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El “Capital-Palamentarismo”

Kirchner, entre el salario digno y el postfascismo

Fuentes:

Trazas: 1. El mito de un «salario justo». 2. De fuerza de trabajo a clase: Angriffskraft. 3. «Capital-Parlamentarismo» y la clase media en el mecanismo de consenso del capital: ¿nuevo y viejo fascismo? 4. La Forma-Estado del capital: notas sobre el «Capital-Parlamentarismo». «El 93% de los encuestados opina que el Congreso Nacional no piensa en […]

Trazas:

1. El mito de un «salario justo».
2. De fuerza de trabajo a clase: Angriffskraft.
3. «Capital-Parlamentarismo» y la clase media en el mecanismo de consenso del capital: ¿nuevo y viejo fascismo?
4. La Forma-Estado del capital: notas sobre el «Capital-Parlamentarismo».

«El 93% de los encuestados opina que el Congreso Nacional no piensa en la gente cuando toma decisiones»
(Encuesta de Mora&Araujo, 2005)

«La mejor imagen del gobierno de Kirchner se encuentra en los sectores más pudientes de la sociedad»
(Encuesta de CENM, 2005)

«El 50% de los encuestados en Capital Federal y el GBA apoyaría al Estado si reprimiera a los piqueteros»
(Encuesta de Rouvier, 2005)

«El 85% cree que el gobierno debe tomar medidas para impedir que los piqueteros tomen los espacios públicos frente al 13% que cree lo contrario»
(Encuesta Gini, 2005)

«El Fascismo es una forma palingenésica de populismo ultranacionalista»
(R. Griffin, The Nature of Fascism, 1991)

«El sistema político de Occidente es una máquina con dos caras: el derecho y la violencia pura»
(G. Agamben, Le Monde, 2002)

«El obrero debe apoderarse un día de la supremacía política para asentar la nueva organización del trabajo; debe derrocar la vieja política que sostiene a las viejas instituciones que han caducado, bajo pena, como los antiguos cristianos que despreciaron y desdeñaron esto, de renunciar al Reino celestial sobre la Tierra».
(K. Marx, Discurso sobre el Congreso de la Internacional en La Haya, 1872)

1. El mito de un «salario justo»:

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¿De dónde extrae el capital el salario «justo»? Los extrae del mismo capital, pero éste no produce valor de ninguna clase porque el capital no es otra cosa que el producto del trabajo acumulado, muerto, ya extraído con anterioridad. Los salarios los paga siempre el propio trabajo, por lo que un salario «justo» debería ser el producto total de su trabajo. El obrero no es más que el tiempo de trabajo personificado. El movimiento sindicalizado ha logrado por la fuerza y la acción directa «robarle» un salario mínimo a la burguesía que casi llega al límite de la pobreza. La ley del salario, como decían los viejos anarquistas, «forja cadenas».
***

Estamos viendo en muchas luchas de base de compañeros sindicalizados durante el 2004/2005 que se populariza una consigna, vetusta consigna del movimiento obrero mundial, por un «salario justo». Este lema (ya Marx lo llamaba «conservador» en 1865) era un clásico de los obreros ingleses entre 1820 y 1880, lema que presto su buen servicio, pero los tiempos del capital cambian… ¿un salario justo en una jornada laboral justa?; ¿qué entendemos por trabajo justo y jornada justa?… De lo que se trata aquí es de entender cómo se determinan las leyes económicas bajo el «Capital-Parlamentarismo», y debemos olvidarnos de la ética o de la ciencia de la moral (¿justo con respecto a qué?): la única ciencia que decide acerca de la justicia o no de una sociedad y su riqueza es la que se ocupa de los hechos materiales de la producción: la economía política del capital.

¿A qué llama un salario justo en una jornada laboral justa el presidente de la UIA o el mismo Lavagna? Sencillamente a la remuneración, en condiciones normales, es decir: la suma necesaria para procurarle al obrero los medios de existencia que, en relación al nivel de vida tradicional de su clase y de su país, requiere para mantenerse en condiciones de moverse para trabajar y perpetuar a su especie. Este monto se fija con un intercambio peculiar: se determina por la libre competencia del trabajador y el patrón (empresa) en el mercado de trabajo. El contexto y los marcos de esta transacción los asegura el estado, quien debe asegurarse que el trabajo entregue lo más y el capital lo menos que la naturaleza de este contrato tan especial permita.

