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Inteligencia artificial, extractivismo digital y socialismo

Fuentes: Rebelión

En noviembre del año 2022, la empresa OpenAI, abría al público el acceso al programa de inteligencia artificial ChatGPT (por Generative Pretrained Transformer). A partir de entonces se desató una carrera por la inteligencia artificial entre varias empresas y varias aplicaciones y plataformas. El acceso a ChatGPT es libre, pero el acceso a su versión mejorada ChatGPT-4 y subsiguientes, es de pago mensual.

En poco tiempo, los suscriptores de estas plataformas de inteligencia artificial (IA) se cuentan ya por decenas de millones. Asimismo, las aplicaciones y empresas de inteligencia artificial empiezan a multiplicarse en varios ámbitos: diseño gráfico, programación, elaboración y redacción de textos, elaboración de imágenes, programas gestores de video, etc.

En poco tiempo se ha producido una verdadera eclosión de aplicaciones, plataformas y programas de IA. Al mismo tiempo, la irrupción de la IA ha provocado un fuerte debate que integra dimensiones políticas, sociales, ideológicas y culturales.

A los pocos meses del lanzamiento del ChatGPT-3, una serie de personalidades políticas y grandes empresarios como Elon Musk, Steve Wozniak, Yuval Harari, entre otros, pidieron a las empresas de inteligencia artificial una tregua para poder asimilar el impacto de esta tecnología en las sociedades “por ser una amenaza para la humanidad” (BBC, 2023).

Sin embargo, la empresa OpenAI indicó que, para fines del año 2023, estaría lista su versión ChatGPT-5, aunque luego afirmó que podría tardar un tiempo más pero indicó que incrementaría el ChatGPT a 32 mil token. Así, lo que podrían lograr estas nuevas versiones de IA desafían a la imaginación.

Las posiciones ante la IA han oscilado entre minimizarlas y denominarlas “loros estocásticos” (como lo ha afirmado Emily Bender y Timmit Gebru, entre otros (Bender, Gebru, McMillan-Major, & Shmitchell, 2021)), hasta la posición de Henry Kissinger que indica que la IA cambia las reglas de juego de la sociedad y, por tanto, el sentido mismo de la realidad (Weatherby, 2023). La IA también ha sido denominada como una máquina ideológica (Weatherby, 2023).

Ahora bien, la IA, al menos a partir de la experiencia inicial del ChatGPT, como toda nueva tecnología, supone mínimo entrenamiento o, en todo caso, un posicionamiento técnico-estratégico previo para su uso. A la forma de preguntar a la IA y plantear aquello que se necesita para extraer de la IA su máximo potencial o instruirla en aquello que se requiere, se le denomina prompt. Saber estructurar un prompt de formas específicas implica habilidades que, por lo general, tienen los programadores, de ahí que los primeros sorprendidos y los más entusiastas de la IA hayan sido los programadores. Pero, en términos generales, no se requiere de la habilidad, la experiencia y el conocimiento de un programador para utilizar los chatbot de inteligencia artificial porque son muy intuitivos y, a partir de una mínima orden, pueden desplegar un volumen importante de información ya clasificada y estructurada de acuerdo al requerimiento planteado.

El acceso al ChatGPT es libre desde cualquier ordenador en cualquier parte del mundo que tenga conexión a internet, salvo en aquellas regiones en donde los accesos a cierto tipo de aplicaciones estén prohibidas. Eso pasó con el ChatGPT cuando en Italia fue prohibido usarlo (Xataka, 2023). Pero, en todo caso, y más allá de las limitaciones de acceso, es libre y abierto. Eso significa que cualquier ciudadano puede acceder al ChatGPT y trabajar con él como a bien tuviere.

Los primeros usuarios, además de los programadores y que, la verdad, no tuvieron mayores problemas con los prompt son los estudiantes de bachillerato y estudiantes universitarios y, en general, los jóvenes. Poco a poco utilizaron las habilidades del ChatGPT para sus tareas escolares y para integrarlo a sus propias necesidades. Sus profesores, aún no advertidos de las implicaciones de estas tecnologías, todavía no saben cómo asumirlas, integrarlas y reaccionar ante ellas y dudan si añadirlas como instrumentos de aprendizaje o expulsarlas como amenaza al modelo de enseñanza vigente. Al momento no existe ninguna posibilidad de detectar que un texto sea producto de un ser humano o una IA. En estudio reciente de la Universidad de Maryland, un grupo de investigadores presentan resultado que demuestran “la imposibilidad con respecto a la detección de textos generados por IA” (Sadasivan, Kumar, Balasubramanian, Wang, & Feizi, 2023).

Sin embargo, el debate más potente con respecto a la emergencia de la IA tiene que ver con el mundo laboral, sobre todo con aquellos trabajos que se sustentan en tareas cognitivas, desde aquellas más básica hasta aquellas más elaboradas (CNNEspanol, 2023), (Le Monde, 2023).

La IA, y el ChatGPT-4 son una demostración de ello: dan cuenta que la IA tiene la capacidad de desplazar trabajadores en las áreas de servicios que utilizan habilidades cognitivas. En ese sentido se produce una especie de comparación histórica: de la misma manera que la robotización desplazó trabajos de las cadenas de montaje industrial, así la IA podría desplazar trabajadores cognitivos cuyas habilidades, ahora, pueden ser fácilmente reemplazadas. Se han publicado ya listas de empleos que podrían perderse a partir de la masificación de los chatbot de IA (El Financiero, 2023).

