A ninguna oligarquía nunca le ha gustado la democracia. Es lógico, por lo demás, porque los oligarcas sienten esa mezcla extraña entre miedo y desprecio al pueblo semejante, imagino, a descubrir que el billete que se nos ha caído del bolsillo ha ido a parar al lodo. Y si no, habérselo preguntado a Luís XVI, […]
A ninguna oligarquía nunca le ha gustado la democracia. Es lógico, por lo demás, porque los oligarcas sienten esa mezcla extraña entre miedo y desprecio al pueblo semejante, imagino, a descubrir que el billete que se nos ha caído del bolsillo ha ido a parar al lodo. Y si no, habérselo preguntado a Luís XVI, cuya torpeza dio pie a la primera gran actuación del poder constituyente en Europa, hace ya de eso más de dos siglos. Es cierto que las ideas de la ilustración estaban calando hondo, que el absolutismo cada vez encontraba más dificultades para legitimarse en la simple voluntad de Dios y que el liberalismo había hecho mella en Estados Unidos. Pero también lo es que la actuación del rey francés no fue de las más lúcidas. Para empezar, después de siglos sin querer saber nada de ellos, convocó a los Estados Generales para aumentar los impuestos y afrontar las maltrechas cuentas del reino.
Los Estados Generales eran formas de representación feudal divididas en tres brazos: el noble, el religioso y el «tercer estado». ¿Qué es el tercer estado?, se preguntaría el abate Sieyès que, pese a ser abate, formaba parte de éste (lo cual demuestra que había un poco de todo en todos los sitios, y que las cosas tampoco han cambiado tanto). No era una pregunta ingenua. La toma de decisiones por estados daba siempre la victoria a la suma de los otros dos brazos, minoría social pero mayoría política, frente al resto, representante de más del 90% de la población. ¿Era democrático que la minoría dominara a la mayoría? Por supuesto que no, y la solución la propuso el propio Sieyès: el tercer estado es la Asamblea Nacional. Así que los miembros de los otros estados que quisieran sumarse, podían hacerlo. No sin resistencia, muchos de los nobles y de los religiosos pasaron a formar parte de la Asamblea. Los que no lo hicieron, se fueron a sus casas.
Lógicamente, la ira del rey fue tremenda. Él que los había convocado, que les había cedido Versalles para su reunión, y ahora le daban la espalda. Lo primero que se le ocurrió fue sacarlos de palacio, ordenó reparaciones en la sala de los menus plaisirs, donde se reunían los Estados Generales, y la guardia real no les dejó ingresar aquella mañana de junio de 1789 porque iban a llegar los albañiles. Pero a los asambleístas franceses ya no les importaba: tenían claro su destino. Airosos, salieron de las dependencias reales y se reunieron en el primer espacio amplio y cerrado que encontraron, una sala de juego de pelota que fue protagonista del verdadero acto revolucionario: la Asamblea Nacional se declaró constituyente. Mounier y Sieyès redactaron el que sería conocido como juramento del juego de pelota: los asambleístas permanecerían reunidos hasta ofrecer al pueblo una Constitución. El pincel de David captó el momento revolucionario en un lienzo que puede admirarse en el museo del castillo de Versalles. En él, los constituyentes franceses realizan el juramento mientras los ciudadanos aplauden asomados por los altos ventanales de la sala de juego. Unos días después, el pueblo de París tomaba la cárcel de la Bastilla, que representaba el poder del absolutismo. El 1 de diciembre de 1792, tras haber confirmado la traición del rey, Luís XVI fue condenado a muerte por la asamblea. La decisión, como todas en el seno de la asamblea francesa, fue tomada por mayoría simple: 361 votos a favor, 288 en contra y 72 abstenciones.
En el momento histórico del juramento del juego de pelota encajan perfectamente teoría y práctica. La asamblea constituyente es poder originario, y se sitúa por encima de cualquier poder constituido. La construcción teórica busca la legitimidad de la constituyente por el mandato directo del pueblo soberano, detentador de la soberanía, que la activa. El poder constituyente no puede ser sometido por los poderes constituidos, porque perdería su esencia legitimadora, política en su sentido más puro. Los poderes constituidos -el rey, el gobierno, el parlamento- existen porque así lo ha decidido el pueblo a través de su Constitución, producto de la activación del poder constituyente. Los poderes constituidos no pueden limitar al poder constituyente, porque éste es ilimitable por su propia naturaleza constituyente. Cuando el pueblo activa su soberanía, a través del poder constituyente, no hay minoría que pueda bloquear sus decisiones.
