Para el sujeto histórico en Bolivia, el relampagueo de la Guerra del Gas de octubre de 2003 o de la Guerra del Agua de abril del 2000, fueron hechos imprescindibles; dieron certeza de la posibilidad de la victoria y confianza en la fuerza propia que vino con un rostro indígena y campesino y con ello, con una mirada diferente, una crítica a la modernidad, una antítesis al capitalismo y al imperialismo homogenizante, alienante y deshumanizador.
Pero la Guerra del Agua, que fue un hito histórico que cerró la hegemonía neoliberal en la política, es decir, en el hacer público, dando destellos del nuevo escenario de lucha, en la calles y en movimiento, no terminó pariendo un nuevo tiempo. Por un lado, el emergente movimiento campesino, en primera instancia el “regante”, de un campesino con capacidad productiva y dueño del control de la distribución del agua de riego, y luego, el cocalero del trópico de Cochabamba, ese momento no articularon un horizonte más amplio y radical. De la misma manera, los trabajadores fabriles de Cochabamba, que fueron el otro pilar de lo que fue la Coordinadora de Defensa del Agua y la Vida, no sumaron una mirada proletaria y emancipadora de largo aliento.
Tal vez, el sector que tuvo el rol más relevante pero menos evidente en la Guerra del Agua de abril de 2000, fue el de los comités de agua y las Organizaciones Territoriales de Base (OTB) que constituían núcleos de organización para la subsistencia y exigencia de servicios básicos y otros. La gran mayoría se encontraban en los márgenes de la ciudad, se componían de migrantes en busca de mejores condiciones de vida y amalgamaban formas de organización, deliberación y decisión obrera como la asamblea y comunitaria con el trabajo comunitario. Sin embargo, sin un proyecto de mayor envergadura, todas estas experiencias se fueron diluyendo a la dinámica capitalista, algunas abruptamente con casos de corrupción, otras de forma consensuada frente a que la necesidad de servicios básicos fue mínimamente resuelta y otras en una adaptación a una forma de cooperativa pero sin otro sentido que no fuera el capitalista.
Esa potencia creadora se diluyó frente a la falta de un horizonte diferente que incluya la organización de la vida cotidiana y no fue “robada” por un tercero, como sugiriera alguien por ahí. En todo caso, como primera pista, esos momentos de luz del relámpago suelen desaparecer si no son inscritos como reivindicación en la memoria popular.
Pero la Guerra del Agua de Cochabamba fue también ejemplo en otras latitudes del país y del mundo; finalmente, el pueblo movilizado venció a una transnacional en una acción colectiva aparentemente horizontal y al margen del Estado. Sin embargo, la realidad nos muestra un hecho menos romántico, complejo y contradictorio cuando las diferentes acciones antiprivatización del agua en Cochabamba terminaron cediendo la representación de la lucha a la forma organizativa más esclarecida o superior, que en este caso fue la gloriosa Coordinadora de Defensa del Agua y la Vida que al mismo tiempo se conformaba por varios sectores, no todos anticapitalistas, con diferencias sustanciales y que luego terminarían excluidos, reducidos o abortados por las dirigencias máximas que poseían mayor capacidad organizativa y respaldo institucional como la Federación de Trabajadores Fabriles de Cochabamba o la Federación de Campesinos Regantes de Cochabamba.
Este delegar y asumir la representación en una gran movilización social también se vería más tarde en la Guerra del Gas de 2003 cuando una gran revuelta popular, esta vez protagonizada principalmente por la ciudad aymara de El Alto, aunque secundada por movilizaciones menores en diferentes ciudades de Bolivia y áreas rurales aymaras, se enfrentaron al ejército hasta que, asediado, renunciara Gonzalo Sánchez de Lozada (2002–2003), entonces presidente de la República. Se derruían el sistema de partidos políticos liberal, el neoliberalismo como su único programa político y la propia estatalidad basada en la explotación, la exclusión y el racismo y erigida desde la derrota material e ideológica del movimiento obrero con la imposición del Decreto Supremo 21060 que legalizó el neoliberalismo en agosto de 1985 y la trunca Marcha por la Vida de 1986.