Es decir: el estado y la política son esenciales para el funcionamiento adecuado del desarrollo del capital y el mantenimiento de esta «fictio iuris», ficción jurídica de intercambio mercantil. El origen del estado en el capitalismo, como evolución desde el Absolutismo, puede entenderse como esta necesidad de sostener la continuidad de las condiciones de venta de la fuerza de trabajo. Punto aparte:

¿De dónde extrae el capital el salario «justo»? Los extrae del mismo capital, pero éste no produce valor de ninguna clase porque el capital no es otra cosa que el producto del trabajo acumulado, muerto, ya extraído con anterioridad. Los salarios los paga siempre el propio trabajo, por lo que un salario «justo» debería ser el producto total de su trabajo. Pero esto, bajo el capitalismo, no sería «justo». Por el contrario: el trabajador sólo percibe la parte necesaria para cubrir sus medios de sustento mínimos. La variación oscila dentro de límites físicos y sociales.

El obrero no es más que el tiempo de trabajo personificado. El estado asegura la obligación de todo trabajador independiente, legalmente calificado para actuar por sí mismo, de celebrar como vendedor de mercancías su contrato con el capitalista. La ley del salario, como decían los viejos anarquistas, «forja cadenas» y como están viendo los propios trabajadores a lo largo del 2005, no constituye una línea fija e inmóvil, no es algo inexorable: en todos los segmentos existe un cierto margen dentro del cual los salarios pueden modificarse, pero como resultado de la lucha entre el capital y el trabajo.

El movimiento sindicalizado ha logrado por la fuerza y la acción directa «robarle» un salario mínimo a la burguesía que casi llega al límite de la pobreza. Un logro desmesurado desde el punto de vista del capital nacional rapaz e inhumano y su plan de acumulación y extracción de plusvalor.

2. De fuerza de trabajo a clase: Angriffskraft:

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Es el fantasma de una insurrección de trabajadores sindicalizados, precarios y trabajadores «negados», de huelgas, piquetes y asambleas, el «dèjá vu» del 2001 en la conciencia burguesa, lo que obliga al «Capital-Parlamentarismo» a pagar aunque sea el 50 o 60% de la canasta familiar de alimentos.

El salario en el sector de manufacturas subió post-convertibilidad un 67% mientras que los precios aumentaron un 122%, de lo que surge que el costo salarial real se redujo para el capital en su conjunto en promedio un 60%. El salario medio de la gente ocupada es hoy un 30% menor al del año 1999. El trabajador posfordista, informal, precario, en negro, intermitente: según el INDEC su ingreso medio es de $480, y su mínimo de $280. Ni hablar de los argentinos que sufren el «trabajo negado» por el capital, los mal llamados desempleados que no tienen ni siquiera los miserables $150. El desempleo se aproxima al 40% entre las mujeres jóvenes de baja calificación y se calcula que el 53% de los jóvenes no «participa» del mercado de trabajo. Como vemos la Ley del Salario capitalista no se ve infringida por la lucha sindical: por el contrario, ésta lucha es la que impone su plena validez.

La consigna «salario justo» no sólo es anacrónica, sino que acota el horizonte de lucha al ignorar que toda justicia debe basarse en lo que es socialmente justo. Y lo socialmente justo no es un salario bajo o injusto: es el salario mismo. Se trata de dar el paso organizativo de la fuerza de trabajo vendida al mejor postor, a una fuerza de la clase obrera que ataque al capital.
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Son estas luchas en las que los trabajadores han descubierto que su salario no se fija por complicadas fórmulas econométricas ni en filosofías de la historia neoliberales o generosos decretos populistas sino en el «regateo» violento, en la puja con los dientes apretados, en la extensión de la solidaridad y la cooperación, y que en este combate gana quien sea capaz de oponer una resistencia compacta y democrática, una tenacidad más larga y más fuerte.

El proletariado en sus inicios no es más que interés político inmediato en la destrucción de todo lo existente. En su desarrollo interno no tienen necesidad de «instituciones» que le den vida de esa inmediata destrucción. Tiene necesidad de Organización de su potencia autónoma para hacer objetiva, frente al capital, la instancia política del antagonismo; para articularla dentro de la relación de clase tal y como es materialmente en un momento dado; para hacerla agresiva de una manera creativa y constituyente con las armas de la táctica, antes que para tomar el poder para arrebatárselo a quien lo tiene.

Y es que la clase existe incluso, para los dinosaurios de la ortodoxia, sin partido. El más organizado tiene mejores perspectivas de obtener más, máxime cuando se enfrenta al aparato del «Capital-Parlamentarismo» en bloque.

Ahí está el ejemplo de los nuevos convenios colectivos de trabajo (a pesar que incluyen disposiciones «posfordistas» diseñadas en los ’90) que han logrado sacarle aumentos promedios anuales del 11% al 15%, pero con nuevas escalas salariales inferiores a los sueldos que se están pagando¡¡¡.

Muchos convenios introducen cláusulas pro-burocracia sindical (aportes empresarios al sindicato con descuentos compulsivos) y también disposiciones posfordistas con grados cada vez mayores de precariedad, intermitencia y flexibilidad: aguinaldo en cuotas, vacaciones prorrateables a lo largo del año, polivalencia en funciones atípicas (que esconde dos trabajos hechos por el mismo trabajador), autorregulación de conflictos, etc.