Que el poder constituyente no sea limitable no significa, lógicamente, que los poderes constituidos no quieran limitarlo. Es fundamento del pensamiento oligárquico, y no sólo a finales del siglo dieciocho. Los colombianos, por ejemplo, conocen bien esta cuestión. Las condiciones sociopolíticas críticas en las que vivió Colombia durante la década de los ochenta provocaron una salida constituyente. A principios de 1990 estudiantes y docentes universitarios promovieron la idea constituyente, pero se encontraban con el problema del límite del poder constituyente por el poder constituido: la Constitución vigente, decimonónica, no ofrecía ningún tipo de iniciativa de reforma al pueblo. La idea fue activar el proceso constituyente a través del referéndum: incluir una séptima papeleta -una papeleta más además de las seis legales– en las elecciones de marzo de 1990. Se contabilizaron más de dos millones de séptimas papeletas. El poder soberano del pueblo se había concretado de forma democrática, y los gobernantes tuvieron que escuchar su voz. El recién elegido Presidente César Gaviria intentó decretar el ámbito de actuación de la Asamblea Constituyente, tratando de restringirlo. La Corte Suprema de Justicia colombiana fue clara: el poder constituyente no tiene límites, y por lo tanto no puede ser limitado por el poder constituido. Por lo tanto, la Constitución fue cambiada desde la primera palabra hasta la última, sin ningún límite que pudiera haberse decretado por el gobierno. Fue un triunfo de la soberanía del pueblo. La Asamblea Nacional Constituyente colombiana, de acuerdo con el artículo 63 de su Reglamento, tomaba las decisiones por mayoría.
El más reciente ejemplo de la activación democrática de la soberanía del pueblo, a pesar de las limitaciones pretendidas por los poderes constituidos, es el de Venezuela. La Constitución de 1961 no reconocía ninguna iniciativa de reforma constitucional que no fuese decidido por un poder constituido, el anterior Congreso de la República. Pero este Congreso era contrario a cualquier reforma impulsada por el recién elegido Presidente Hugo Chávez. El Presidente convocó a un referéndum sobre la posibilidad de activar el poder constituyente del pueblo, consulta que tuvo lugar en abril de 1999. Más del 92% de los participantes votaron afirmativamente. El Congreso se opuso a que la Constituyente tomara decisiones sobre los poderes constituidos. La Corte Suprema de Justicia venezolana también fue clara en este aspecto: el poder constituyente es originario y, por lo tanto, no puede ser limitado por los poderes constituidos. Un dato más: el artículo 6 del Estatuto de funcionamiento de la Asamblea Nacional Constituyente de Venezuela define la forma de votación en el seno de la asamblea: las decisiones se toman por mayoría de los presentes.
Ahora ha llegado el turno de Bolivia. Una vez más, como ocurrió desde el principio, las oligarquías -minoritarias- buscan limitar el poder constituyente. Alegan que la ley de convocatoria prescribe una mayoría cualificada para tomar cualquier decisión en el seno de la Asamblea cuando, en primer lugar, no lo hace; y, en segundo lugar, aunque fuera así, el poder originario y, por lo tanto, ilimitado del constituyente no puede verse afectado por este tipo de prescripciones que atentan contra su naturaleza política. La minoría no puede decidir sobre la mayoría en el marco de una constituyente, porque sería un acto de los más antidemocráticos que puede imaginarse. El pueblo decidió qué mayoría quería en la conformación de la asamblea cuando votó su composición. Lo que la oposición boliviana no ha ganado en las urnas no puede ser defendido haciendo creer que la constituyente es limitada, o que el círculo es cuadrado.
En definitiva, hay que insistir que a las oligarquías no les gusta la democracia. Pero no se dan cuenta del enorme acto de ceguera política que es luchar contra la soberanía de los pueblos. Si el pueblo boliviano está dispuesto a refundar su República, y todo indica que sí, se asomarán a los ventanales de la sala, en Sucre, para apoyar a sus constituyentes. Y estos deberán repetir el juramento del juego de pelota más de dos siglos después: no disolverse hasta ofrecer a Bolivia la mejor Constitución posible.
Rubén Martínez Dalmau es profesor de Derecho Constitucional en la Universitat de València