Esto plantea una cuestión de tipo económico pero también sociológico. En términos sociológicos tiene que ver con la constatación de que las actividades cognitivas en el capitalismo tardío, por lo que puede apreciarse, no tenían altos niveles de exigencia, porque aquello que se demandaba en los empleos con funciones cognitivas, en realidad, era la continuidad de procesos fordistas pero en los sectores de servicios que requerían tareas cognitivas. En definitiva, a pesar de que el fordismo hacía que parezcan tareas complejas, en realidad eran más bien simples y que se inscribían dentro de una lógica productivista e industrial.

Es decir, el capitalismo llevó su episteme productivista hacia el sector servicios y sus áreas cognitivas y eliminó de ellas cualquier rastro de complejidad y, por supuesto, cualquier posibilidad de criticidad. Los espacios críticos se reservaban para ciertas áreas de las universidades en el mejor de los casos, pero el mundo laboral, mercantil y productivo no requiere de pensamiento crítico ni siquiera innovador. Requiere de un pensamiento funcional que se mueva dentro de las coordenadas de la episteme productivista. Un trabajador promedio tiene que moverse en función del ritmo que tiene su empresa y, por lo general, las corporaciones son lentas y pesadas. Solo son enormes maquinarias de extracción de plusvalía.

El resultado fue que las tareas cognitivas en el capitalismo tardío eran repetitivas, sin demasiada complejidad y sin posibilidades de salir de sus marcos epistemológicos y, obviamente, sin ninguna posibilidad de crítica. Los trabajadores de cualquier sector tenían que rendir de manera eficiente y bajo las coordenadas institucionales definidas por las corporaciones o las pequeñas empresas a un ritmo pausado y lento. Los empresarios, de su parte, nunca veían más allá de la tasa de rendimiento del corto o mediano plazo y, para ellos, la complejidad se remitía a cómo incrementar esa tasa de retorno y cómo enfrentar a los consejos de administración cuando la rentabilidad no era la esperada.

Para los pequeños emprendimientos empresariales la lección estaba clara: para triunfar en el capitalismo había que seguir en el sendero de aquellos que lo habían logrado y, ninguno de ellos, triunfó por fuera de ese sendero. Para los que estaban en el desempleo la situación era más desesperada, porque el propio sistema capitalista los había orillado por fuera de la lógica productivista. Se sentían, en tanto desempleados, como una carga para sus familias e, incluso, para sí mismos y la IA solo empeoraba su situación.

Así, los sistemas educativos se transformaron en engranajes de aquello que necesitaba el capitalismo y funcionalizaron la educación hacia esos parámetros productivistas. Muchas tareas cognitivas quizá tenían su complejidad, pero cuando formaron parte de los procesos de acumulación de capital, transformaron esa complejidad en un conjunto de habilidades que fueron simplificándose y que fueron masificadas.

Por ello, la emergencia de las redes sociales encuentra a la sociedad desnuda de complejidad. Encuentra a los seres humanos trasgredidos por la violencia de la acumulación de capital y buscando en el mundo virtual aquellos asideros ontológicos para sobrevivir en la realidad del capitalismo neoliberal. Ante la IA nuestros baremos son tan básicos que nos sorprendemos de las capacidades de la IA y pensamos que esta herramienta, en realidad, puede ser una amenaza a la vida misma.

Hacia el extractivismo digital

En las redes sociales, las personas buscan ventanas de evasión o mecanismos de reconocimiento, participación y lazos que, de alguna manera, las vinculen a la sociedad. Por eso, ponen imágenes, textos y comentarios que tienen que ver con su diario vivir, con sus opiniones o, simplemente, como trashumantes de las redes sociales. Pero a través de ello quieren crear conectores con la sociedad y, como no tienen otra opción, ponen su vida cotidiana a la exposición y escrutinio público de esas redes. Es su vida cotidiana el vector y el conector que las integra al mundo a través de las redes sociales.

Pero la vida cotidiana en el capitalismo tardío tiene ya trazadas sus posibilidades y expectativas. Lo fausto e infausto están prescritos en la banalidad de esa vida cotidiana. Por ello, las redes sociales que más éxito tienen son, justamente, aquellas que más banalizan esa vida cotidiana, porque en esa banalidad las personas pueden reconocerse. Por eso Umberto Eco denostaba de las redes sociales, “las redes sociales, decía Eco, generan una invasión de imbéciles” (La Ciudad Revista, 2022). Pero ahora, y a pesar de eso, no hay político o personaje público que no se cuide de las redes sociales. Su peso social y político es evidente. Su trascendencia para la vida moderna es innegable. Ellard Collin escribe al respecto: “Somos como faros de nuestros datos personales en movimiento. Y estamos en todos sitios, transmitiendo señales sobre quiénes somos, cómo nos sentimos y qué hacemos”. (Ellard, 2016, p. 26)

Pero el capitalismo nunca pierde sus brújulas. La exposición de un narcisismo naif en las redes sociales fue inmediatamente convertida en modelo de negocios. Emerge una nueva forma de extractivismo esta vez dedicada a la explotación de los datos personales de todas y cada una de las personas que utilizan las redes sociales. Ahí donde una persona coloca una imagen cualquiera, un like o un post, en esta nueva industria del extractivismo de los datos, ese acto se integra a un modelo de negocios que tiene por objetivo procesar esos millones de datos que provienen de la información que cada persona coloca en sus redes sociales, para extraer de esa información aquella que puede ser utilizada por una determinada corporación o modelo de negocios.  Zuboff lo denomina Excedente conductual (2020).