El «salario justo» de algunos gremios con mucha tradición, por ejemplo, rondan los $900 (alimentación, uno de los más altos) a $580 (metalmecánicos). Pensemos el efecto del gobierno de la contratendencia de Duhalde-Kirchner: el salario en el sector de manufacturas subió post-convertibilidad un 67% mientras que los precios aumentaron un 122%, de lo que surge que el costo salarial real se redujo para el capital en su conjunto en promedio un 60% (dependiendo del sector); a lo que habría que agregar que la productividad de la mano de obra rinde un 9%.

El salario medio de la gente ocupada es hoy un 30% menor al del año 1999. Como decían los clásicos el trabajo es el elemento que hace fermentar al capital. Esto en un contexto de fuertes instituciones sindicales, cuadros medios preparados y movilizaciones, así que imaginemos qué puede lograr el trabajador posfordista, informal, precario, en negro, intermitente: según el INDEC su ingreso medio es de $480, y su mínimo de $280.

Ni hablar de los argentinos que sufren el «trabajo negado» por el capital, los mal llamados desempleados que no tienen ni siquiera los miserables $150: la tasa de desempleo entre los jóvenes llega a casi el 30%, el desempleo se aproxima al 40% entre las mujeres jóvenes de baja calificación y se calcula que el 53% de los jóvenes no «participa» del mercado de trabajo.

Como vemos la Ley del Salario capitalista no se ve infringida por la lucha sindical: por el contrario, como bien lo saben los «gordos» y «flacos» de la CGT, ésta lucha es la que impone su plena validez.

Sin la resistencia ejercida por el activismo de base contra sus patrones y contra la costra burocrática de sus propias organizaciones, el trabajador no obtendría ni siquiera lo que conforme al sistema de explotación capitalista le corresponde.

Es el fantasma de una insurrección de trabajadores sindicalizados, precarios y trabajadores «negados», de huelgas, piquetes y asambleas, el «dèjá vu» del 2001 en la conciencia burguesa, lo que obliga al «Capital-Parlamentarismo» a pagar aunque sea el 50 o 60% de la canasta familiar de alimentos.

El «salario justo» de la función sindical no ataca el sistema asalariado, ya que sólo obliga al patrón (empresa) a cumplir con la ley económica del salario, es apaciguar efectos, no causas. La consigna «salario justo» no sólo es anacrónica, sino que acota el horizonte de lucha al ignorar que toda justicia debe basarse en lo que es socialmente justo. Y lo socialmente justo no es un salario bajo o injusto: es el salario mismo.

¿No es acaso la huelga un rechazo profundo a ser trabajo? La enseñanza de estos meses no puede ser más clara: los obreros como clase, no como fuerza de trabajo, se presentan como la mayor y más agresiva fuerza política; como meros vendedores de trabajo se identifican con la figura extrema de la miseria, de la subordinación y siempre de la explotación. Se trata de dar el paso organizativo de la fuerza de trabajo vendida al mejor postor (la «Arbeitskraft») a la»Angriffskraft» (fuerza de ataque al capital, como la llamaba Marx).

3. «Capital-Parlamentarismo» y la clase media en el mecanismo de consenso del capital: ¿nuevo y viejo fascismo?:

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Descerebrar al movimiento del actual activismo de base, de la nueva generación de militantes de base antiburocráticos, nacida en las renovaciones de los últimos años, acompañándolas de dispositivos judiciales y mecanismos rompehuelgas, más ofensiva mediática. Se trata de excluir definitivamente de la arena política y de la agenda política del estado a los piqueteros rebeldes, los que no sucumbieron a las prebendas, las cooptaciones y los cargos. La dureza autoritaria que se apoya en una base real de la vieja clase media alta (el verdadero pilar electoral de K.), nos preanuncia lo que vendrá después de las elecciones. Prácticas de bonapartismo y centradas en un líder carismático y empeñada en la demonización maniquea de sus enemigos, en especial con la izquierda. El post-fascismo tiene su propia lógica de acceso al poder electoral-mediática, es decir: un medio «frío» con respecto a la movilización clásica populista. Los sostenedores individuales del postfascismo son interclasistas, base material de un partido popular, fundado sobre el pluriclasismo considerando la novísima subjetividad del posfordismo. Intenta crear afinidad ideológica entre la nueva clase media, la vieja pequeñaburguesía y trabajadores de pequeñas y medianas empresas.
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La política de contención de la creciente lucha segmentada del movimiento obrero tiene dos cauces nítidos: una, con el Garrahan como caso testigo de los trabajadores estatales (al estilo de la toma de Ford en 1985) en su vertiente más judicial; la otra contra el movimiento de trabajadores negados por el capital (lo mal llamados «desocupados»), cuyo «locus» geográfico no puede ser más simbólico: Plaza de Mayo y Puente Pueyrredón, ésta se encuentra en la etapa de «saturación», nombre bélico muy técnico que remite a las teorías de bombarderos contra áreas de concentración de tropas del enemigo.

