Con mucho esfuerzo, el gobierno argentino logró firmar un Acta con Irán. ¿Objetivo? Avanzar en el esclarecimiento de la causa AMIA. Pero de inmediato Israel se metió y mal en los asuntos internos argentinos. Las relaciones con Irán nunca fueron fáciles, después de que los persas fueran acusados de ser organizadores de la masacre de […]
Con mucho esfuerzo, el gobierno argentino logró firmar un Acta con Irán. ¿Objetivo? Avanzar en el esclarecimiento de la causa AMIA. Pero de inmediato Israel se metió y mal en los asuntos internos argentinos.
Las relaciones con Irán nunca fueron fáciles, después de que los persas fueran acusados de ser organizadores de la masacre de 1994 en la mutual judía de la AMIA. La causa fue instruida por el juez Juan José Galeano. Este osciló entre echarle la culpa a la «pista Siria» encarnada en el empresario textil Edul, a la «conexión local» de policías corruptos de la Bonaerense y «carapintadas», o bien al demonizado Irán. Fuertemente condicionado por Estados Unidos e Israel, y con el beneplácito de Carlos Menem, en Comodoro Py apuntaron contra Teherán. Todos contentos: Washington, Tel Aviv, sus servicios de inteligencia y el sionismo mundial, la embajada israelita y las cúpulas de la AMIA y la DAIA. Este curso de acción tuvo un inconveniente básico, que no fue la negativa de Irán a entregar los ocho funcionarios sindicados como organizadores del atentado. El problema de fondo fue que Galeano y quienes continuaron su obra, el juez Rodolfo Canicoba Corral y el fiscal Alberto Nisman, no aportaron pruebas de sus gravísimas acusaciones. Por las irregularidades y delitos cometidos en la instrucción, Galeano tuvo un pedido de jury de enjuiciamiento y terminó destituido. Con ese mismo material contaminado por la CIA y el Mossad, agencias muy urgidas de acusaciones contra Irán para fogonear agresiones, a partir de 2005 Nisman siguió con su libreto. Al girar a Interpol las «tarjetas rojas» con pedido de aprehensión de los iraníes, no tuvo éxito. Uno de los acusados, que fungía como funcionario en Londres, fue detenido pero sobreseído por la justicia británica ante la endeblez del material incriminatorio. Esa carpeta, llegada a la capital iraní, tuvo el mismo resultado negativo. No había pruebas. Nisman, Israel y las dirigencias de la AMIA y DAIA, podían estar un siglo reclamando detenciones y extradiciones, en vano. A lo sumo, tales demandas servirían a intereses espurios del imperio y el sionismo. Alimentaban la demonización de la república islámica, sentada en el banquillo de «los malos» del mundo. «A estos ayatolás hay que bombardearlos», era la elemental conclusión. Pero de justicia por los 85 argentinos y demás muertos en Pasteur 633, nada. Néstor Kirchner primero y Cristina Fernández más tarde, retomaron sus periódicos reclamos a Irán para que «colaborara» con la causa y permitiera la extradición del grupo de los 8. Luego propusieron un juicio en un tercer país. La Asamblea General de la ONU fue la tribuna de esos planteos caídos en saco roto. Hasta que en 2012 hubo una señal novedosa: el presidente Mahmud Ahmadinejad pedía abrir negociaciones por medio de los cancilleres. Fue todo un cambio que podía ser positivo para ambas partes y, sobre todo, para arribar a la verdad tan escamoteada tras el horror de 1994.
Once no es Tel Aviv
El espectacular anuncio de que los cancilleres de Argentina e Irán habían firmado un Acta de Entendimiento en Adis Adeba, se conoció el domingo 27 de enero. Lo confirmó la presidenta CFK desde Santiago de Chile, cuando la prensa monopólica ya hacía especulaciones sobre la ausencia de Héctor Timerman en esa cita entre gobernantes europeos y latinoamericanos. La verdad es que estaba ultimando los detalles del Acta, en África. ¿Qué dice ese instrumento bilateral de nueve puntos? Que los dos países habían acordado que la justicia argentina, con participación de la justicia iraní y una Comisión Internacional de la Verdad, pudiera interrogar a los sospechosos en Teherán. Dicha Comisión tendría cinco miembros, dos propuestos por cada país -pero no de nacionales suyos- y un quinto, presidente, acordado por las dos partes. Su función sería asesorar, intervenir en la audiencia y garantizar la seguridad del juez y el fiscal argentino así como los derechos de los acusados iraníes entre los que hay dos candidatos a presidente. De esa manera Canicoba Corral y Nisman podrían presentar sus acusaciones a quienes consideran responsables del atentado. Estos podrían hacer sus descargos, con la tranquilidad de estar en su tierra y asistidos por sus defensores y jueces nacionales. Además estará la malla de protección para todos, con esa Comisión de expertos y neutrales. Hasta allí las bondades y límites de lo firmado. Para más garantía de una y otra parte, dicha acta debe ser aprobada por los dos parlamentos antes de entrar en vigencia. Esto asegura que los pasos de la justicia tendrán el aval de la política, por medio del Poder Legislativo. En el caso argentino, y cumpliendo una promesa formulada por Cristina Fernández cuando aceptó iniciar las conversaciones con Irán, además se pondría en conocimiento de los familiares de las víctimas de la AMIA lo que se fuera acordando con los chiítas. Y así ocurrió el martes 29, cuando Timerman llegó a la sede de Pasteur para reunirse con dichos familiares y dar las explicaciones. Lo hizo con muy buen ánimo, a pesar que en esos dos días previos, desde que se supo del Acta, los dirigentes de la AMIA y DAIA habían hecho fuertes declaraciones adversas a la negociación. La de Sergio Burstein fue una voz solitaria y valiente. Esas cúpulas manifestaban que se hacía una «concesión de soberanía» porque los jueces locales peregrinarían a Teherán. Esa crítica de matriz sionista repetía como el loro lo del gobierno de Benjamin Netanyahu, que emitió su inmediata condena. Todo en coro con editoriales de Joaquín Morales Solá y Eduardo Van der Kooy, de «Gaceta Ganadera» y Clarinete, respectivamente, donde se agitaba que el memorando era una cesión de la soberanía.