Así, surge un modelo de negocios en el capitalismo en el cual la materia prima tiene un valor marginal cero, es decir, es gratuita. En efecto, las personas que de forma cotidiana ponen su información, sus gustos, preferencias, fobias y opiniones en redes sociales, lo hacen de manera libre, espontánea y gratuita.

Con esa materia prima gratuita, nuevas empresas extractivas se dedican a extraer información y venderla a corporaciones que, ante esa posibilidad, también cambian sus modelos de negocios. Desde empresas de seguridad, espionaje, distribución, farmacéuticas, turismo, deporte, textiles, y otros sectores, hasta gobiernos e incluso el crimen organizado, todos ellos necesitan datos para orientarse en la incertidumbre de los mercados unos y, otros, para ejercer control y dominación. Se trata de un modelo de vigilancia global que tiene en Google su primer marco heurístico en donde pasó de “servir a los usuarios a vigilarlos” (Zuboff, 2020, p. 121).

Las empresas siempre han buscado datos al igual que los gobiernos y los políticos. Siempre han tratado de inscribir la incertidumbre del mercado dentro de parámetros de confianza. Si antes los estudios de mercado o los estudios de los comportamientos y expectativas de los electores, eran costosos y demandaban mucho tiempo, ahora, en cambio, son casi inmediatos y de menor costo.

Las corporaciones pueden pagar por esa información y pueden, gracias a ella, personalizar la oferta. Es un fenómeno relativamente inédito en el capitalismo que siempre había  visto tanto a la demanda como a la oferta como fuerzas ciegas que obedecían a leyes casi naturales. De hecho, ese era el nombre con el cual las designaban y comprendían: como fuerzas de mercado. El equilibrio de mercado se asumía como un producto espontáneo de esas fuerzas casi naturales.

Pero esas indomables fuerzas de mercado ahora empiezan a ser sometidas a control. Una utopía que hace algunos años habría sido imposible siquiera de imaginar. La oferta de una empresa, que siempre era un dato insondable y que tenía que ser calculado más por la experiencia pasada que por la previsión futura, ahora, gracias a ese nuevo extractivismo de los datos, empieza a convertirse en una certeza. La empresa puede endogenizar la oferta, es decir, la oferta deja de convertirse en una fuerza de mercado para transformarse en una determinación de la empresa. Para ello necesita información. Se trata de una información que tiene que ser precisa, inmediata, y contextualizada.

Obtener esa información, para cualquier empresa, significa costos que tiene que asumirlos para orientar sus capacidades tanto productivas como empresariales. Por ello, una de las ramas que más desarrollo ha tenido en el capitalismo tardío no es tanto aquella de las capacidades productivas de la industria y la empresa, sino aquella del marketing, porque el activo más importante de una empresa, en el siglo XXI, es su marca, es su logo. Muchas corporaciones dejaron atrás las preocupaciones de la producción, en un proceso de desindustrialización intensiva, para dedicarse a administrar su marca. La administración de su marca implica una intervención directa sobre la subjetividad de las personas, y es ahí donde entra el modelo de negocios de procesamiento y extracción de datos personales.

Ahora, gracias a la información que las personas ponen de forma gratuita en las redes sociales, hay la posibilidad de que las corporaciones tengan, finalmente, acceso a esa información tan delicada y tan importante que es fundamental para su modelo de negocios. Las redes sociales se convierten en captadoras de información por la cual no pagan absolutamente nada y luego convierten a esa información en materia prima. Esa materia prima es el fundamento sobre el cual descansa el capitalismo cognitivo.

Así, la industria del turismo crea modelos de negocios antes inconcebibles y que tienen como soporte, de una parte la flexibilización laboral y, de otra, el extractivismo digital, así nació, por ejemplo, Airbnb. Se multiplican también las empresas de distribución como Glovo, Rapi, Uber gracias a esa posibilidad de domesticar o endogenizar la oferta y la demanda. Las corporaciones farmacéuticas pueden posicionar de mejor manera sus marcas y pueden lograr un consenso sobre la medicalización de la vida social. Todos esos modelos de negocios se formulan y establecen, precisamente, desde el nuevo extractivismo de los datos personales.

Una persona, sea o no consciente del proceso que desencadena, puede colocar una imagen sobre una situación personal cualquiera que, inmediatamente, ese acto se inscribe en este nuevo extractivismo. Si se suman las imágenes o los datos que otras personas han hecho de forma espontánea, voluntaria y libre, esto se convierten en un caudal de datos que crece de forma exponencial. Son datos que tienen que ver con la vida misma de esa persona: sus amigos, sus viajes, sus deseos, sus pasiones, sus odios, sus aventuras, sus fobias, sus expectativas, sus temores, en fin. Esos datos entran en una maquinaria de procesamiento que tiene por objetivo permitir a las corporaciones endogenizar la oferta a través del control de la demanda. Ese extractivismo digital tiene nombre, lo denominan big-data, machine learning, deep learning, etc.