Por supuesto que ambas tienen «tempos», actos y dinámicas muy diferentes. La primera apunta a descerebrar al movimiento del actual activismo de base, de la nueva generación de militantes de base antiburocráticos, nacida en las renovaciones de los últimos años, acompañándolas de dispositivos judiciales y mecanismos rompehuelgas más ofensiva mediática.

En el segundo caso se trata de excluir definitivamente de la arena política y de la agenda política del estado a los piqueteros rebeldes, los que no sucumbieron a las prebendas, las cooptaciones y los cargos. Aunque no lo parezcan ambas se relacionan con el marketing político de Kirchner: lograr un piso respetable de legitimidad de masas, su propio y peculiar plebiscito de octubre.

La «firmeza» del gobierno contra trabajadores pobres y «trabajadores negados» en la indigencia, dureza autoritaria que se apoya en una base real de la vieja clase media alta (el verdadero pilar electoral de K.), nos preanuncia lo que vendrá después de las elecciones.

Pero, en el contexto de un régimen que gobierna con Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU) como no lo hizo ni el propio Menem, con un Congreso figurativo, con el monolitismo acrítico de los «mass media», con un clima de represión estatal difusa al estilo peronista de los años ’50… ¿se puede hablar de un fascismo «naranja» (por los colores de los chalecos de la Policía)?

La palabra fascismo nos parece muy fuerte para definir este pasaje lento pero seguro de K. hacia la extinción del estado de derecho, pero debemos pensar que el fascismo posmoderno ya no tendrá el folklore del imaginario popular de los años ’30: en cambio de fascios romanos hoy tenemos banderas argentinas con el sol de guerra; en cambio de uniformes negros se luce el look burócrata-funcionario (exmontonero de traje preferentemente italiano oscuro con corbata clara); etc.

¿Podemos definir un «minimum fascista» para categorizar este gobierno? Para comenzar conviene distinguir al fascismo como régimen; al fascismo como movimiento y al fascismo como ideología. Los dos primeros son específicos fenómenos históricos nacionales que resultan sino poco universales, muy difíciles de generalizar por la extraordinaria coyuntura de la cual surgieron en Europa.

Nuestra tesis es que el fascismo postmoderno puede ser definido críticamente, preferiblemente, como una ideología. Un «minimum» fascista podría ser: «nacionalismo+socialismo=fascismo», es decir: una ideología burguesa que se basa en el mito de un «renacimiento» social sobre la base de una tercera vía del tipo holístico-nacional, con prácticas de bonapartismo y centradas en un «leader» carismático (más que en programas económicos detallados) y empeñada en la demonización maniquea de sus enemigos, en especial con la izquierda.

La «base» de la concepción del mundo del fascismo posmoderno puede resumirse en cuatro puntos:

1) El Nacionalismo: la creencia que el mundo está divido en naciones, que el estado debe reconstruir la comunidad originaria basada sobre herencias y mitos pre-existentes: «Argentina Potencia», «Un País en Serio», etc., además de políticas de proteccionismo (como el tipo de cambio, etc.);

2) El Holismo: el fascismo siempre se basa en la idea fuerte que lo colectivo predomina sobre los intereses y derechos individuales, privados y sociales (la hostilidad del peronismo a la democracia liberal y la famosa transversalidad multiclasista);

3) El Radicalismo: el fascismo posmoderno no es una forma de conservadorismo o neoliberalismo, intenta refutar o criticar la sociedad pre-existente (ver la campaña de Kirchner centrada en lo viejo y lo nuevo) e implica el deseo de crear una nueva cultura política corporativista, a través de la movilización y cooptación y el uso catártico de violencia más o menos disimulada. Por eso el fascismo posmoderno es una forma alternativa de modernidad capitalista, que sintetiza el pesimismo de los conservadores con el optimismo de los «modernizadores».

4) La Tercera Vía: el fascismo es hostil tanto al capitalismo neoliberal como al comunismo de las masas: al neoliberal lo considera excesivamente individualista (enemigo de la «Gemeinschaft»); al comunismo en exceso internacionalista, cosmopolita y con una concepción falsa de la igualdad. El objetivo de la tercera vía puede variar aunque el corporativismo es su objetivo común; en términos políticos el post-fascismo tiende a ser totalitario pero no es necesariamente estatalista en sentido fuerte, como vemos en Kirchner.

Esta concepción nos permite explicar la existencia de diversos sostenedores del postfascismo: aquellos mayoritariamente nacional-afectivos (exmontoneros, exsetentistas de diverso pelambre, etc.), ya de aquellos sostenedores del tipo económico-racional.

