La irrupción del ex ministro Roberto Lavagna como posible candidato presidencial ha alterado la monotonía de un cuadro político, caracterizado hasta ahora por la creciente concentración de poder institucional por parte de un gobierno que se desempeña sin oposición consistente de parte de los partidos tradicionales. La repercusión que ha alcanzado el duelo verbal entre […]
La irrupción del ex ministro Roberto Lavagna como posible candidato presidencial ha alterado la monotonía de un cuadro político, caracterizado hasta ahora por la creciente concentración de poder institucional por parte de un gobierno que se desempeña sin oposición consistente de parte de los partidos tradicionales. La repercusión que ha alcanzado el duelo verbal entre Kirchner y Lavagna demuestra que, por primera vez en tres años, está en discusión una alternativa de gestión para el núcleo de intereses que se han afirmado como dominantes, tras la crisis de diciembre de 2001. Esto se encargó de subrayarlo el ex jefe del Palacio de Hacienda al actual presidente al recordarle que la reactivación económica comenzó cuando él era ministro de Duhalde, diez meses antes del cambio de gobierno. Y por si hubiera dudas sobre el sentido de la aclaración, le señaló en un reciente reportaje: «Hay que preocuparse menos por ser recordado. El que se preocupa por esto suele terminar poniéndose medallas que ganaron otros».
En este punto Lavagna no quiere dejar dudas. Se presenta como el garante de la ortodoxia del actual modelo económico y critica al gobierno por «su giro a la izquierda». ¿En que consiste esta inesperada desviación que sólo la fina percepción del ex ministro ha advertido? En una entrevista con el diario británico Financial Times publicada en junio declaró lo siguiente: «Lo que me preocupa es la incorrecta interpretación de los resultados electorales, según la cual ahora que (Kirchner) tiene mucho más poder las cosas pueden hacerse de distinta forma que en el pasado, lo que resulta en un claro viraje a la izquierda». Dos aspectos de la gestión gubernamental evidencian a su juicio el cambio de rumbo: la composición del gasto público, inclinada a reforzar el papel del Estado y las relaciones con el gobierno venezolano. Sobre lo primero señaló que la inversión pública debería limitarse a los renglones de salud, educación y seguridad y «el resto debería dejársele al sector privado». Sobre el segundo asunto dijo: «Chávez cuenta desde el punto de vista del clima empresarial. Quiere una economía socialista, y no hay nada que objetar si se limita (a Venezuela), pero a mí no me gusta y no creo que sea bueno para la Argentina. No quiero que esa relación influya en la política argentina». En otras declaraciones aseguró que el ingreso de Venezuela al Mercosur y el posible alejamiento de Uruguay afectaría la calidad institucional del bloque. También advirtió sobre las estatizaciones kirchneristas («hay que cuidarse del capitalismo de amigos»), cuestionó los acuerdos de precios y reclamó reglas estables para los inversores. En definitiva, un claro discurso de centroderecha para hacer frente a la centroizquierda gobernante.
El mensaje del ex ministro apunta directamente al interés de las fracciones del gran capital, beneficiadas por la devaluación y el sesgo exportador de la política de acumulación que se afirmó tras el colapso de la convertibilidad. Fija el radio de acción del Estado en los límites en que lo ha confinado el programa neoliberal, dejando en manos de capital monopólico los resortes básicos de regulación económica y, al mismo tiempo, se previene contra cualquier radicalización de una política nacional, oponiendo a la revolución venezolana el apacible y previsible gobierno de Tabaré Vázquez, el mismo que llegó a un tratado de protección de inversiones con Estados Unidos y aspira alcanzar un Acuerdo de Libre Comercio con el democrático imperialismo del norte, aun al precio de romper con el Mercosur.
Sobre la repercusión que tienen estas definiciones en el mundo de los grandes negocios da buena cuenta una encuesta realizada por la Universidad Austral, centro de inteligencia del piadoso Opus Dei. El 14 % de los encuestados declaró que votaría por Lavagna en las próximas presidenciales, a pesar de que el ex ministro todavía no se postuló. El que más adhesiones recogió fue Mauricio Macri, con el 19 %, mientras que el 53 % no sabía por quien votar y sólo el 1 % se inclinó por el actual presidente.