Pero no solo son las corporaciones, son también los gobierno y los políticos. Uno de los debates más importantes en la primera elección de Donald Trump en EEUU tuvo que ver con la manipulación en las redes de los comportamientos de los electores a través de la empresa Cambridge Analytica. Otro de los escándalos fue la denuncia de Snowden sobre la sociedad panóptica que transfería a sus organizaciones de inteligencia, espionaje y control, datos sensibles de todos sus ciudadanos.

El extractivismo digital busca encontrar patrones, tendencias, conductas, comportamientos que sean predecibles y consistentes. Una vez que los ha encontrado procede a empaquetarlos y venderlos. Las corporaciones compran esa información porque gracias a ella pueden posicionar marcas, definir el ciclo de vida de esas marcas, conocer los comportamientos futuros de la demanda, conocer el mercado, anticiparse a sus incertidumbres, predecir tendencias, personalizar productos y servicios, detectar necesidades insatisfechas o crearlas, etc.

El excedente conductual del que hacía mención Zuboff (2000), se transforma en colonización de la subjetividad de todos y cada uno. Ya no es solamente la exhibición de un narcisismo naif de las redes sociales, sino la retroalimentación sobre la conducta de las personas para inscribirlas dentro de una trama disciplinaria que les enajena su libertad individual y la convierte en un simulacro. Aparentemente, los seres humanos somos libres de tomar decisiones en función de nuestra propia valoración de nuestras propias circunstancias. Pero el extractivismo digital de los datos crea un mundo distópico en el cual sin saber cómo ni cuándo empezamos a adoptar comportamientos que no nos pertenecen pero que han sido determinados desde el extractivismo digital, el excedente conductual, y la colonización de la subjetividad.

Del extractivismo digital a la IA

El extractivismo de los datos es una forma diferente de extractivismo y se convierte en una característica del capitalismo tardío. Para procesar miles de millones de datos en segundos, se necesitan capacidades tecnológicas importantes. Es desde esa necesidad del mercado que emergen y se constituyen los algoritmos que procesan esos datos y que, dada la enorme cantidad, tienen capacidades heurísticas. Esos algoritmos son el antecedente de la inteligencia artificial. Hay algunas experiencias al respecto. Está por ejemplo, el programa Deep Blue que en 1997 venció a Kasparov, entonces campeón mundial de ajedrez, sin tener que recurrir a jugadas previas de su base de datos, sino a sus propias capacidades heurísticas.

Esos algoritmos están presentes en los motores de búsqueda de Google, por ejemplo, y sesgan desde el inicio cualquier tipo de búsqueda al tiempo que integran esa búsqueda de datos hacia el nuevo modelo de negocios de empaquetamiento y procesamiento de información (el deep learning). Precisamente por ello la empresa Alphabet, que controla Google, es una de las más importantes del mundo por capitalización bursátil y fue con ella que nació el capitalismo de vigilancia (Zuboff, 2020).

El desarrollo de algoritmos con capacidades heurísticas para minar los datos del big-data, y del machine learning dieron paso a la inteligencia artificial. Si un algoritmo puede conducir, estructurar y definir la forma de un motor de búsqueda en internet, al tiempo que puede identificar aquellos datos que son imprescindibles para sostener un modelo de negocios, entonces el algoritmo puede hacer un bucle sobre sí mismo y puede derivar en un proceso heurístico sobre sí mismo. Si es capaz de hacer eso entonces el bucle se retroalimenta sobre sí mismo y sus capacidades heurísticas empiezan a convertirse en probabilísticas, es decir, la forma por la cual encadena información tiene la apariencia de ser inteligente. De esta forma, ese algoritmo puede superar el test de Turing.

Pero siempre es y será un algoritmo. Su capacidad heurística le permite retroalimentarse y ser cada vez más performante porque trabaja con probabilidades. Ha nacido en el interior de un proceso del capitalismo digital y con relación al extractivismo digital.

Es ese fenómeno el que emerge con los chatbot de IA. Son algoritmos vinculados a la red internet que permiten construir respuestas inteligentes cada vez más precisas. Pero esas respuestas son heurísticas y probabilísticas al mismo tiempo. De ahí nace su aparente precisión y es este nivel de precisión lo que llama la atención. Pero, en definitiva, un chatbot de IA no es más que un algoritmo heurístico que responde en función de probabilidades estadísticas. Pero son respuestas cuyas coordenadas ya están definidas de manera previa.

En efecto, si el capitalismo integró las tareas cognitivas dentro de sus necesidades de acumulación, es de suponer que la capacidad de preguntas que se le puede hacer al chatbot de IA está condicionada por la estructura misma de la sociedad capitalista. No se puede preguntar más allá del horizonte que esa misma sociedad ha creado. Y ese es el límite de la IA, porque su capacidad de respuesta no está limitada por el algoritmo y su capacidad de acceso a datos sino por las restricciones de su propia sociedad, vale decir, por nuestras propias limitaciones para ver más allá de la acumulación de capital.