Lo importante es que el post-fascismo y su consenso, intenta construirse como un movimiento político relativamente legítimo, en grado de ofrecer una alternativa tanto a la reacción conservadora como a la latente revolución comunista. El post-fascismo tiene su propia lógica de acceso al poder (electoral-mediática, es decir: un medio «frío» con respecto a la movilización clásica populista) que difiere en estilo y organización del fascismo histórico.

Además, como hemos visto, el post-fascismo tiene su propia (y seria) economía política, que aunque globalmente desarrolla el capital, mantiene un grado de autonomía importante.

Los sostenedores individuales del postfascismo son interclasistas, base material de un «Volkspartei», partido popular, fundado sobre el pluriclasismo considerando la novísima subjetividad del posfordismo.

El posfascismo intenta crear afinidad ideológica entre la nueva clase media, la vieja pequeñaburguesía y trabajadores de pequeñas y medianas empresas, como se puede deducir de la ecología electoral de Kirchner, y crea esta afinidad utilizando temas típicos de la izquierda: derechos humanos, vago anti-FMI, antiliberalismo salvaje, pan y trabajo, etc. La esposa del Presidente está logrando aglutinar una masa de votantes equivalente a una coalición social: tiene alta intención de voto tanto en los sectores populares como en la clase media y media alta.

El «Volkspartei» que intentarán reconstruir de las cenizas del viejo PJ, también tiene la habilidad de «integrar» a través de la propaganda diversos tipos de protesta, incluso elementos del «¡QSVT!» (Que Se Vayan Todos como producto de la anomia social y la crisis de la vida comunitaria).

Kirchner está intentando con todos los recursos económicos del estado transformar el voto protesta que lo llevó a la Casa Rosada en afinidad e identidad ideológica. De alguna manera es una respuesta al ciclo «post-materialista» del menemismo. La naturaleza del sostenimiento a Kirchner a cambiado mucho: la naturaleza del apoyo de masas en el 2005 es muy diferente al del 2003, y las propias necesidades de legitimación y lealtad de masas también.

Es probable que si los nuevos mecanismos que anuncian el fin del estado de derecho son alarmantes antes de las elecciones de octubre (una respuesta del «Capital-Parlamentarismo» al auge de luchas obreras que tuvo su climax en el mes de junio con 127 conflictos, cifra superior a la de todo 2003¡¡¡¡¡) debamos enfrentarnos a una nueva forma-estado durante el 2006, con un PJ reestructurado, un Kirchner autoplebiscitado y la profundización del bonapartismo a niveles inéditos.

La autonomía deberá asumir el desafío de formas de fascismo «blando», de mecanismo de control posfordistas y del fin de los restos del estado de derecho del siglo pasado.

4. La Forma-Estado del capital: notas sobre el «Capital-Parlamentarismo»:

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La política keynesiana supone dos cosas que ya no existen más: que los gobiernos cuentan con suficiente autonomía para actuar racionalmente y que existe bastante mercado para que funcione la manipulación. No se mantiene en pié si falta alguno de sus ingredientes. Hoy la concentración económica es tal que puede distorsionar a placer la elaboración de políticas que no coordinen con el desarrollo del capital.

El estado, pretende ser la fuente de todas las relaciones de poder, actúa de hecho como el «garante» de unas que no se originan en sí mismo y que no controla, la generada por el comando privado del capital. El estado ya no puede identificarse directamente con la sociedad, so pena de anular su «especificidad funcional» ligada a la ley de valor. La función esencial del sistema político del estado «Capital-Parlamentario» es obtener el consentimiento del pueblo al curso de la política pública de acumulación del capital. El Parlamento ya no «acopla» a las masas al estado.

El disloque «Parlamento-Electorado-Estado» es el rasgo saliente de la nueva forma-estado. Este disloque aún no ha podido ser recompuesto por la Nueva Clase después del 2001, la suma de votos del PJ y la UCR en el 2003 fue la más baja de la historia Argentina. Si el estado populista, keynesiano, «welfariano», era la realización de la inclusión política (activa y pasiva), las transmutaciones en la anatomía de la sociedad civil producen un estado transicional, llamémosle «postfordista», expulsivo, de excedencia, exclusivo. La burguesía: ¿Está preparada para salir del fordismo y pasar a una nueva forma-estado sin conmociones revolucionarias como las del 2001? La Nueva Clase Política y los «mass media» actúan como momentos constitucionales de la acumulación, funcionan como subsistemas de legitimación que suplantan al estándar mínimo de «salario mínimo-nutrición-salud pública-vivienda-educación», por una ciudadanía basada exclusivamente en la posibilidad de consumo egoísta. Los cortocircuitos que el pobre sistema político «gobierno/oposición» se producen en el vacio sobre el antagonismo de las nuevas subjetividades proletarias.