El equilibrio kirchnerista
Kirchner por su parte califica a Lavagna como economista neoliberal, defiende la inversión pública y anticipa que aumentará la presencia del Estado en la economía; reivindica la alianza con Chávez y Evo Morales y marca diferencias con el gobierno de Estados Unidos buscando respaldo en el capitalismo español y europeo en general. ¿Hasta dónde llegan las divergencias entre los principales contendientes de la presente puja política? Kirchner y Lavagna expresan a su modo el programa general con el que logró recomponerse el capitalismo tras el colapso institucional de diciembre de 2001. El gobierno que se consolidó primero con Duhalde y luego con el actual presidente es, ante todo, el reflejo del nuevo balance de poder que se estableció en los círculos del gran capital tras el hundimiento del núcleo dirigente de los años 90, afianzado en el negocio financiero y en el capital extranjero invertido en las empresas públicas privatizadas. Esto fue así porque la crisis de representatividad que precipitó la caída del gobierno de la Alianza, dejó el problema central sin resolver. La consigna central de aquellos días -«que se vayan todos»- carecía de programa, de organización y de política para capitalizar a favor de las fuerzas movilizadas la desarticulación de la antigua hegemonía neoliberal. En consecuencia, el vacío fue llenado por un desplazamiento operado dentro del bloque de clases que, a pesar de todo, logró mantener los resortes fundamentales del poder. La fase decisiva de esta reestructuración se desarrolló durante las primeras semanas del gobierno de Duhalde en el marco del enfrentamiento entre los impulsores de la dolarización, expresión de los intereses que giran en torno a la renta financiera y a la inversión en los servicios públicos y los partidarios de la devaluación, representantes de la burguesía interesada en la valorización del capital radicado en las ramas productivas vinculadas a la exportación. Triunfaron los segundos y el bloque dominante mantuvo su unidad, aunque con un nuevo centro de gravedad. El discurso gubernamental que reflejó estos cambios se fundó en una critica a los valores neoliberales de los años 90 repudiados por el grueso de la clase media, incluidas las capas de la baja burguesía, asfixiadas por la formidable concentración del capital y de la riqueza, por los trabajadores y por los excluidos del modelo.
El kirchnerismo se consolidó en el gobierno postulándose como representante del capitalismo nacional, haciendo suya la reivindicación de los derechos humanos tras casi tres décadas de impunidad y apuntando a los símbolos más ostensibles de la corrupción e inmoralidad menemista y del terrorismo de Estado. Avanzó en ciertas nacionalizaciones periféricas, tomó distancias del alineamiento incondicional con Estados Unidos practicado por Menem y De la Rúa y mantuvo sin cambios el curso económico emprendido por el gobierno de Duhalde. El resultado fue una marcada recomposición del proceso de acumulación del capital con eje en la burguesía industrial, cuya tasa de ganancia subió verticalmente a favor de una fuerte reducción de los costos laborales y, en contraposición, la consolidación de un patrón de distribución del ingreso pronunciadamente desigual.[*]
Por lo tanto, por más que el ex ministro de Economía de Duhalde y de Kirchner hable de un viraje a la izquierda, lo que ha caracterizado la política gubernamental desde comienzos de 2002, ha sido la continuidad. Sin embargo, es cierto que existen diferencias entre Kirchner y Lavagna. El actual gobierno no es la expresión directa de los intereses de la gran burguesía exportadora. Realiza esos intereses a través de una mediación que contempla otro tipo de equilibrio de fuerzas, por eso plantea la relación con las fracciones más concentradas del capital como una alianza realizable mediante una permanente negociación. En mayo de 2003, el ganador de las elecciones con poco más del 20% de los votos, tomó buena nota de la relación de fuerzas que imperaba en los círculos decisivos del poder económico y orientó el rumbo general de su política en esa dirección. A cambio de apoyo político consolidó el programa que aseguraba ganancias extraordinarias a las fracciones exportadoras, manteniendo al mismo tiempo los resortes centrales de la reproducción del capital afianzados en la década del 90: apertura comercial y financiera, privatización de las ramas estratégicas, régimen diferencial para inversión extranjera y, en lo sustancial, el patrón laboral heredado del menemismo y de la Alianza. Pero al mismo tiempo el gobierno necesitaba cierto margen de maniobra que asegurase el equilibrio general del sistema, dentro del cual hubiera lugar para los negocios particulares de los amigos de la Casa Rosada. En busca de ese equilibrio Kirchner negoció también con la burocracia de la CGT: a cambio de la limitación de las demandas obreras concedió ciertas reformas a la legislación laboral, que a pesar de su carácter parcial que le pone los pelos de punta a la sufrida burguesía industrial y otorgó ciertos favores al titular de la central obrera, como la designación de uno de sus hombres al frente de la Administración de Programas Especiales del régimen de obras sociales, o la devolución de aportes patronales a aquellas empresas del transporte automotor de cargas que incluyeran a sus trabajadores dentro del Convenio Colectivo de Trabajo 40 del sindicato de camioneros. Por supuesto, el jefe de Estado se garantizó el respaldo de la mayor parte de la burocracia sindical a la gestión gubernamental. Resultado de estos acuerdos son las iniciativas de Recalde en la Cámara de Diputados, las que el Ejecutivo se encarga de dosificar para no afectar su relación con el mundo de los grandes negocios.