De ahí que las primeras preguntas y las primeras formas de utilizar y trabajar con los chatbots de la IA tengan que ver con el mercado y con su integración a los modelos de negocios del capitalismo. En efecto, el chatbot de IA se integró a la ideología del emprendimiento, a la búsqueda de rentas, a la implementación de nuevos negocios, solo después de eso se pensó si sería más coherente estructurar preguntas que tengan con el sentido mismo de las sociedades.

Empero, la humanidad necesita respuestas que vayan más allá del mercado capitalista y su lógica de corto plazo. Es entonces cuando se puede comprender que el límite, en realidad, no es el chatbot de IA que, en definitiva, no es más que una herramienta de trabajo. El límite real somos nosotros mismos porque no podemos utilizar esa herramienta para intuir más allá de los estrechos horizontes en los cuales el capitalismo ha encerrado a la humanidad.

Esto hace que esta herramienta de la IA  sea vista como una amenaza a la sociedad. Muchos empleos que utilizan tareas cognitivas bien pueden ser reemplazados por los chatbot de IA, a un menor costo y una mayor productividad. Es una dinámica constante en el capitalismo, porque a medida que cierto tipo de empleos y destrezas desaparecen se crean otros nuevos. Lo que los chatbot de IA nos señalan es que esos empleos forman parte de un mundo que está en transformación y que ha dejado de utilizarlos, porque la sociedad ya no los necesita; pero, en cambio, necesita otras destrezas y otras habilidades.

Los chatbot de IA solamente significan que tenemos herramientas que, por el momento, parece excedernos, y nos exceden porque el modelo de sociedad que hemos creado tiene limitaciones y las asumimos como límites finales cuando en realidad solo son señales de transformaciones más vastas y profundas. Cabe entonces reflexionar sobre esas transformaciones, sobre sus contenidos, sobre sus formas, sobre sus posibilidades.

Están ahora ahí. En poquísimo tiempo los chatbot de IA nos apelan, nos interrogan, nos cuestionan, no sobre la humanidad sino sobre nuestra estructura social, porque si amenazan a cierto tipo de empleos eso no debe verse como una amenaza sino más bien como la oportunidad de explorar algo que, en definitiva, nos concierne en tanto sociedad. Pero es la estructura capitalista de nuestras sociedades la que nos orilla a ver esas señales de cambio como amenazas, es ella la que nos genera miedo, la que nos pide una tregua en el desarrollo de la IA. La que nos obliga a ser luditas como un ejercicio desesperado de conservar al capitalismo sin posibilidad de cambio.

Asumamos entonces el reto de pensar esos desafíos por fuera del corsé de esa estructura capitalista. Si Kissinger tiene razón y la IA cambia las reglas de juego de la realidad, entonces tratemos de vislumbrar esa realidad que puede emerger desde ese cambio de las reglas de juego provocado por la IA.

Un mundo en transición: los desafíos a la educación

La IA es un vector que atraviesa a toda la sociedad. Los sistemas educativos se ven interpelados por la IA. Su forma de proceso de enseñanza-aprendizaje se construyó sobre una construcción social que se definía desde la ética del trabajo, el productivismo, la acumulación, la competencia y la idea de crecimiento económico sin fin que, en realidad, es la puesta a punto de la idea decimonónica del progreso. La educación, en el capitalismo tardío, abandonó toda promesa de emancipación y humanismo por la apuesta fácil de las habilidades y las competencias que el mercado exige y reclama. Nada más lejos de aquello que los griegos clásicos llamaban paideia para la educación de su sociedad que el formato educativo del capitalismo tardío.

En ese proceso, desde la formación temprana, pasando por la formación intermedia hasta las universidades y los posgrados, el formato es el mismo: la educación tenía que insertar a las personas, en tanto ciudadanos y ciudadanas, en una trama civilizatoria que tenía construidas sus respuestas fundamentales y de los cuales requería cierto tipo de habilidades y conocimientos para devenir trabajador, funcionario o empleado.

El aprendizaje de habilidades y destrezas, la abstracción, la contextualización, la capacidad de relacionar, entre otras, de una manera u otra, formaban parte de esa trama epistemológica de la educación por competencias concretas que nacían y se definían desde la lógica del mercado.

Pero la IA altera esa trama epistemológica porque se convierte en una herramienta tan poderosa que todos los baremos de evaluación y todas las formas de enseñanza-aprendizaje se ven alteradas. Desde las tareas escolares, hasta la redacción de papers de investigación científica, todos ellos van a ser transformados radicalmente. Un niño o un joven pueden, gracias a la IA, realizar esas tareas de forma tan rápida que liberan su tiempo para aquello que ellos consideran más importante, el juego. En las universidades, muchas tareas también convergen hacia estas nuevas herramientas y facilitan el trabajo de los estudiantes al riesgo de impostar todo su proceso formativo. En el caso de la industria de los papers científicos es más importante aún la transformación que provoca la IA porque ahora un paper científico puede escribirse en minutos y hacer de cualquiera un investigador experimentado en poquísimo tiempo.

Esto quiere decir que es la forma con la que ha sido construido el sistema de enseñanza-aprendizaje el que se ve transformado con las herramientas de la IA. Pero hay algo que las herramientas de la IA no pueden hacer, por más que sean cada vez más potentes y es la capacidad crítica.