El código de la política burguesa (progresista/conservador) ya no atribuye nada, ni codifica identidades duraderas, ni simbología funcional que permitan gobernabilidad y lealtad de masas. La nueva figura mayoritaria del trabajador posfordista, precario, generalmente trabajando en los servicios a la producción; un ciudadano desencantado, sin ningún tipo de fidelidad ideológica, propenso a una intervensión electoral breve o inexistente. La inestabilidad gobernativa es hoy más difusa, volátil y siempre síntoma de una irreversible pérdida de una síntesis orgánica, de encontrar un horizonte seguro y duradero de legitimidad. La creciente clausura de la autorreferencialidad del «Capital-Parlamentarismo», esa especie de autismo institucional, motivado por las respuestas del capital al antagonismo de la clase obrera, es la que exige formas de dominio plebiscitarias, ya no basadas en las correas de transmisión del peronismo como el partido del trabajo y los sindicatos que giran en falso, sino en el bonapartismo ejecutivo, los líderes carismáticos y el totalitarismo mediático.
***

La sociedad capitalista no consiste en individuos, sino que expresa la suma de relaciones en las que estos individuos están el uno con respecto al otro. Es decir: la sustancia común de todas las cosas debe ser su forma precisamente social, el ser producto de una relación social.

El capital es una relación, y de modo inmediato, debido a su naturaleza, es sólo un interés económico; es bajo la amenaza obrera que está obligado a convertirse en fuerza política, a subsumirse en sí mismo, con el fin de defenderse: se convierte en lo político, en clase política.

Si el concepto de clase es una realidad política, entonces debemos tomar conciencia que no existe clase capitalista sin estado del capital. La política se erige como oposición institucional a la instancia del antagonismo del trabajo. La economía capitalista busca y necesita a la política para mantener separada las dos dimensiones de su dominio de clase.

Hagamos un poco de historia sobre la figura del estado. Sabemos que el proceso capitalista de producción reproduce por su propio desenvolvimiento la escisión y separación entre fuerza de trabajo y condiciones materiales de ese trabajo. Reproduce y perpetúa las condiciones de explotación; los obliga, de manera constante y natural, a «vender» en un contrato «libre» su fuerza laboral para simplemente poder vivir y permanentemente pone al capitalista en condiciones ideales para comprarla a buen precio.

Esta «transacción justa» es la que debe asegurar el estado: que el trabajador individual pertenezca al capital aún antes de venderse al capitalista individual. La división capitalista entre economía y política, entre el burgués y el «ciyoyen» (ciudadano) asegura la servidumbre económica con un sistema de poder que implica un predominio que se perpetúa a sí mismo de las clases propietarias sobre los grupos sociales, cuya subsistencia y posición social dependen de su fuerza de trabajo.

El capital presupone el trabajo asalariado (premisa que asegura una institución única: el estado) ya que todo trabajador «produce» capital (trabajo no pagado), o sea: la política en su autonomía relativa debe asegurar la natural producción y reproducción de la relación capitalista misma.

Es por esto que siempre la política precede al derecho, aunque hay que señalar que el derecho es técnicamente (no siempre políticamente) la forma más acabada de dominación.

El estado argentino, como cualquier otro, es un complejo institucional, artificial y planeado por las clases dominantes, condensado en coordenadas institucionales (1994, la Constitución es un instrumento de diferenciación del sistema político) y no es un producto de un desarrollo azaroso o espontáneo, o un fruto de la evolución natural.

El estado en su forma «Capital-Parlamentaria» es un marco deliberadamente construido por la Nueva Clase (NC) política de acuerdo a un plan. En otras palabras: el estado y su forma no es un regalo de Dios, ni un mecanismo opaco e irracional, ni siquiera el «Geist» de una época: es una realidad construida por un acto de voluntad y deliberación de una clase social.
Su «función» bajo el capital es la organización y activación autónomas (valga la paradoja) del proceso de acumulación social en un territorio delimitado, fundado en la necesidad histórica de alcanzar «modus vivendi» (violentos, semipacíficos, etc.) entre intereses contrapuestos e irreconciliables.

Y es que el estado está marcado a fuego por la contradicción desde su nacimiento moderno: una institución que pretende ser la fuente de todas las relaciones de poder actúa de hecho como el «garante» de unas que no se originan en sí mismo y que no controla, la generada por el comando privado del capital. El estado ya no puede identificarse directamente con la sociedad, so pena de anular su «especificidad funcional» ligada a la ley de valor.

Desde su evolución (feudalismo, Ständestaat, absolutismo, liberal, welfare,…) confronta con el problema de su propia legitimidad, el nudo de la obligación política de la multitud, que el «citoyen» acate y reconozca como propias su autoridad, ya no por inercia de rutinas no razonadas o cálculos utilitarios de ventajes personales, sino a partir de la convicción de que la obediencia es correcta.

