadvertida pero que resulta ilustrativa de la importancia de la ciencia abierta “abierta” [2]. De alguna forma, ha quedado patente que la privatización del conocimiento científico resulta un obstáculo a la investigación y obtención de resultados, y no al contrario. La lógica individualista y mercantilista respecto de los resultados de investigación puede funcionar a nivel económico, pero resulta contraproducente para el avance de la ciencia. Lógica individualista que, por cierto, no es apreciable únicamente a nivel de empresas o personas, sino también estatal; cada país está pensando en cómo vacunar a su población, ignorando las necesidades de otros países, su eventual sufrimiento, arrinconando cualquier abordaje colectivo sobre la vacuna, y acumulando el máximo de vacunas posible. Así se desprende de la información ofrecida por Oxfam Internacional, que denuncia que un pequeño grupo de países ricos (que representa el 13% de la población mundial) ha acaparado más del 50% de las principales y más prometedoras vacunas contra el covid-19.
Solo con una configuración tan individualista y centrada en lo económico como la nuestra es posible explicar que, en vez de buscar una solución humana, es decir, de combate de la especie contra el virus, nos encontremos ante una competición por ver quién llega primero y, por tanto, quién gana más dinero. Esta disyuntiva entre salud y dinero no es nueva —ocurrió algo similar con los retrovirales para el VIH y el conflicto con la producción de medicamentos genéricos en países como Sudáfrica o la India, en los 2000—, pero de nuevo se pone de manifiesto que tal vez deberíamos reorientar nuestros objetivos como sociedad. En el boletín de septiembre de esta revista, Juan-Ramón Capella apuntaba que, tal vez, nuestra civilización tecno-industrial somete a la naturaleza a unas tensiones que, en última instancia, provocan situaciones como la actual. No es realista pensar en que podamos cambiar a corto plazo el estilo civilizatorio que arrastramos desde hace siglos. Pero tal vez es el momento, ante los toques de atención y la masiva degradación del entorno en el que vivimos (y del que dependemos) de pensar más como sociedad y menos como homo economicus.
Notas:
[1] Pueden verse noticias relacionadas en los siguientes enlaces: https://www.the-scientist.com/news-opinion/journals-open-access-to-coronavirus-resources–67105; https://novel-coronavirus.onlinelibrary.wiley.com/; https://sparceurope.org/coronaopensciencereadsandusecases/
[2] Por ciencia abierta “abierta” nos referimos aquí a aquella que permite no solamente la comunicación de los resultados de investigación, sino también su uso libre. Esperemos que la ciencia abierta no sea solamente para la network de amigos del norte.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-194/notas/innovacion-para-los-bolsillos