Entonces, si los chatbot de IA amenazan al sistema educativo y universitario es porque son sistemas que nunca se construyeron ni definieron desde capacidades críticas sino que siempre fueron sistemas estáticos, de ahí su tendencia a la escolástica, es decir a la absolutización de sus parámetros epistemológicos. Consideraron al orden existente como dado y establecido en sus coordenadas históricas y sociales. Sobre eso construyeron un sistema educativo que obliteró las capacidades críticas y que, ante su irrupción, optó por soslayarlas, minimizarlas, recluirlas o, en el peor de los casos, perseguirlas.

La capacidad crítica es inmune a los chatbot de IA, porque implica una posición epistemológica y ontológica que es irreductible a estas herramientas. La capacidad crítica comprende a los chatbot de IA como lo que son, como herramientas al servicio de esa capacidad crítica. No hay peligro de la hipóstasis ni tampoco de la impostación.

La capacidad crítica genera una distancia entre el sujeto y el mundo en el cual puede situar esa crítica al mundo. No asume al mundo como algo ya establecido y definido sino más bien como algo que está en permanente cambio y transformación. La capacidad crítica advierte de esos cambios y, justo por ello, puede incidir sobre ellos.

Pero será difícil que los sistemas educativos y universitarios puedan cambiar hacia posiciones críticas. En ellos la praxis estratégica de individuos que ven a sus prójimos como competencia en mercados laborales cada vez más cerrados y más precarizados, se convierte en una ontología de lo real. No hay espacios para capacidades críticas en el mundo de la competencia mercantil. Y esa es la trama civilizatoria del mundo.

 Por ello, los chatbot de IA generan una aporía para el sistema educativo: se convierten en herramientas que el sistema tiene que expulsarlas o someterlas a escrutinio permanente para que no rebasen sus fronteras. En vez de ser herramientas que potencien las capacidades críticas más bien se transforman en amenazas al mundo que, por tanto, deben ser controladas.

Pero de manera independiente de su pretendido control o expulsión, la cuestión es que millones de estudiantes probablemente utilizarán los chatbot de IA para resolver sus problemas y tareas escolares y universitarias. Habrá maestros y académicos que intentarán inscribirlas dentro de sus procesos de enseñanza aprendizaje, otros que serán indiferentes y otros que los prohibirán, pero eso no impedirá ni su masificación ni su uso cada vez más continuo. Habrán muchos investigadores que empezarán a utilizar esas herramientas para sus papers científicos y podrán ser tan prolíficos que provocará el colapso del sistema de revistas indexadas y factores de impacto por exceso.

Y esto da cuenta de otra aporía: los sistemas educativos dan la espalda a las transformaciones sociales en las que ellos viven y se convierten en fuertes obstáculos para esas transformaciones. Contrariamente a lo que se cree, hay circunstancias históricas en las que las escuelas y universidades son la mejor garantía para que las sociedades no cambien. Forman a individuos que son incapaces de comprender esas transformaciones y que no han desarrollado capacidades críticas y que no pueden comprender su propio momento histórico.

Quizá valga la pena un ejemplo. A fines del año 2008, en pleno contexto de la crisis financiera, se publicó un texto bajo el pseudónimo de Satoshi Nakamoto sobre el bitcoin. A partir de entonces hubo un desarrollo espectacular de las criptomonedas y, de hecho, se han convertido en uno de los fenómenos más importantes del capitalismo tardío. Sin embargo, décadas después de ese acontecimiento, en ningún libro de política monetaria de las diversas facultades de economía del mundo, hay un capítulo sobre la política monetaria de las criptomonedas.

Otro ejemplo: es indudable que la noción de crecimiento económico provoca alteraciones en los ciclos naturales que ahora se identifican con el calentamiento global. Pero en el debate global aún se utiliza la noción de Producto Interno Bruto como baremo de la riqueza de una sociedad, cuando está claro que es justamente que desde esa noción que se ha provocado el cambio climático.

Por lo tanto, si es necesaria una transformación que acompañe al desarrollo de la IA tiene que darse en los sistemas educativos que tendrán que incorporar dimensiones críticas al mundo. Si le preguntamos a la IA sobre el PIB de un país y su relación con el calentamiento global, por supuesto que las respuestas que nos dé la IA no podrán ver más allá de los paradigmas vigentes, solo una conciencia crítica será capaz de hacerlo.

¿El fin de la producción?

Hay otro aspecto que anuncia cambios importantes a partir de la emergencia de la IA y tiene que ver con el empleo. Se asume que la integración de la IA a los procesos productivos afectará los volúmenes de empleo que se generan en el capitalismo. Esta idea nace de la relación que hay entre remuneración al trabajo e ingreso monetario (salario). Es una relación que consta en los orígenes del capitalismo y que se ha configurado como parte de su estructura más fundamental. Así, el ingreso es una función del empleo. Aquellos que no tiene empleo no tienen ingresos y su situación personal y familiar es de vulnerabilidad y precariedad. La cantidad de ingresos, además, define la posición dentro de la escala social y la cantidad de bienes y servicios que se pueden adquirir. Es más, sobre esa relación el capitalismo generó todo un ethos: aquel del trabajo.