Por supuesto: la paradoja de la legitimación (el problema de la política) se juega en las formas y estaciones de la relación capital-trabajo. A medida que la propia presencia de la clase obliga a cambios y dislocaciones en el desarrollo del capital los problemas de legitimación sobrecarga de tareas al estado.

Se desarrolló un sofisticado sistema de partidos políticos y sindicatos, los políticos ya en el parlamento del siglo XIX, «crearon» los partidos para atraer a la creciente masa electoral obrera y popular a la vida estatal. Y aunque los partidos políticos burgueses son algo endémico a la democracia no formaban parte de la definición formal de democracia liberal, de hecho hasta hace poco operaban en un ámbito sin regulación por la ley.

La evolución del partido de «notables» (congresistas) al «Volkspartei», al partido de masas tuvo que ver con la creciente movilización de masas de ciudadanos y proyectaban en el ámbito político fracturas sociales, escisiones de clase heredadas históricamente con la posibilidad de «procesar» demandas populares contradictorias para el sistema (a través de socialización de intereses y afectos), además de reclutar los miembros de la elite de la Nueva Clase de los políticos profesionales. La función esencial del sistema político y el «Staatpartei», el estado «Capital-Parlamentario» es obtener el consentimiento del pueblo al curso de la política pública de acumulación del capital.

Pero el papel paradójico del partido es que los gobiernos de turno no cumplan con las preferencias de los ciudadanos, en especial de los trabajadores y pobres.

Con la subsunción real del trabajo al capital, con la transición epocal del fordismo al posfordismo, el problema político principal pasa a ser el contenido y dirección de los procesos de legitimación de los poderes del estado, en especial el referido a la distribución de la riqueza nacional (Producto Bruto) y el control de los medios de producción.

Con la decadencia del keynesianismo (populismo) como método particular de control social y de inclusión política, se produce la corrosión del núcleo duro de la forma-estado de derecho heredada del siglo XIX. El proceso político interno del estado (centrado en la ciudadanía universal, civilidad, esfera de la opinión pública burguesa, división de poderes, centralidad de mediaciones representativas, etc.) se modifica en rituales semiplebiscitarios, neocorporativismo, bonapartismo y formas perversas de dictaduras decisionistas de baja intensidad.

El viejo «Parlamient», el Congreso nacional, que jugaba un papel ideológico mediador entre la «variedad clasista» de las opiniones individuales y la necesidad sistémica del capital de reducirlas a mero «apoyo» al desarrollo del capital, decae en una variante posmoderna de la «Dieta» de los príncipes, alineada automáticamente al puro decisionismo del Ejecutivo, donde ya no se selecciona a los nuevos «leaders» de la Clase Política sino se coloca a familiares y prebendarios (nepotismo moderno).

El Parlamento ya no «acopla» a las masas al estado, su papel central como momento constitucional, ya que producía impulsos políticos con el procesamiento de las orientaciones del electorado al que representaba a través de un doble vínculo, como mandato y como miembro del partido político. Está función era la que el viejo Ulianov creía que podía usarse como tribuna en su discusión con los comunistas holandeses y alemanes: éste espacio institucional para «uso obrero», de propaganda y agitación, ha desaparecido hace tiempo.

El disloque «Parlamento-Electorado-Estado» es el rasgo saliente de la nueva forma-estado, es más: éste disloque aún no ha podido ser recompuesto por la Nueva Clase (se puede ver este síntoma de crisis final en la atomización y en el dato relevante que la suma de votos de el PJ y la UCR en el 2003 fue la más baja de la historia argentina).

Si en esencia el estado liberal se construyó para favorecer y sostener a través de sus actos de gobierno la dominación colectiva de clase de la burguesía sobre la sociedad en su conjunto (con todas sus variantes nacionales) la actual forma-estado «capital-parlamentaria» significa que el mercado del siglo XXI ya no es capaz de hacer en sus propios términos las distribuciones necesarias o mantener automáticamente el proceso de acumulación social desde «afuera».

Los principios institucionales del estado son instrumentales para el predominio de clase dentro de la sociedad y en este proceso las estructuras del juego e intercambio político son primordialmente sensibles a las exigencias cíclicas del modo capitalista y expresan (ocultando) al mismo tiempo (por la propia característica de la autonomía relativa del estado) la subordinación funcional del sistema político al pulso de la ley de valor.

Aunque idealmente la política se coloca por encima del poder del dinero, en los hechos se ha convertido en su «garante», reconocía un joven filósofo llamado Marx en 1844. El estado, ya «separado» de la sociedad por el absolutismo, sigue funcionando a través de formas políticas y jurídicas derivadas de los diseños decimonónicos del siglo XIX.

Aunque los modifica, como en la Constitución de 1994, lo hace en la medida justa para disimular y limitar los cambios en la «sustancia», en el sustrato profundo del proceso político, pero en el mismo acto modifica y distorsiona las formas mismas.

