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Juan Salvo y la banalización del odio en una Argentina rota

Fuentes: Rebelión

“la rabia anticapitalista es una digna rabia porque rompe con la condición de víctima, porque ya tiene el deseo de otra cosa, de un mundo diferente, porque detrás de los gritos y de las barricadas hay otra cosa, la construcción de otras relaciones sociales, la creación de otro hacer, de otro amar”

John Holloway

Pocas veces el odio fue tan repudiado como en estos días ni tuvo, al mismo tiempo, tanta aceptación social. En el ’83, uno de los principales candidatos del peronismo, Herminio Iglesias, en el cierre de campaña prendió fuego a un ataúd que simbolizaba a quien era su principal antagonista electoral, el radical Raúl Alfonsín, y eso le significó una avalancha de votos en su contra, sellando la primera derrota electoral del justicialismo en la historia.

Hoy en día el odio garpa. Guillotinas, bolsas mortuorias, barbaridades pronunciadas con suficiente odio, atraen simpatías y votos. El rating televisivo de una Canosa o los votos de un Milei son apenas la punta del iceberg de un fenómeno más profundo que atraviesa al conjunto de la sociedad. Del otro lado del ring (¿del otro lado?) Sergio Berni intenta no quedarse atrás.

El amor vence al odio”: eficaz invento de las clases dominantes para gozar del monopolio del ejercicio del odio

 El atentado contra Cristina encontró en ese odio, no razones, pero si un sustrato en el que echar raíces y alimentarse. Hubo antecedentes. Hace menos de un mes balearon la sede sindical de los trabajadores aceiteros -uno de los pocos sindicatos democráticos y combativos-, hecho muy grave que parece no haber conmovido en demasía a los medios.

La polarización se expresa también en este terreno: un sector no menor de la población mostró su decisión de no retroceder un palmo en la defensa de la vida. Las multitudinarias marchas los 24 de marzo, la reacción popular ante la desaparición y muerte de Santiago Maldonado o ante el intento de la Justicia imponer el 2×1 son muestra cabal de ello.

La mayoritaria indiferencia con que se seguían los vericuetos del juicio a Cristina y la “batalla de Recoleta”-que no concitaron la atención popular, más atenta a la dificultosa “batalla” de llegar a fin de mes- trocó en conmoción y en masivas movilizaciones, cuando lo que estuvo en juego fue la vida y el intento de magnicidio estuvo en todas las pantallas.

La lucha y defensa de la vida reconoce un nivel menos visible y más profundo en el seno de nuestro pueblo. Miles de “doñas” que todos los días hacen lo posible y lo imposible por brindar un plato de comida a los millones que han sido desechados por este sistema de muerte. Todxs estos compañeros y compañeras que defienden la vida, también odian, odian con ganas a quienes la vulneran. Pero se trata, como dirían los zapatistas, de una digna rabia. Hay que saber diferenciarla de la otra, de la indigna.

Una rabia indigna que apunta contra lxs trabajadores que para sobrevivir complementan su trabajo con un plan, denigran a pueblos originarios o a movimientos socioambientales que defienden su territorio, tildan de feminazis a quienes se rebelan contra la sumisión patriarcal o segregan a los “morochos” que enturbian su ilusión de que los argentinos descendimos de los barcos.

Mucha agua corrió bajo el puente desde que Herminio quemó al mismo tiempo el ataúd y sus propios votos. El odio indigno ganó terreno desde entonces y adquirió contornos neofascistas, difíciles de adjudicar a un solo partido o grupo de medio de comunicación, difuminado en el conjunto social, aunque haya responsables e intereses en que así ocurra. Porque desde aquel lejano 1983 han cambiado muchas cosas en nuestra tierra y en el mundo.