La primera forma por la cual se racionalizó la relación entre ingresos y empleo consta en las primeras teorías del valor de la economía clásica del siglo XVIII y XIX, fundamentalmente, Adam Smith. El valor, para Smith, está determinado por la cantidad de trabajo. A partir de entonces, la relación entre valor, trabajo, ingresos y producción han ido de la mano. Sin embargo, el mismo Adam Smith hacía referencia a la división del trabajo y su relación con la productividad. Es clásico su ejemplo del taller de agujas en donde la división de tareas hacía que el pequeño taller multiplique su capacidad de producir agujas, algo que si se hubiera hecho de manera individual no habría sido posible (Smith, 1983, pp. 49-56).

Esto permite, más allá de cualquier precisión sobre el complejo debate de la teoría económica que suscita la referencia a Adam Smith, al menos, dos intuiciones básicas y que tienen que ver con el mundo del siglo XXI: el proceso de valorización del mundo siempre será humano (el valor de las cosas siempre será humano independientemente de que lo hagan las máquinas); y, la división del trabajo llevada al infinito puede generar una productividad infinita.

En una productividad que tiende al infinito, no obstante, no hay trabajo humano (porque el trabajo humano siempre es finito). Pero si no hay trabajo humano, entonces ¿cómo se genera el valor? Si el valor siempre es una determinación humana pero la división del trabajo excluye al trabajo humano ¿qué sustrato debe tener el valor?

Esta aporía fue descrita por el economista inglés David Ricardo, en el siglo XIX, cuando distinguía entre el concepto de valor y aquel de riqueza como diferentes y proporcionalmente inversos (Ricardo, 1973, Capítulo XX). El valor es una determinación humana pero la riqueza es su consecuencia. Una riqueza infinita es compatible con un valor con tendencia cero. En esa aporía, Marx situaría el origen de las crisis en el capitalismo y sus contradicciones cuando realiza el contraste entre el valor con la división del trabajo (que lo denominará como “composición orgánica del capital”) y la posibilidad del valor cero (que lo denomina tendencia decreciente de la tasa de ganancia).

Ahora bien, esas aporías que constan en la estructura fundamental del capitalismo se revelan e irrumpen en el siglo XXI y se constatan con más precisión con la emergencia de la IA.

Es de suponer que la convergencia de la IA a los procesos productivos en el capitalismo, incrementará de forma exponencial los ya altos niveles de productividad del capitalismo tardío, como en su momento lo hicieron la automatización y robotización de las cadenas de montaje. Cada vez será menor la presencia humana (es decir el valor) en los procesos productivos, pero cada vez será mayor la riqueza que esos procesos productivos generen. En otras palabras, la sociedad del siglo XXI puede crear un volumen de riquezas nunca antes visto con apenas una parte marginal de su población.

Esas posibilidades productivas con cada vez menos trabajadores se deben a que la IA puede lograr la convergencia de otras tecnologías del siglo XXI para cambiar de manera importante la producción y distribución, como por ejemplo, las nanotecnologías, las biotecnologías, la robótica, la velocidad de la conexión en redes y la impresión 3D, entre otras.

Es una realidad que empieza a conformarse y que, de hecho, no constaba en el siglo XX. Ahora, la humanidad incluso ha retomado la carrera espacial y ha incrementado su capacidad de conocimiento sobre el espacio (el telescopio James Webb es un ejemplo de ello).

Así, es en el siglo XXI que emerge con toda la fuerza la aporía detectada por David Ricardo y Carlos Marx en el siglo XIX, aquella que tiene en la ley del valor trabajo su expresión y desarrollo: la aporía entre valor y riqueza. Es posible, en el siglo XXI, producir más riqueza y solo con una pequeñísima fracción de trabajadores que se utilizaron en el siglo XX. En una pequeña fracción del siglo XXI ahora se puede generar más riqueza que toda aquella que se creó desde la revolución industrial hasta el siglo XX.

No se trata de una intuición teórica sino de un hecho concreto del siglo XXI. En efecto, se puede proponer la hipótesis que la regulación entre un volumen de riqueza que tiende al infinito con una expresión monetaria que también tiende al infinito, se realiza desde la especulación financiera y, sobre todo las crisis financieras. De esta forma, las crisis financieras que son recurrentes en el capitalismo del siglo XXI son mecanismos de regulación entre ese volumen de riqueza y sus expresiones en valor.

Son tan grandes los montos que se transan en los mercados financieros que comprenden varias veces la producción nacional bruta de todo el planeta. El Banco de Pagos Internacionales indicaba que, en junio del año 2022, se habían realizado transacciones de derivados financieros en los mercados sobre el mostrador (llamados mercados OTC) por 632 billones de USD (BIS, 2022), una cantidad que es varias veces mayor que el PIB real del mundo.

Esas cantidades de la especulación financiera jamás tocarán tierra, es decir, jamás aterrizarán al sector real, a la producción. Es imposible que algún momento salgan de la esfera especulativa y se destinen a la producción, porque provocarían crisis por sobreacumulación. Son cantidades que seguirán girando sobre sí mismas, como un satélite virtual, sobre las capacidades productivas de la humanidad. Pero esa es la forma por la cual el capitalismo del siglo XXI ha logrado, hasta el momento, resolver esa aporía entre riqueza y valor. El filósofo francés Jean Baudrillard había ya detectado esta aporía cuando hacía referencia a una economía política del signo (Baudrillard, 2002).