Si el estado populista, keynesiano, «welfariano», era la realización de la inclusión política (activa y pasiva), las transmutaciones en la anatomía de la sociedad civil producen un estado transicional, llamémosle «postfordista», expulsivo, de excedencia, exclusivo.

La política keynesiana supone dos cosas que ya no existen más: que los gobiernos cuentan con suficiente autonomía para actuar racionalmente y que existe bastante mercado para que funcione la manipulación. No se mantiene en pié si falta alguno de sus ingredientes.

Hoy la concentración económica es tal que puede distorsionar a placer la elaboración de políticas que no coordinen con el desarrollo del capital.

Como en la época de Keynes, o Pinedo en los ’30 o Perón en los ’40, la pregunta es si la burguesía está preparada para salir del fordismo y pasar a una nueva forma-estado sin conmociones revolucionarias como las del 2001. Si lo lograra, tal el empeño de Kirchner en las próximas elecciones, estaríamos ante un sistema cuyo presupuestos son el fin del estado de derecho como lo conocemos y el re-establecimiento del nexo monetario como exclusiva relación social.

El tema de la exclusión significa la expulsión cada vez mayor de necesidades e intereses de la población en la agenda política posible y, al mismo tiempo, transformar a la Nueva Clase Política y a los «mass media» en momentos constitucionales de la acumulación, en subsistemas de legitimación, que suplantan al estándar mínimo de «salario mínimo-nutrición-salud pública-vivienda-educación» por una ciudadanía basada exclusivamente en la posibilidad de consumo egoísta.

La política, esa ciencia noble, se transforma en una ciencia de la legitimación, en «cobertura de seguro de intereses ya formados en la economía». Si la inclusión del populismo es un principio abierto («todos» merecen atención política) la «exclusión-excedencia» del posfordismo clausura toda una época del estado: el fin del viejo derecho privado y público para la multitud.

La política se hace autorreferencial (pelea Duhalde-Kirchner), por lo que a los clásicos problemas de gobernabilidad y de procesar la exclusión (el estado de carencia) se le suma los cortocircuitos que el pobre sistema político «gobierno/oposición» produce en vacio sobre el antagonismo de las nuevas subjetividades proletarias. El código especial de la política burguesa (progresista/conservador) ya no atribuye nada, ni codifica identidades duraderas, ni simbología funcional que permitan gobernabilidad y lealtad de masas. La lealtad de masas en una lógica exclusiva, de carencia, no puede filtrarse sino con procedimientos puros, extra-políticos, parajurídicos, lo que termina subordinando a la política a la pura administración del flujo monetario, a fiscalizar el input-ouput o a ser la vía regia de los grupos neocorporativos.

La nueva figura es el trabajador posfordista, el mayoritario, fuertemente inestable, precario, intermitente, generalmente trabajando en los servicios a la producción; y en lo político un «citoyen» desencantado, sin ningún tipo de fidelidad ideológica, propenso a una inversión electoral breve o inexistente (sabotaje).

La alternativa no es entre un sistema político cerrado y una intensa participación política desde abajo, y esto es claro en la atomización electoral, creciente y sin precedentes, desde 1990 y la tendencia a la desaparición de los «Volkspartei», los partidos de masas burgueses (fractura del PJ, disolución de la UCR: síntoma en las internas partidarias).

La inestabilidad gobernativa es hoy más difusa, anárquica, volátil y siempre síntoma de una irreversible pérdida de una síntesis orgánica, de encontrar un horizonte seguro y duradero de legitimidad.

La representación política clásica se fundaba sobre la rígida separación de lo privado de lo público, a ésta última esfera se la conformaba en torno a un mandato popular y con una selección racional de la Clase Política en la arena parlamentaria.

Al político le competía la «alta estrategia» keynesiana del desarrollo, las tareas inclusivas, la movilización de masas y la capacidad de generar procesos de absorción (purificación) de los embates corporativos del mercado. La creciente clausura de la autorreferencialidad del «Capital-Parlamentarismo», esa especie de autismo institucional, motivado por las respuestas del capital al antagonismo de la clase obrera, es la que exige formas de dominio plebiscitarias, ya no basadas en las correas de transmisión del «Volkspartei» y los sindicatos (que giran en falso) sino en el bonapartismo ejecutivo, los «leaders» carismáticos y el totalitarismo mediático.

Este fenómeno es el que confirma la imposibilidad de verificar la «responsabilidad» de la representación política en el posfordismo. La propia dinámica del dominio político posfordista es la que erosiona el filtro clásico de los partidos políticos (afiliación, internas, estado dentro de un estado, etc.) corroe el viejo papel del Congreso y expulsa competencias de liderazgo, cognitivas y políticas, al espacio extraparlamentario. Por eso es que la manera como se distribuye el poder del estado es el que determina su forma: el «Capital-Palamentarismo».

11 de septiembre de 2005.
Colectivo Nuevo Proyecto Histórico.
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