Dime a quien odias y te diré que sociedad quieres

Las clases dominantes nunca moldearon a su gusto las sociedades ni atravesaron las crisis de acumulación de capital con el sólo convencimiento. Siempre utilizaron diferentes grados de violencia y recién después convencieron, aunque en las memorias perdure solo el último paso. El capitalismo no actúa muy diferente a un ladrón que primero te coloca una pistola en la cabeza y luego te “convence” de donarle tu billetera y el celular. Como señala Maurizio Lazzarato “la subjetividad de los gobernados solo puede construirse en condiciones de una derrota, más o menos sangrienta, que la haga pasar del estado de adversario político al de vencido”. (El capital odia a todo el mundo: fascismo o revolución, Eterna Cadencia, 2020)

El sentido común neoliberal hubiera sido tomado muy poco en serio, con su emprendedurismo y su narcisismo destructor de cualquier atisbo de solidaridad e igualitarismo, sino fuera por las derrotas populares que impusieron a sangre y fuego las dictaduras en América Latina, como las de Pinochet o Videla. O las que en el seno del imperialismo impusieron a sus propios trabajadores -los mineros del Reino Unido o los controladores aéreos en los EE. UU.- los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan.

Hoy en día, las clases dominantes necesitan nuevamente transformar de raíz nuestras sociedades, en un nuevo intento por superar la crisis del capitalismo global que estalló en el 2008 y llegó a la Argentina desde el 2012. Siembran el odio contra todos a quienes deben someter para imponerse. El parecido que hay entre los discursos de odio y la denuncia de comunismos inexistentes, en simultáneo en gran parte de Nuestra América, inducen a pensar que no se trata de casualidades, sino de estrategias elaboradas en Washington, en sintonía con las clases dominantes locales.

El paralelo que hace pocos días estableció la funcionaria oficialista Silvina Batakis -sin inocencia alguna-, entre el atentado contra Cristina y la lucha del pueblo chubutense en defensa del ambiente, ilustra muy claramente la correspondencia entre los discursos que siembran el odio contra algún sector de nuestro pueblo y el país que las clases dominantes pretenden imponernos. La misma Cristina Kirchner se sumó al coro de quienes echan leña al fuego del odio social, cuando sugirió subordinar a los pobres al clientelismo estatal, molesta contra los que se asumen como trabajadores desempleadxs o de la economía popular y se organizan con sus pares, desatando con sus palabras auditorías, sanciones y persecuciones.

La inmensa frustración tras 40 años de una democracia representativa con la que “ni se come, ni se educa ni se cura” (ni es democracia, agrego), la ausencia o debilidad de proyectos colectivos de transformación y lo borrosa que devino la imagen de los reales enemigos del pueblo, resultan un fértil caldo de cultivo para la manipulación de los discursos de odio.

La banalización del odio, yendo del altar a las urnas

Tras el atentado contra Cristina el gobierno del Frente de Todos banalizó el odio, despojándolo de toda raíz social para llevarlo al terreno de las emociones individuales y a vacíos llamados a la paz social y a la buena onda, reduciéndolo al terreno de la “grieta” electoral. Frases edulcoradas al estilo del “amor vence al odio”, convocatorias a acordar “consensos mínimos con la oposición para pacificar la sociedad”, culminaron en una misa en Luján “por la paz y la fraternidad”. Estuvieron presentes allí Axel Kicillof, Juan Manzur, el “Cuervo” Larroque, Juan Grabois, entre otros. La imagen destacada fue la de Eduardo Duhalde -con las manos manchadas con la sangre de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki- sentado entre Alberto Fernández y Wado de Pedro. Una imagen que santifica (bien vale la palabra en este caso) la unidad del peronismo en el aval al ajuste conducido por Massa, quien no pudo concurrir a Luján por encontrarse en esos momentos arrodillado en Washington, rezándole a Kristalina Georgieva.