Sin embargo, la irrupción de la IA altera el ritmo por el cual se relacionaba producción, distribución y especulación financiera en el capitalismo tardío. La convergencia de la IA hacia la producción es un hecho, así como también es un hecho que esa convergencia va a multiplicar de forma exponencial la riqueza disponible. La esfera especulativa financiera, por tanto, tendrá que expandirse aún más para poder regular esa relación pero, al mismo tiempo, debe evitar crisis financieras más profundas y más graves por sobreacumulación.

La crisis de 2008 dejó muy mal parado al capitalismo y la crisis provocada por la invasión de la Federación de Rusia a Ucrania, en cambio, condujo a un mundo más multipolar y neutralizó los efectos del dólar como unidad de cuenta del mundo y de la esfera de especulación financiera global.

Así, pues, el siglo XXI se confronta a un desafío que antes era inimaginable: para resolver la aporía entre valor y riqueza, habida cuenta del contexto geopolítico y de multipolaridad, tiene que proceder a la separación del trabajo de la producción capitalista, porque la cantidad de trabajadores que se necesitan cada vez será menor. La IA llevará a tales niveles de productividad que donde antes existían un número importante de trabajadores ahora se habrán reducido al mínimo. Pero al mismo tiempo, la IA convocará a nuevos empleos que ya no tienen relación directa con la producción. Es solamente la evidencia de esa aporía detectada por la economía clásica del siglo XIX entre valor y riqueza.

Pero el capitalismo es incapaz de resolver esa aporía entre valor y riqueza con los marcos institucionales heredados del siglo XX. Tendrá que, necesariamente, cambiarlos y una de las primeras formas de hacerlo es separar el trabajo de la producción y el ingreso del empleo.

¿Cómo hacerlo?, ¿qué consecuencias supone? La relación entre trabajo y producción mediada por el salario es uno de los puntales del capitalismo. Transformar esa relación significa transformar al capitalismo. Si el proceso de valorización del mundo siempre será humano, entonces esa valorización le corresponde ahora a la sociedad, no al mercado. La resolución de la aporía que se suscita en el siglo XXI implica que el trabajo debe retornar a su locus original: la sociedad.

La valorización del mundo debe dejar de ser la puesta en valor del mundo, es decir, ponerle precio al mundo (eso sería fetichismo mercantil) para convertirse más bien en su humanización, es decir, vincular los individuos (y sus capacidades) a sus propias sociedades a partir del trabajo. El trabajo, de esta forma, se convierte nuevamente en vínculo social. La valorización deviene en la transformación del mundo en la cual el trabajo depende menos del mercado y de las empresas, para depender más de la propia sociedad y sus instituciones.

La IA y otras tecnologías del siglo XXI pueden llevarnos a la división infinita del trabajo, es decir, a la productividad infinita. Si la productividad tiende al infinito su valor tiende a cero. La forma de evitarlo ya no tiene que ver con mecanismos económicos sino eminentemente políticos. Los precios, en el capitalismo tardío, dejan de tener una racionalidad económica para tener una racionalidad política. Los incrementos de productividad con la integración de la IA a la producción son tan grandes que aquello que define su precio no tiene ya nada que ver con sus condiciones de producción sino con las estructuras que definen y establecen el conflicto político.

El salario deja de ser una variable económica para devenir política. El siglo XXI será el siglo de la política, porque la IA y otras tecnologías le permiten a la humanidad resolver el problema de la escasez. Si ya no existe escasez en un mundo de productividad casi infinita, entonces la escasez deja de convertirse en argumento económico para devenir en argumento político. Si esto es así, entonces los trabajadores en el siglo XXI pueden plantearse ahora temas que en el siglo XX parecían utópicos, como por ejemplo, la semana laboral de 30 horas, la jubilación temprana y, sobre todo, la renta básica universal (o ingreso mínimo universal).

Las luchas por estos temas son luchas políticas. Por supuesto que existen los recursos suficientes y necesarios para financiar el ingreso mínimo universal, la jubilación temprana o la jornada laboral de 30 horas. Sin embargo, es más que probable que las condiciones de poder y dominación acudan a todo tipo de justificaciones y todo tipo de violencias para evitarlo.

Pienso que, en última instancia, es hacia esas luchas políticas la que nos lleva el desafío de la IA y de todas las tecnologías que se crean en el capitalismo del siglo XXI. La intuición de Marx se revela ahora más pertinente que nunca: un modo de producción jamás desaparece hasta haber agotado todas sus posibilidades. El capitalismo, en el siglo XXI, está agotando sus posibilidades. El socialismo siempre se pensó para sociedades de la abundancia. Estamos en tránsito hacia sociedades de abundancia, pero la lucha por abrir esa puerta, aquella del socialismo como forma social de la abundancia, será feroz, la burguesía bajo ninguna circunstancia permitirá siquiera acercarse a esa puerta. Pero ahora sabemos que está ahí y que tenemos que abrirla. Esa es nuestra tarea histórica.

 

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