Panqueques de la AMIA
El jefe del Palacio San Martín no se amilanó: fue al local de de la entidad judía y dio todas las explicaciones. Tal es así que a la salida, la mayoría de los dirigentes comunitarios y familiares de las víctimas, que habían emitido severas críticas a priori, salieron satisfechos con las precisiones dadas personalmente. El principal argumento de Timerman, y de todos aquellos que buscan la verdad en este horrible caso, es que en estos casi 19 años no hubo avances en la causa AMIA, salvo que se considere «verdad» lo del impresentable Galeano. Ahora se podrá tener cara a cara a los iraníes acusados e interrogarlos, poniéndolos en aprietos con acusaciones, si es que éstas son convincentes. Y si no lo son, algo que el cronista sospecha, se saldrá de esas audiencias en Teherán sabiendo que la pista iraní no conduce a la verdad y habrá que descartarla, reorientando la investigación en otras direcciones. Ese es el gran riesgo que afronta ahora el espectro sionista, tras haber acusado sin pruebas a Irán: el mundo podría saber que esos «linchados» de antemano eran inocentes. Esa posibilidad explica que en vez de celebrar la buena noticia, el preacuerdo haya sido bombardeado por quienes decían buscar justicia. La cúpula de la AMIA, por ejemplo, con su presidente Guillermo Borger, cambió tres veces de opinión. Entre el domingo 27 y el martes 29, estuvo en contra de lo firmado. Entre ese 29 y el 30, dijo estar de acuerdo, aunque planteó cambios imposibles en el acta original suscripta por las cancillerías, o en un anexo. Y desde el jueves 31 de enero hasta hoy, volvió a su arremetida original, tratando de volar ese débil puente hacia la justicia. Lo de Borger es el vuelo del panqueque, que se lanza para arriba y se da vuelta en el aire. ¡Como habrá sido de alevosa su mutación que hasta su colega de la DAIA, Julio Schlosser, criticó que obedecería a internas de aquella mutual!
La explicación de tantas idas y venidas es que el gobierno del Likud, ganador a medias de las últimas elecciones en Israel, salió a matar el diálogo de argentinos e iraníes. Apenas supo de lo firmado en Adis Abeba, la cancillería israelita lo deploró e insistió en que Teherán debía ser objeto de más sanciones. Que se les estaba abriendo crédito a asesinos. La reacción de la administración Netanyahu fue tan brutal que lo del Departamento de Estado, de «esperar y ver», pareció angelical. Las cosas no quedaron allí. Israel convocó al embajador argentino, García, para hacerle saber el repudio a lo acordado con Irán, en una grosera injerencia en los asuntos internos del país. La embajadora israelita en Argentina, Dorit Shavit, fue citada por el Palacio San Martín, para que tomara nota del desagrado por aquella injerencia. Timerman precisó que los muertos fueron todos argentinos, salvo 6 ciudadanos bolivianos, 2 polacos y un chileno. Ni uno solo era israelí, por lo que el gobierno israelí no debía meterse en el asunto y menos condicionar a las autoridades argentinas. Esa fue una buena postura del gobierno argentino.
La presidenta, en la misma línea, dijo que el país buscaba justicia y no iba a permitir ser usado en luchas geopolíticas ajenas. Pareció aludir al imperio e Israel, sin nombrarlos. El sionismo metió baza en este tema desde el mismo 18 de julio de 1994, con el Mossad y una fuerte presión política. Eran los tiempos de Menem y Rubén Beraja, el corrupto banquero que presidía la DAIA. Hoy corren otros vientos en el país, pero -para Israel- el Once, Villa Crespo y toda Buenos Aires son apenas barrios de Tel Aviv.
Fuente original: http://www.laarena.com.ar/