No es la primera vez que tras importantes movilizaciones los mismos convocantes llaman a una misa en Luján. La vez anterior fue tras las enormes movilizaciones de diciembre del 2017 contra la reforma jubilatoria, que significaron el principio del fin para el gobierno de Mauricio Macri. La huelga general y las movilizaciones previstas para los días siguientes fueron levantadas para convocar a una misa en Luján, prolegómeno del “hay 2019”, que significó una sorprendente sobrevida de dos duros años para el gobierno macrista. Ahora, nuevamente, tras las movilizaciones del día posterior al atentado se convoca a rezar. O, mejor dicho, a esperar a votar. No sea cosa que el pueblo llegue a la conclusión que, para terminar con el odio y construir una real democracia, sea necesario movilizarse para transformar la sociedad.

El discurso de odio es una práctica social que excede a una banda de los “copitos” y, como tal, no se supera con llamados a la unidad ni a la paz social, sino con prácticas sociales que se le contrapongan. Es en la movilización popular que se construyen esas otras prácticas sociales. Un ejemplo cercano es el multitudinario movimiento de mujeres que ganó las calles para conquistar el derecho al aborto. Por entonces la palabra que resonó más fuerte no fue “odio” sino “sororidad”. Siempre que el pueblo se moviliza se recuperan lenguajes que aluden a la reconstrucción de la solidaridad y a lo comunitario.

El contraste de estas prácticas con la figura de Duhalde en Luján es fuerte. Nada más contrapuesto a la “solidaridad” que la presencia de quien ordenó asesinar a Darío, cuyo último gesto fue tender la mano hacia el compañero que yacía herido.

Juan Salvo y la Argentina rota

El kirchnerismo de los primeros tiempos encontró en la figura de Juan Salvo, el Eternauta, un símbolo que hizo suyo. Pero hace tiempo que, al ritmo de la pérdida de su mística y el abandono de todo afán de transformación, esa simbología se fue disipando. Se dejó de recurrir a héroes que podrían cambiarlo todo para evocar, en cambio, a los monstruos cuyo arribo debía evitarse. Los “Ellos” desplazaron del panteón kirchnerista a Salvo, a Mosca, a Favalli, a Lucas, a Franco y al resto de los “héroes colectivos”.

Sin embargo, sigue siendo posible establecer paralelos entre la realidad argentina y la popular historieta de Germán Oesterheld y Francisco Solano López.

El tercer tomo del Eternauta tiene como centro un universo paralelo, al que es posible acceder atravesando un portal, en el que aún Elena y Martita -mujer e hija de Juan Salvo- siguen vivas.

La Argentina aparece fragmentada entre universos paralelos, ajenos entre sí. En un universo, un gobierno, en el mejor de los casos incapaz de tocarle un solo peso a los ricos (en el peor resulta cómplice) regala la soberanía y empobrece al pueblo. En otro universo paralelo, al que se accede atravesando el portal de un repudiable atentado, el gobierno aparece, para quienes viven allí, cómo última barrera contra una derecha a la que se supone, combate. En un tercer Universo, al que se accede atravesando el portal de la General Paz, el pueblo ya no existe aquí como víctima ni como aplaudidor serial, sino va tomando su vida y derechos en sus propias manos. Universo en el que encontramos peleando a docentes de varias provincias, a trabajadores del neumático o aceiteros, a los pueblos de Chubut o Mendoza que defienden el agua y sus territorios, a mujeres que no creen que lo logrado alcance ni haya caído como gracia desde el universo vecino y van por más, junto a otras mujeres, otras disidencias y otros pueblos, porque saben que en este universo podemos ser todxs hermanxs.

¿Primará un universo sobre otros? ¿Se producirá, en cambio, alguna síntesis, a medio camino, entre ellos? ¿Seguiremos repitiendo la actual decadencia, atrapados en algún bucle del tiempo? Es imposible saberlo. Lo único seguro es que vale la pena tener presente aquello tan mentado, pero siempre olvidado, que escribió Héctor Germán Oesterheld en el prólogo del trágico año 1976: “el único héroe válido es el héroe en grupo, nunca el héroe individual, el héroe solo”.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.