Al mismo tiempo, el kirchnerismo para poder negociar necesita afianzarse en el control del aparato de Estado, de ahí la política de nacionalizaciones periféricas como los casos del correo y de Aguas Argentinas, o la adquisición de una parte del paquete accionario de Aerolíneas y de los aeropuertos. Este avance del «estatismo» no afecta en nada el status quo existente: las áreas estratégicas como la energía, la minería o las comunicaciones siguen y seguirán en la órbita del capital imperialista, al igual que las finanzas y la gran industria. En sus dos primeros gobiernos Perón se afirmó como jefe bonapartista, centralizando con puño de hierro los mecanismos del aparato estatal y ganando una autonomía que le permitió desarrollar el programa de la burguesía nacional con fuertes concesiones a los trabajadores y, simultáneamente, resistir las presiones de la oligarquía y el imperialismo. Pero Kirchner no se propone tal cosa. La burguesía sobre la que se apoya tiene poco o nada de nacional. Su horizonte de negocios se ha ampliado considerablemente, siguiendo la marcha de la globalización del capital, como lo puso en evidencia su apoyo irrestricto al menemismo mientras duró el festín de las privatizaciones, o la colocación de una parte importante de su capital en los circuitos internacionales de la especulación financiera.
Con iguales propósitos el gobierno ha definido la política exterior siguiendo la línea de la estrategia defensiva de la mayoría del capitalismo fabril nativo, y poniendo límites a las pretensiones sin límites del imperialismo norteamericano. Las fracciones dirigentes de esa burguesía tienen alianzas de negocios con las corporaciones extranjeras, pero también intereses divergentes que se manifiestan en la resistencia al Alca confeccionada según el formato americano. Al igual que sus pares brasileños no pueden dejar tener en cuenta el carácter depredador de los Tratados de Libre Comercio que el señor Bush firmó con las domesticadas autoridades a América Central, Colombia y Perú. Kirchner lo dijo a su modo recientemente ante los parlamentarios españoles: «Estados Unidos nos ofrece procesos de integración que no son beneficiosos para nuestros pueblos». Antes había señalado: «Nosotros aspiramos a profundizar nuestra integración con Europa a través de España». Por lo pronto se presentó como posible mediador de los intereses de la burguesía peninsular, afectados por las nacionalizaciones del gobierno boliviano.
Dentro de estos límites el régimen kirchnerista está lejos de la categoría nacional y popular que le asignan sus apologistas. La situación no deja de ser curiosa. Los seguidores del presidente esperaron las elecciones de octubre pasado con la expectativa de que la nueva relación de fuerzas le permitiera al gobierno emprender un programa de transformaciones progresistas. Ahora bien, desde entonces el oficialismo alcanzó el control absoluto en la Cámara de Senadores y una presencia dominante en la de Diputados; cooptó representantes de los otros partidos, concentró poder en el Consejo de la Magistratura, se apresta a imponer a su hechura la reglamentación de los decretos de necesidad y urgencia y a ampliar notoriamente las atribuciones de su jefe de gabinete. Ha asumido de hecho la suma del poder institucional. Su margen de maniobra se ha ampliado al punto que de no prosperar la candidatura de Lavagna, seguirá gobernando sin oposición. Y sin embargo. ¿para qué le ha servido semejante balance de fuerzas? Le ha pagado al FMI el total de la deuda, a pesar de que el 80 % de esas obligaciones correspondían al blindaje de 2001, aplicado, según una auditoria interna del propio Fondo, para financiar la fuga de capital y, en consecuencia, en condiciones de ser repudiadas por su naturaleza fraudulenta; mantiene los tratados de protección de inversiones extranjeras, que otorgan todo tipo de privilegios al capital imperialista y abren el camino al reclamo de las empresas privatizadas ante el Ciai, el tribunal manipulado por el Banco Mundial, aun cuando podría denunciarlos ya que se ha cumplido el plazo inicial de diez años de vigencia; deja intacto el tramposo régimen de jubilación privada, sin siquiera permitir el paso de quienes quieren volver al sistema de reparto; posterga una reforma a fondo del sistema impositivo siendo éste uno de los mecanismos centrales de la desigual distribución del ingreso.
Marx escribió en cierta ocasión que, tal como había observado Hegel, los grandes hechos y personajes de la historia universal se daban, por decir así, dos veces. Sin embargo, señaló que a su compatriota se le había olvidado aclarar que una vez se presentaban como tragedia y otra como farsa. Seis décadas después de que Perón iniciara su primera presidencia, a este peronismo kirchnerista podría muy bien aplicársele el señalamiento del autor de El Capital.
Nota:
* En un reciente estudio Tomás Raffo y Claudio Lozano de la CTA estimaron que mientras en 2001 los sectores populares recibían el 32,5 % del PBI, al finalizar 2005 esa proporción había bajado al 26,7 %. En esos años el consumo popular pasó de representar el 45,8 % del total del consumo privado, a representar el 43,8 %. En cambio, el consumo de las capas más acomodadas de la población subió del 54,2 % al 56,2 %. Estas capas apenas alcanzan al 3,8 % de la Población Económicamente Activa.