En términos políticos, entre los años 2000 y 2003 se acumulaban la experiencia popular de movilización bajo la forma movimiento, la construcción de un sentido de lucha antiimperialista, antineoliberal, anticapitalista y anticolonial y la certeza de la victoria, incluso frente al ejército y la policía. Claramente, no existió una forma superior de organización ya que en términos clásicos, la izquierda obrerista había quedado inerte a la propia derrota del movimiento obrero en 1986 y era incapaz de reconocer la contradicción de las Naciones Originarias oprimidas frente al Estado capitalista. En tanto, la izquierda radical se había sumado a los esfuerzos del movimiento indígena, originario y campesino por convertirse en Sujeto Histórico Revolucionario de la Revolución boliviana en un camino complejo y contradictorio que tuvo su punto de reencuentro y nueva partida en 1992, justamente recordando el quinto centenario de resistencia al colonialismo.
Por eso, en 2005, tras que Carlos Mesa (2003 – 2005), sucesor de Sánchez de Lozada, buscara restaurar el statu quo azuzando en su racismo y clasismo a las llamadas “clases medias” o “clases silenciosas” (sic) para reaccionar contra los bloqueadores y sus dirigentes, es decir, reaccionar contra lo popular y sobre todo contra la indiada insumisa, las movilizaciones continuaron bajo un programa básico constituido por la urgencia de realización de una Asamblea Constituyente que cambie al Estado racista y explotador por uno inclusivo, la nacionalización de los hidrocarburos y con ello un cambio de la economía del neoliberalismo a otra social o incluso socialista y justicia social. El 2005 asumía la Presidencia Rodríguez Veltzé (2005), entonteces presidente de la Corte Suprema de Justicia, con una agenda clara para la realización de elecciones y transmitir el poder sin mayores percances.
Este periodo, de 2003 a 2005, para el movimiento popular fue muy intenso y si bien no había un programa único o incluso un liderazgo social preponderante, es decir, una dirección o un referente con hegemonía en el campo popular, es innegable que tanto Evo Morales, como su partido, el Movimiento al Socialismo-Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSP) y su base social, la Coordinadora de las Seis Federaciones del Trópico de Cochabamba, le dieron sentido a la lucha y acogieron la representación para la resolución electoralizada de la grave crisis política y social que vivía el país. El llamado “Proceso de cambio” anduvo en esa clave, aunque, a cambio de seguridad institucional, o sea, de ampliar al Estado, pero a costa de rebeldías y herejías.
El peligro más importante en este último periodo, además de haber subsumido al Estado la capacidad creadora –y su sentido anticapitalista– y de movilización del movimiento popular, fue el no idear de forma más efectiva la manera de sobrevivir a las necesidades mundanas del pueblo. ¡Es verdad! solo una revolución mundial, o por lo menos regional, podría abrir márgenes más amplios de movimiento a una revolución, pero si no, es necesario enfrentarse al capitalismo mundial en las mejores condiciones posibles –un saber avanzar y retroceder, aunque, como condición sine qua non, teniendo la claridad de lo que se busca y no traicionar ese camino pese a las vicisitudes y tentaciones–, lo que para todo ello se requiere de un pueblo consciente capaz de realizar grandes sacrificios y con grandes aspiraciones irrenunciables.
Hoy, en una nueva y grave crisis política y social en Bolivia, el relámpago que mostró el camino no pudo dejar de ser trueno, tal vez su luz ya no brilla en los cielos, pero su retumbar queda presente y es posible que este momento no sea su tumba. Falta que el movimiento popular aprehenda su historia y se imponga a sus defectos para construir una nueva etapa que busca a gritos nacer, como las tinieblas buscan ceñirse de nuevo. He ahí que aún hay esperanza.
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